ACERCA DEL DÍA EN QUE ATILIO MIGLIANELLI SE TOPÓ CON UN ALAMBRADO ARTÍSTICO… — Sergio Raimondi
… QUE INTERRUMPÍA SU RECORRIDO HACIA LOS CANGREJALES DE ING. WHITE
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En “Nietzsche, la genealogía, la historia”, ensayo de 1971 en que Foucault plantea una plataforma crítica desde la cual transformar la historia en una genealogía capaz de distanciarse del objetivo trascendental que el propio Nietzsche detectaba, como negación vital, en la entonces reciente disciplina académica, el archivo está dado una y otra vez por supuesto. Desde la primera frase: “La genealogía es gris; es meticulosa y pacientemente documentalista”. También desde esa primera frase es posible detectar que toda la disquisición, así como se escribe entre las líneas de los escritos nietzscheanos, supone una y otra vez una lateralización con respecto a esa obra; o sea, en los términos que esa misma genealogía propugna, Foucault no propone un recorrido de continuidad con respecto a un origen a ubicar, por ejemplo, en Aurora; en todo caso, tensiona una deriva pautada desde el comentario fugado, el desplazamiento más o menos imperceptible, inclusive los errores irrisorios que suponen las malas, o simplemente malentendidas, lecturas: la paleta semántica de Nietzsche, sin duda, hubiera preferido una genealogía menos “gris” que “multicolor”.
Además de baja, anegadiza y, dado el sistema de mareas, cambiante por la dinámica erosiva de regresión, la llamada planicie costera de la zona de Bahía Blanca es opaca. En sus suelos cargados de sal (de ahí el nombre de la ciudad) y usualmente fangosos sólo especies específicas logran arraigarse; entre los ejemplares vegetales adaptados se pueden nombrar, por ejemplo, pasto salado, matorro negro, arbusto ceniciento, zampa crespa y salicornia: ninguna supera los dos metros de altura. A lo largo de la zona más baja y septentrional se desarrollan extensos cangrejales, sobre varios de los cuales se dispuso entre fines del siglo XIX y principios del XX un sistema de puertos del que destaca el de Ingeniero White, cuyo primer muelle fue inaugurado en 1885 por la compañía inglesa del Ferrocarril del Sud. Desde entonces y hasta mediados de los ’70, en que se constituyó un Polo Petroquímico, la actividad económica fundamental fue la exportación de granos (trigo, maíz, cebada, centeno, ahora soja) cosechados en la pampa más o menos húmeda y próxima. El arribo a Puerto Galván, en octubre de 1981, de la única planta petroquímica flotante que existe actualmente en el mundo (construida en Japón por la empresa norteamericana Union Carbide) puede ser considerada señal inequívoca de una modificación ínfima del destino agropecuario sellado en los días de la generación del ’80, lo cual involucra decididamente la crisis de 1930 y los ajustes tendientes a favorecer la industrialización, desde las reflexiones de Federico Pinedo y los planes quinquenales peronistas a las leyes 14780/58 de Inversiones Extranjeras y 1478/59 de Promoción Industrial promulgadas durante el gobierno de Frondizi, días en que se lleva adelante un programa de expansión de la industria del petróleo que incluyó, ya en 1968, la visita de funcionarios de la multinacional Dow Chemical a Ingeniero White con la propuesta de una inminente radicación. La operación se concretó recién en 1995, una vez que aquel Polo (51% estatal) fuera sumado al extenso proceso de privatizaciones encarado durante las presidencias de Menem junto a la realización de una serie de operaciones tendientes a la “flexibilización laboral” que hubiera sido absolutamente inviable tal como se dio de no haber mediado el período de gobierno militar entre 1976 y 1982 bajo el ministerio de Martínez de Hoz en la epifanía de la volatilidad financiera. La privatización afectó sin duda no sólo la industria del petróleo sino la del agro, con la desaparición de la Junta Nacional de Granos y la llegada y expansión simultánea de Cargill, Glencore o Bunge, empresas que, junto a proyectos como los de Profertil o Mega, triplicaron y hasta cuadruplicaron en estos últimos años la productividad portuaria ocupando con la misma rapidez grandes zonas a la vera de la ría, sobre la salicornia, el matorro, la zampa, los mismísimos cangrejales e inclusive tierras producto del refulado constante al que se sometieron los canales de entrada a muelles con la finalidad de alcanzar el nivel de competitividad requerido: 45 pies.
Esta sería una visión breve y extremadamente panorámica de la cuestión. Foucault alude en parte a esta perspectiva cuando escribe: “A esta historia le gusta echar una mirada hacia las lejanías y las alturas: las épocas más nobles, las formas más elevadas, las ideas más abstractas, las individualidades más puras. Y para hacer esto, intenta acercarse cada vez más, situarse al pie de estas cumbres, resistiéndose a tener sobre ellas la famosa perspectiva de las ranas. La historia efectiva, por el contrario, mira más de cerca: sobre el cuerpo, el sistema nervioso, los alimentos y la digestión”. También en este pasaje es evidente la apropiación distanciada de Nietzsche, porque de hecho esa mirada “hacia las lejanías y las alturas” recupera silenciosamente la figura del águila, presente una y otra vez desde un sentido ejemplar en el sistema de valores zoológicos de Así habló Zaratustra. Como a lo largo de todo el ensayo, para recuperar a Nietzsche Foucault vuelve a Nietzsche contra Nietzsche; es sintomático cómo, en ese pasaje, logra contraponer metafóricamente a la visión tácita del águila la perspectiva de las ranas, más próxima a la “historia efectiva” que propone a cambio. Se sabe: no habría imagen más impropia que la de un Nietzsche que caminara la costa de la ría de Bahía Blanca. Aquel que suele representarse avanzando contra la pendiente, e inclusive escalando cualquier ladera de los Alpes a la busca de riscos y abismos solitarios, no podría ver sino degradación en el carácter plano y barroso de este terreno, y más aún en los caracteres rastreros o, directamente, seudo-acuáticos de su fauna y su flora. De hecho, los cangrejos no eran para Nietzsche sino la transformación adecuada y grotesca de quien sólo puede vivir mirando hacia atrás, en una búsqueda incesante del origen: el historiador, aquel que, en su labor, le da la espalda a las potencias de la vida (El ocaso de los ídolos). Las ranas, presentes en las varias alcantarillas en las que desembocan acá y allá sobre la costa bahiense desagües urbanos de todo tipo, no le fueron menos despreciables: en su croar podía oír el palabrerío pretencioso y vano de los eruditos, y en su actitud inflada esa jactancia que solo puede terminar en fatua explosión. Atilio Miglianelli no ve lo mismo cuando va en bicicleta a pasear por lo que queda de los cangrejales: “Yo me meto por todos lados. Arranco por un lado y salgo por el otro. Me interesa. Me interesa ver. Una vez fui a una conferencia en la municipalidad, o en la universidad, no recuerdo bien, donde decían que hay unos cangrejos que es el único lugar del mundo que hay ahí, y fui a verlos, atrás del balneario de la ESSO. Yo los cangrejos no los conozco, conozco que son cangrejos. Lo que sí que el cangrejo tiene la virgen de Luján en la parte de atrás del lado de la espalda. Bien dibujada la Virgen de Luján. Y más los que están bien frescos, que son más colorados abajo, o rosa, la tienen la Virgen de Luján perfecta”. También se demora en la observación de la flora del lugar: “Porque a mí me interesa, por ahí me mando por Galván y me paro, porque en un pedazo cualquiera hay siete, ocho clases de pasto ahí, de yuyos. Primero ves todo lo mismo, pero cuando te acercás son todos distintos. Y no soy biólogo ni nada”.
La mirada panorámica del águila que va más allá del mundo material de los hombres, de sus pequeñas o grandes disputas, de sus contradicciones y de esas marcas de sus cuerpos en las que es posible reconocer los ritmos de trabajo, los venenos morales, las categorías heredadas, etc., señala una concepción de historia que hace del historiador aquel que puede desplegar su discurso más allá de toda contingencia. Es una perspectiva de ambición celestial o solar; en relación a ella, la perspectiva de las ranas se ofrece como una mirada básicamente terrestre. Está fundada desde el suelo: entiende que la historia surge de los pasos, y rastrea y presta atención a los pies o, mejor, a la planta de los pies: esa parte bastardeada del cuerpo que es, en definitiva, la que está más en contacto con el mundo; el sitio mismo del apoyo; la base, en todos sus sentidos. Si la mirada del águila supone una consideración o una elaboración desde arriba (o sea, desde una altura capaz de disimular sus intereses en indistinción trascendental), la referencia a la posición de las ranas funciona analógicamente para dar cuenta que se trata de operar desde abajo. No se trata ya de la desaparición del sujeto a favor de una metafísica, sino de un cuerpo que, en su reconocimiento y su peso, remite a una posición determinada y a una voluntad; en fin, a una pasión que permita dar cuenta de la historia no como destino o continuidad sino como operación que ha de relevar los desajustes, desafíos, nimiedades, fallidos, triunfos e interrupciones que suponen las luchas en y por la historia, las luchas en y por las interpretaciones de la historia.
La contraposición metafórica implica también una distinción en términos de concepciones de verdad. La perspectiva del águila es una perspectiva superior básicamente porque se pretende única, unilateral y unívoca en el sentido etimológico: una sola voz, una única voz autorizada, legitimada por su altura, para elaborar un discurso que incumbe a multitudes. A esa univocidad, la imagen le contrapone el carácter innúmero, aunque en definitiva plural, de las ranas. De ahí también que haya que considerar cómo en cada modelo de historia subyace, más o menos explícitamente, uno de poder: esa figura del historiador que se disfraza a sí mismo en una imparcialidad imposible no será sino el discurso un modelo vertical, ascendente, rapaz. Es el discurso que muestra su indiferencia a los accidentes y las contingencias, como si hubiera por cierto un orbe de causas primeras y entelequias que no es sino el de la historia naturalizada. En su dimensión monológica, esa indiferencia suele incluir una indiferencia invariable a las hablas; al parloteo, digamos, de las ranas. Frosch-perspektive: la frase, tal como es utilizada por el propio Nietzsche en Más allá del bien y del mal (“De los prejuicios de los filósofos”, 2), es una apropiación de la terminología pictórica, referida a aquellas escenas construidas desde un punto de vista bajo, desde debajo de la altura de los ojos; así también la lee su lector francés, en tanto mantiene la analogía en la diferencia con respecto a posibles niveles visuales. Pero habría que ir más allá y considerar que el movimiento del águila supuesta a las ranas implica en definitiva un trueque subrepticio: de los ojos se pasa al oído; estalla, con las ranas, una suerte de coro (cualquiera que haya oído a las ranas alguna vez puede confirmarlo) extraño, tan extraño que definirlo como coro no puede tener sino caracteres de exageración. Al menos hay, en ese croar, una alternancia de interpretaciones difícil de reducir a un simple sistema o de decodificar según algún tipo de patrón de regularidad.
El historiador panorámico se construye entonces desde un par de ojos de largo alcance. Hay un ejemplo mayor en la tradición historiográfíca local: es el que ofrece Vicente Fidel López en su Historia de la República Argentina, cuando ya en los prolegómenos explicita el alcance de su tarea con una larga remisión de pretensiones originarias. El historiador hace la historia de la palabra historia; pero al ir en busca del origen mismo del fundamento (provisto del aparato etimológico correspondiente) no hará más que, por supuesto, inventar. Escribe Fidel López, desde la matriz: raíz Fid en sánscrito, Feid o Veid en griego, Video Vitrum latín. Que el vidrio destelle en el palabra “historia” le permite redoblar la interpretación y plantear, aforísticamente: lo que el ojo es al presente la memoria lo es al pasado; es decir, la memoria es un ojo (un ojo segundo, concebido en los términos del fisiológico y primero, aunque ya olvidado) que permite ver lo que fue. Pero lo que destaca fundamentalmente en la historia de la palabra historia que hace Vicente F. López es la ceguera positivista en la que está sostenida esa mirada, porque al señalar la relación historia — vidrio afirma una calidad de transparencia esencial entre su perspicacia y su objeto. En principio: su misma posición de clase se ha diluido… Entre el historiador y el pasado no habría más que un vidrio a través del cual es indudable que se puede ver cla-ra-men-te. Posibilidad de distorsión: nula.
El cró cró cró hace pedazos el vidrio historiográfico y decimonónico. En primer lugar porque señala que esta otra concepción de la historia tiene menos que ver con la mirada como núcleo de interpretación que con la materialidad misma de la lengua. El uso mismo de la lengua impide considerar la posibilidad de una transparencia decidida: en ella ya están inscriptas las diferencias, asimetrías, dominaciones, resistencias y posiciones que hacen a una sociedad. La onomatopeya señala en su brusquedad esta materialidad y la repone por necesidad entre aquel que opera con la historia y su objeto, definitivamente ya no como asepsia o neutralidad instrumental. Acá la confianza radical en la visión de largo alcance se enrarece, se enturbia, perturba y al mismo tiempo permite reconocer una posibilidad nueva, no ajena al efecto grotesco que se produce cuando, al chillido agudo del águila, señal de haber distinguido la presa, se le oponen las tonalidades disímiles, oscuras y en principio sin objeto del croar de las ranas junto a un arroyo muy difícilmente imaginable según las características de lo cristalino; o directamente junto a un charco, en proximidades de una alcantarilla o de un cangrejal como los de las costas de Ingeniero White.
Es donde quiere llegar hoy Atilio Miglianelli en su bicicleta. No es una “Bianchi”, como la que usaba a los 12 cuando trabajaba como repartidor de carnicería; esta es mucho más liviana, de aluminio. Miglianelli tiene 74 años. No recuerda exactamente cuándo inició esta costumbre de recorrer el pueblo, la costa e inclusive las afueras de la ciudad en bicicleta. En su relato, la percepción del arriba o del abajo, o las perspectivas del detalle y del panorama, se trastocan y mezclan; por ejemplo cuando da cuenta del por qué de sus viajes incesantes: “A veces pienso que soy la reencarnación de Marco Polo”. Aunque este sería sin duda un Marco Polo que logra hacer de una ciudad un mundo. De hecho, China puede ser para Miglianelli las cercanías de Cabildo, un pueblo a 50 kilómetros de Bahía Blanca y su destino ciclístico más lejano. El puerto de partida, Génova, sería la vereda de su casa. De ahí puede llegar a Persia, por el camino de la Carrindanga, un poco más allá del Parque de Mayo. Sus relatos en torno a sus hallazgos en cada viaje no pueden distraer la información que, tácitamente, ofrece con sus gestos y su misma apostura. Aunque con cada día que pase le cueste más subir el puente La Niña, en la energía de su pedaleo habría que leer la historia inscripta en sus pulmones: sus más de 18 años como buzo de DEMBA (Dirección de Energía Mecánica de la Provincia de Buenos Aires) en la Usina Gral. San Martín, una de sus mayores experiencias de trabajo. En esa época aprendió, como pensaba Nietzsche, que ir a las profundidades es garantía nula de ver. Eran las ocasiones en que se hundía para limpiar las compuertas de las entradas de agua de mar destinada a enfriar los condensadores de la Usina: “Acá en la ría no se ve nada. Nada de nada. Tenés que hacer todo al tanteo. Acá es preferible por ejemplo ir a cambiar una hélice que ir a buscar una cosa perdida. Vos sabés que está la hélice ahí: trabajás ahí. Acá hay que saberse las cosas de memoria. Acá es todo barro”. En su relato el cuerpo se trastoca: el lugar de los ojos está en las manos; es en el nivel de lo tangible en el que la memoria opera. La historia deja de ser producto de la visión; recupera la densidad de una respiración que se ha extrañado. Entre lo que anduvo abajo y arriba del agua, hay, en el cuerpo de Miglianelli, la memoria de por lo menos más de 60 años de este espacio.
Es evidente que lo que permite a Foucault leer a Nietzsche con y contra Nietzsche es su lectura de Marx. No hay mayor evidencia que la comprobación de que ese nombre, a lo largo de todo el ensayo, no sea pronunciado ni una sola vez. Es sin duda desde ahí y tal vez a su pesar que la perspectiva de las ranas pueda pasar, de su carácter negativo en Nietzsche, a su sentido positivo en Foucault. “Los alemanes jamás han tenido una base terrenal para la historia ni, consiguientemente, un historiador” escribe aquel con Engels tempranamente, hacia 1845–1846, para burlarse de una historia cuyo sujeto siempre es el hombre representado, el hombre pensado, el hombre imaginado y no, por el contrario, aquel de carne y hueso que, para hacer historia, en principio tiene que comer: “Al contrario de la filosofía alemana, que desciende del cielo sobre la tierra, aquí se asciende de la tierra al cielo”. En este sentido es probable que Marx, si hubiera alcanzado a leer la expresión Froschperspektive, antes que pensar en el dominio de la pintura la hubiera asociado en principio a sus lecturas entusiastas de Homero, más precisamente a la Batracomiomaquia; esto es, a esa épica contada no ya desde el mundo de los dioses, los héroes y semi-héroes, sino desde el ámbito de los batracios, los ratones y los cangrejos. Es la extensión del verso hexamétrico que recupera, en la disminución de sus protagonistas, la escala de los hombres de cada día; agujas transformadas en lanzas para los ratones, corazas hechas con acelgas verdes y resplandecientes para las ranas, pinzas de los cangrejos guerreros que intervienen en el final de la gran contienda, no ya de veinte años, sino de un solo y larguísimo día. Por supuesto, sería erróneo pensar que tal cambio de escala suponga alejarse de las políticas, los negociados y las confabulaciones del Olimpo; al contrario, si todo ese mundo se repone con mayor potencia, será porque aparece atravesado por los olores de las cocinas e incluye decisivamente las labores de cualquier tejedora. En el reacomodamiento de escalas de la Batracomiomaquia una misma concepción persiste: sea desde el Olimpo, sea desde un oscuro pantano, a la hora de armar un relato lo que se ha de contar es, siempre, una batalla.
No otra cosa le decía Gramsci a su pequeño hijo Delio cada vez que le contaba historias de animales. “¿Has conocido algún ser vivo nuevo para ti? Junto al mar hormiguean muchísimos seres: cangrejitos, medusas, estrellas de mar, etc. Hace mucho tiempo te prometí que te escribiría algunas historias de los animales que conocí de niño…”, le anota en una carta de 1932. Entonces pasa a contarle el relato que involucra el saber de la zorra que se pone al acecho apenas advierte que un potrillo está por nacer; el saber de la yegua que se pone a galopar alrededor del recién nacido para que no se aleje de su cuidado y la visión, en Cerdeña y a pesar de todo, de caballos sin sus colas u orejas tiernísimas. También añade, en la misma carta, de la primera vez que vio una zorra, una gran zorra, sentada tranquilamente bajo un árbol con su cola flameante, erguida como una bandera. Le dice que recuerda enojarse, junto a sus amigos, porque la zorra, a pesar de las piedras que le arrojaban, parecía no molestarse en absoluto, ni tenerles miedo: solo les mostraba los dientes. Pero recuerda también cómo de pronto se oyó “un tiro de verdad”. Ahí fue cuando la zorra dio un gran salto y desapareció rápidamente. Es, esto no lo dice Gramsci, como si la zorra hubiera leído, por ejemplo, el Anti-Dühring de Engels, o por lo menos este pasaje: “con esto quedará claro incluso para el más pueril de los axiomáticos que el poder no es un mero acto de la voluntad, sino que exige para su actuación previas condiciones reales, señaladamente herramientas o instrumentos, la más perfecta de las cuales supera a la menos perfecta” (sec. 2, cap. IV). Una zorra leída, entonces; o mejor: una lectura zorra que Gramsci le propone a su hijo. Estas fábulas y experiencias suponen siempre confrontación (“veo siempre dos parejas de mirlos, y unos gatos que los acechan para cazarlos; pero los mirlos no parecen preocuparse, y están siempre alegres y son elegantes en sus movimientos”), si bien también, simultáneamente y sin duda, saberes y herramientas, modos de relación y colaboración, como aquella del ratón ya no homérico sino soviético, capaz de concebir una verdadera piatilietca o plan quinquenal.
El archivo de relatos orales del Museo del Puerto de Ing. White, iniciado en 1992, funciona como una caja de resonancia de cientos y cientos de voces de vecinos y trabajadores de este puerto del sur de la provincia de Buenos Aires. No hay oído que pueda retener y recuperar todas esas voces a la vez. Para lidiar y potenciar cada una de esas versiones y matices es necesario considerar el valor de la disputa como dinámica de la historia, admitir que una comunidad se conforma a partir de sus tensiones, transitar la densidad compleja de la información de cada operación lingüística, desconfiar de la insipidez de ciertas categorías científicas y relevar los conocimientos prácticos que las exceden y, sobre todo, inventar cada vez las herramientas nuevas que permitan darles un valor de uso político. Ahí se pueden oír relatos sobre la construcción del muelle nacional en los años ’30; sobre la preparación de las sfogliatellas; sobre la época próspera de la pesca del cazón; sobre la labor de quienes cosían las bolsas de arpillera en los galpones de Bunge y Born; sobre la labor de quienes subían, por una lingada, esas mismas bolsas, aunque ya plenas en trigo, hacia la bodega de un barco griego; sobre las manos que se endurecen tras horas de pelar camarones en la cooperativa del Saladero; sobre el peligro de los cabos hechos de nylon para quien se mueve sobre el remolcador a diesel, no ya a carbón; sobre la yegua que vendió quien hacía el reparto de leche cuando, allá por los ’70, apareció el sachet y que, una tarde, meses después, volvió a relinchar en la vereda; sobre los castigos ejemplares con que un maestro imponía orden en la escuela Sarmiento; sobre los modos en que se organizaron los estibadores cuando la huelga de 1966; sobre los ingredientes necesarios para preparar una cazuela para mil personas, como la que prepararon los cocineros de los remolcadores entonces del MOP (Ministerio de Obras Públicas) cuando la visita de Evita en 1948, etc. A diferencia de la genealogía de Foucault, privilegiadamente discursiva, en el museo se trabaja para entrelazar y articular estas voces no sólo con fotografías y documentos sino, por supuesto, con cientos de objetos: palos de amasar, silbatos de práctico, tenedores de un cocinero de cantina, cuadernos de escuela, una botella de sidra intacta con la imagen de Perón y Evita en la etiqueta, una pala de estibaje, las tijeras de un peluquero, la tapa del disco simple con la marcha del Mundial ’78, etc. Se trata de configurar una base para una historia materialista capaz de reponer la totalidad, o sea, los mil niveles complejos que traman este presente que es, en definitiva, el ámbito temporal mayor del museo.
Apenas unos años después del relato del ratón stalinista, Delio le confiará a su padre su nueva pasión por la historia. Gramsci le escribe entonces: “Yo creo que te gusta la historia, como me gustaba a mí cuando tenía tu edad, porque se refiere a los hombres vivos, y todo lo que se refiere a los hombres, a cuantos más hombres sea posible, a todos los hombres del mundo en cuanto se unen entre ellos en sociedad y trabajan y luchan y se mejoran a sí mismos…” (1937). El pasaje radical de los cangrejos, las zorras o los mirlos a estos hombres en sociedad no lo es tanto; aún al traer a cuento una fábula y actualizarla como propaganda soviética Gramsci no hace referencia, por supuesto, sino a los hombres. Y ya sean las ranas metafóricas de Foucault, los cangrejos específicos y devotos que Miglianelli una tarde dio vuelta sobre la palma extendida de su mano o los figurados de la seudo-epopeya homérica, debería ser evidente que en ningún caso la referencia es a la naturaleza, sino a la naturaleza nada natural de las formas particulares del capitalismo, en el transcurso de cuyo desarrollo hasta la concepción misma de una naturaleza previa a la historia y la ganancia ha dejado de existir por lo pronto en este planeta. ¿Aún los cangrejos colgados con sus pinzas de un hexámetro repetidas veces milenario? En este pasaje de Gramsci no sólo está presente la disputa como fuerza de la historia, tampoco la declaración ejemplar de que contar la historia es hacerla, ni simplemente la algo simple posibilidad de concebir una comunidad homogénea, sino también el núcleo de una verdad obvia y tal vez por eso distraída: lejos de ser el relato de los muertos, la historia está hundida en las fuerzas vitales del presente; no hace referencia (en principio, diría Benjamin) sino a los vivos, y menos a lo que los vivos hicieron que a aquello que podrán hacer. Dos ideas usualmente concomitantes son puestas en ese pasaje en cuestión: por un lado, la del pasado como único dominio temporal adscribible a la historia; por otro y al mismo tiempo, la del pasado como un dominio temporal cerrado y exacto. Esto no podría ser de otra manera para quien supo concebir la historia simultáneamente como la historia del desarrollo de los instrumentos de la historia, dando a las operaciones teóricas y metodológicas un valor semejante al de la fabricación concreta de una herramienta que sirva para respirar, por ejemplo, entre 4 y 6 horas debajo del agua.
Entre los relatos del archivo del Museo del Puerto, que reponen una historia inevitablemente tramada por intereses y conflictos presentes, coyunturas constantes que niegan la posibilidad de hacer del pasado una conceptualización en términos de hermeticidad, está el Atilio Miglianelli dando cuenta de cómo, una tarde de 2006, sus recorridos hacia los cangrejales se vieron interrumpidos: “El alambrado me llamó la atención porque yo en marzo fui y no estaba. A mí me gusta explorar, qué sé yo. Yo venía lindando por Indupa, por el alambrado, del barrio mío, salí acá, venía por el costado de Indupa, me mandaba así, entraba al camino a Galván, de Galván me iba así, frente a Indupa cruzaba, que estaba Mega, y ya me mandaba. Pero ahora resulta que de Mega alambraron todo hasta el frente de la Prefectura. Con alambrado artístico. Ahora mi pregunta es… Yo fui igual, pasé porque entré por el lado de la Prefectura, yendo por el Club de Pesca, ya pude pegar la vuelta, que son como 600 metros. Mi preocupación es si ahí van a hacer algo, del momento que alambraron. Van a poner alguna otra planta. Ahí era todo relleno que la gente se iba a pescar y a bañar, porque era todo un frente de costa de unos 400 metros, donde por ahí veías el sol, o el cielo. Si te hacen una fábrica ahí ya no vemos más nada. Yo calculo por lo menos unos 600 metros, así a ojo de buen cubero. Se cerró de Mega hasta la entrada a la Prefectura. Yo iba mucho a la tardecita, tres cuatro veces en invierno, y en verano iba más seguido. Ahora me encuentro que de marzo, que no fui más, en junio me encuentro que está alambrada. Pero esos son terrenos míos también”.
Sería ingenuo colegir simplemente una opción binaria entre la perspectiva del águila y la perspectiva de las ranas. El propio Foucault comenta, por ejemplo, cómo el historiador de mirada aguileña termina en efecto arrastrándose, como un sapo más, a favor de alcanzar una lejanía que se le hará cada vez más lejana. Por lo contrario, cuando propone mirar de cerca (al sistema nervioso, los alimentos y la digestión), lo hace para separarse y retomar la distancia. Ese movimiento está implícito en una frase frecuente de Nietzsche, “histórica y fisiológicamente”, donde lo que importa es, decididamente, la sintaxis; esto es, el conectivo que relaciona, en un mismo nivel, fisiología e historia. Como si no fuera posible dar cuenta de la historia al margen de una atención demorada a la dinámica de los cuerpos, pero como si tampoco fuera posible dar cuenta de los cuerpos al margen de una atención demorada sobre el transcurrir interrumpido, fugado, digresivo, conflictivo de una historia que no va más allá de ellos sino que los atraviesa en malestares, simpatías, sueños incómodos, acidez estomacal o la amabilidad de una siesta, y por tanto se necesitara un vaivén de tensión constante entre la percepción de largo y corto alcance, al punto de que ningún relato en términos panorámicos sería confiable si no partiera de los datos concretos obtenidos de los cuerpos singulares y precisos, y al revés; como si se pretendiera dar cuenta del relato neoliberal en la Argentina de la década del ’90 sin incluir, o mejor, sin posibilitar o, mejor aún, sin que se vuelva necesario hacer referencia a la experiencia singular de Atilio Miglianelli, para quien un conjunto determinado de medidas económicas es efectivamente la experiencia concreta y social de enfrentarse a un alambrado que interrumpe, de un día para el otro, el espacio público en el que tramó su vida.
Por si fuera poco, un alambrado “artístico”. Al desplegar la historia de su lengua, Miglianelli acota: “No, no, un alambrado bien hecho, bien hechito”. El arte, como un saber hacer con herramientas y métodos adecuados, del otro lado.
S.R. / Ing. White, agosto 2006-julio 2007