ADORNOS DE CARACOL — Juan Laxagueborde

Victorica
5 min readSep 25, 2022

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Hace veinte años el escritor generalmente canchero Guillermo Piro dijo: “El mundo está por terminar, se nota”. Se terminaron tantas cosas, pero el mundo no. Seguimos acá, las cosas siempre se están terminando y permanecen. Por ejemplo, sigue existiendo Mar del Plata. Ahí están, cocoritos, el par de lobos marinos esculpidos en piedra, fondo final de cada recuerdo turístico, arquetipo de una Argentina permanente, mito fundante del derecho al ocio del primer peronismo. Pensaba que hay una conversación entre la solidez de las políticas públicas del gobierno de Fresco en los años treinta (que llamó al arquitecto Bustillo para delinear la nueva cara de la ciudad, con el hotel, el casino y la rambla donde canta el karaokista) y los souvenirs de los locales de recuerdos para turistas. Un mito es un recuerdo y un souvenir es un empujoncito para recordar y ponerse contento, para seguir. El caso emblemático es el de “El turista”, en la esquina de la avenida Peralta Ramos y la peatonal San Martín, justo dando con la playa Bristol. En sus estanterías conviven ceniceros, relojes, ermitas, posapavas, remeras, billeteras, pastilleros y adornitos a secas, confeccionados de una manera que el cliente ni se da cuenta.

¿Pero alcanza con esto? No, es verdad que de casi todas las cosas que compramos no nos damos bien cuenta cómo fueron hechas. Lo que pasa es que este tipo de cosas dan ganas de una superior: dan ganas de decirles objetos de arte, obras, formas de origen infinito sin que escapen a su función. La mente de quien diseña estos objetos está solapada por dos caracteristicas tipicas del arte amateur, florido y entusiasta que tanto nos gusta a tantos. Por un lado, aunque se justifican a sí mismos como objetos útiles, son más bien una rareza a escala de su precio (generalmente no pasan los 1000 pesos), pero una rareza al fin. Esto quiere decir: son más raros que útiles, cumplen más una función obstaculizadora de la conciencia que tranquilizadora de la ansiedad hogareña. Por otro lado, tienen una función democrática y perturbante a la vez, movilzante y enternecedora.

Equidistantes de este tugurio brillante de miniaturas y delfines de yeso, tuve el gusto de ver dos series de objetos que le ponian pimienta y sal a mis cualidades pobres de turista o de amigo, tan fastidiado sin razón, tan repetitivo y mañoso. Tamara Goldenberg estuvo en Mundo Dios un mes y armó una muestra en la salita especifica de la calle Genova, en el barrio de Punta Mogotes, donde mostró una serie de objetos a la manera de tapas de vinilo a doble faz, con sus bolsitas de nylon asépticas. Las imágenes de las tapas imaginarias para musicas que todavía nadie compuso venían de las flores, de los perros, del mar, del archivo general de la nación y de otros souvenirs locales: varias mañanas de su residencia paseaba por la feria de la plaza Dardo Rocha y encontraba distintas chucherías que tenían una doble condición, la utilidad universal de una lámpara, un imán de dos hipocampos o un tarjetero, pero la particularidad de significar vida náutica, ciudad feliz o perfume de aguamarina romántica descartado entre el entusiasmo de un turista cuando consigue lugar para estacionar. La gran pregunta del comprador es de dónde vendrán varios de esos objetos, más que nada si después terminan formando parte de un tugurio armado para la ocasión de la muestra de fin de residencia. De un lado, las tapas de discos, del otro los objetos. Imaginaciones y realidades ahi nomas, medio inmediatas.

rincón de la muestra de Tamara Goldenberg

A la manera de una etnógrafa tranquila de cosas y mentalidades, Tamara tuvo la paciencia de distinguir pedacitos de la memoria de la ciudad. En el bronce, en el plástico chino o en cierta nobleza de los materiales se parecían al mar, que es tan importante como el turismo pero es más difícil de comentar. Entonces el movimiento del mar, toda su vida permanente desde que el mundo es mundo, hace de souvenir popular gigante, luego reflejado en los productos del local “El turista”, en las ocurrencias de Tamara Goldenberg, en los objetos de las casas de la gente, en las caminatas de feria y en la muestra de Kami Koni en el museo MAR, TutuRú; especialmente la serie llamada “Herramientas con poderes mágicos”, varios ensambles hechos de objetos disímiles, como el moño o libélula a partir de un maple de huevos y una caña, rosado y verde.

obra de Kami Koni

La ciudad tuvo sus amantes y quejosos: Victoria Ocampo se pedía siempre unos pañuelitos de crema en la Boston y se reía de los niños. Horacio González recordaba con obsesión el cartel de Gancia del muelle, que luego decía Celusal y ahora Quilmes. Juan José Sebreli maldecía las picadas de las coupé Chevy por la avenida Colón y los boliches de la avenida Constitución por una supuesta barbarie evasiva. Las personas solemos tener opiniones sobre cuestiones y cosas innecesarias, al calor de ver la vida pasar, para tener algo para hacer. A veces directamente por amor a los movimientos del espíritu que pasan a ser propagandas con forma de póster de lo que queremos ser. De ahí la discusión sobre si hay que exponerse, si hay que “decirlo todo”. Una vez Hegel le daba vueltas a una idea y pensó en su abuela, en los mediodías de domingo, en la paz de la siesta y los juegos de jardin. Quiso poner “mi abuela chicha es una genia, nada mejor que sus buñuelos a cambio de nada”. El lacayo escribiente le dice “Señor Hegel, no podemos poner eso”. “Entonces pon”, dijo Hegel: “el corazón tiene la forma del proceso del amor sin deseo, tiene el escorzo pulido de un souvenir tibetano, que es el ancho del universo encapotado en un punto”.

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