AIRA SIEMPRE, JUNTO Y RARO — Agustina Gayo

Victorica
6 min readMay 15, 2024

--

En el año 2009 la editorial Beatriz Viterbo reunió las novelas de César Aira Cómo me hice monja (1989) y La costurera y el viento (1991) en un solo volumen. ¿Por qué juntas, por qué esas dos juntas?

Las dos parecen haber empezado desde antes de escribirse. Aira tenía un título para una historia que todavía ni había imaginado. La costurera y el viento empieza contando esto: Aira está buscando el argumento de una novela para la que ya tenía el título. Desde esta primera confesión, el autor intercede a cada rato en el desarrollo de la historia que ahora escribe, según nos cuenta, en los cafés de París. Nos cuenta que el soplo de la imaginación lo arrastra cuando no se lo ha propuesto, o mejor, cuando se ha propuesto lo contrario. Cuenta también de un sueño que tuvo y cómo, en un estado de medio dormir, se apareció el argumento. ¿El que esperaba? No se sabe, pero algo tenía que haber para ese título que venía guardando. El relato se siente siempre en presente. Nos mete en los laberintos oníricos de los olvidos más libres: los de los sueños. Los que nos enfrentan a la duda sobre lo que se recuerda. Aira sostiene que “el olvido es una sensación pura”.

Algo de la memoria parece juntar a las dos novelas, pero ¿qué clase de memoria? Estas historias reunidas conversan con los recuerdos y los olvidos en formas particulares. Cómo me hice monja empieza con el recuerdo de un comienzo. César, la niña de 6 años que protagoniza la historia, dice que lo puede reconstruir con detalles porque está en el inicio de su memoria. Y la memoria, para ella, es perfecta. Tal vez por eso dice que este recuerdo inicial continuó siendo, ininterrumpido en el tiempo. Es el avance de la historia: cómo se hizo monja. ¿Qué es hacerse monja? ¿Morir? No.

Después nos enteramos de que la perfección de la memoria de la niña César pasa por la oscilación entre lo que se repite y lo que cambia. Se da cuenta de esta mezcla cuando pasa el tiempo sola con su mamá mientras su papá está en la cárcel. Es la radio la que en esos días la “ayuda a vivir”. Los programas, las publicidades o las locuciones se repiten, pero algo de lo que esa programación contiene está cambiando día tras día. Así, la memoria perfecta calma la rabia de que todo comience cada vez. Tal vez haya que decir esto como un susurro: la memoria perfecta de César también se compone de ciertos olvidos.

Uno es cuando visita a su papá a la cárcel y después de meterse por unos lugares raros termina perdida en un espacio de un metro por un metro al que llama un “cuadrado de cielo”. Pasa la noche sola ahí. No sabe cómo llegó ni considera la posibilidad de volver sobre sus pasos. Sus padres siempre le decían que “había ido demasiado lejos”, nunca que “había vuelto desde demasiado lejos”. La niña César piensa: “seguramente porque de ahí no se volvía”. Los otros olvidos de su memoria están en ese reservorio previo al inicio de la historia de cómo se hizo monja, que empieza cuando prueba el helado por primera vez y no le gusta. Ese es el día en que llevan preso a su papá porque mata al heladero después de comprobar que no era que a César no le gustara el helado de frutilla: ese helado estaba en mal estado. La niña se intoxica y pasa meses internada en el hospital. Dice ella: “antes de eso, no hay nada”.

Olvidos presentes y recuerdos ausentes, ¿debería ser al revés? No, y esto no se trata de la forma en la que tiene que ser, porque no la hay. En la literatura de César Aira no hay un derecho que habilite ningún revés. Olvido y recuerdo están fusionados en una mezcla que usa los maquillajes y artificios de la desfiguración y el desplazamiento para continuar siendo mezcla, para no perderse en una integración ilusoria.

La costurera y el viento empieza con un título que busca su argumento y continúa con Aira escribiendo una historia que se mezcla en una batalla que dice perdida: la de la pura invención del alma. El argumento que busca se aparece en un sueño y después se desvanece en un olvido. Y además sabe que, más allá de cualquier olvido interpuesto entre su vida y él, la realidad (o el pasado) contaminan cualquier historia. Así es que, entregado a la contaminación, reclama las huellas de los acontecimientos. Su argumento se forma sobre un motivo biográfico que inicia con un juego de chicos y se desenvuelve en la forma de varios viajes hacia la estepa patagónica. Un Aira de 8 o 9 años de edad y su amigo Omar jugaban a darse miedo dentro de un camión. El vértigo de los hechos comienza con una sucesión que, dice, se vuelve simultaneidad. Hay una superposición en la que, de repente, sin saber cómo, el tal Omar no está más. La gente de Pringles lo busca y empieza el viaje del encuentro, que se bifurca en viajes sucesivos de varios de los vecinos del lugar.

Pringles es también un punto de conexión entre las nouvelles: César, en Cómo me hice monja, dice no guardar memoria alguna de este sitio y es ahí donde se desencadenan los hechos de La costurera y el viento. Entonces: la primera implica la anulación de Pringles (o la mención de una anulación), porque César manifiesta su falta de recuerdos respecto de ese lugar. Por eso la historia empieza con la mudanza a Rosario y el hecho inaudito de probar ahí el helado junto a su papá. La segunda da a Pringles el lugar de base de la cual se parte y al que se vuelve, siendo el inicio y también el punto de referencia del pueblo y la vida en familia. Es, por un lado, el lugar al que Aira vuelve escribiendo La costurera y el viento desde París como si estuviera en un café del barrio de Flores. También es, por algún otro, el lugar que César solo recuerda (si es que es posible hablar de recuerdos de César sobre Pringles) durante un período de intoxicación producto del helado que prueba en ese primer momento, fundante de un recuerdo continuo. Son varios episodios delirantes los que narran este rapto de invención respecto de Pringles, lugar casi mítico para un César de 6 años que, a pesar de su perfecta memoria, o a causa de ella, ha perdido recuerdo interponiendo el olvido. Son días enteros y respetados los que pasa en el hospital después de esa intoxicación seguida por médicos anunciando un milagro. Dice ella en esos días: “mientras mi cuerpo se retorcía en las torturas del dolor, mi alma estaba en otra parte, donde por motivos distintos sufría lo mismo.”

Las novelas están juntas por algún motivo que es como ese helado que para la niña César junta el inicio y el final de su vida. Las gotas de frutilla que caen derretidas desde su codo y le salpican las rodillas terminan metiéndose en sus ojos y haciéndole ver todo rosa. Es como el sueño de Aira y el olvido del argumento buscado. Para él, lo mejor de la escritura.

--

--