AL HILO — Tamara Rutinelli

Victorica
15 min readApr 10, 2023

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1. ECOS

¿En qué cuerpo puse las palabras? ¿En qué palabras el cuerpo? Yo, que se lo voy a contar todo. Bato tres claras y corto una cebolla, canto para no llorar. Pienso mezclarlo todo a ver qué pasa, con una pizca de pimienta y otra de azafrán. Mamá diría, dijo, dice, estaría diciendo, habría dicho: es un zafarrancho. N. Ulla (“Urdimbre”)

Nunca vi tejer a mi abuela. Menos todavía bordar, aunque unos almohadones de terciopelo con rosas y pensamientos multicolores registraran sus habilidades de bordadora remota. Sí frente a la Singer de Evita, que traqueteaba ante el impulso de sus pies de costurera barrial. Me pedía que enhebrara el hilo en la aguja, porque no podía enfocar. Los ovillos de lana la miraban aburridos desde una bolsa ubicada junto a la máquina de coser. Una siesta los robé para tramar una tela de araña en el living: iba de extremo a extremo, a lo alto y a lo largo, y obligaba a agacharse, andar en cuatro patas, levantarse y saltar, para llegar a la puerta de calle. Todas cosas que mi abuela, no podía hacer. No recuerdo cómo terminó la travesura. Mi abuela no castigaba, pero amedrentaba con historias inventadas sobre el precio de la curiosidad y la audacia.

Mi mamá no tejía, no tenía tiempo. Corría del negocio a la casa, de la cocina a la escuela. Sin embargo, entre juguetes perdidos y fotos viejas, apareció hace unos meses un pullover diminuto que reescribió la historia doméstica. ¿Y mi papá? ¿Tejen los padres, los abuelos?

A pocas cuadras de donde viví hasta no hace mucho, había una lanería, “Lanera Platense”, donde se reunían a tomar clases de tejido un grupo de señoras. Yo entraba embobada a mirar las madejas, desplegadas en enormes estanterías sobre las paredes, como en otro tiempo las latas de galletitas en los almacenes, o las carameleras de vidrio en los kioscos. Extensas superficies de color, cuadros vivos, combinaciones móviles. Una imaginación y un arte puesto al servicio del comercio, en función de un placer compartido que hacía de pedazos del mundo, parques de diversiones transfigurados. Texturas intercaladas, conjuntos irregulares de hilos apretados contra un fondo de cotilleos de zaguán y golpecitos de aguja.

Sobre el mostrador de vidrio que exponía la cajonera con las cintas, los botones, los cierres y los parches, se apilaban las revistas de tejido que enseñaban los puntos y cerraban con papeles marrones de moldería desplegable. Esas revistas entraban en el género de las manualidades. Un arte menor.

¿Qué es un “arte menor”? Un arte chiquito, que aunque congregue a millones y se multiplique hasta el infinito, es más bien invisible. Se desmarca de lo institucional y se destina al ámbito de lo privado, con la marca de lo afectivo: desde un portarretrato hecho con palitos de helado, a un posapavas de macramé, un ratón hecho con caracoles, un saco de lana, un florero de cerámica.

Ese cruce entre lo afectivo, lo privado y la actividad manual, reunieron durante siglos la cocina y el cuarto de costura, delimitando un espacio femenino para el anecdotario familiar. El rumor que emergía de esas habitaciones, era también el de los secretos y el de los anhelos, que son recuerdos al revés.

2. URDIMBRE: Conjunto de hilos colocados en paralelo y a lo largo en el telar para pasar por ellos la trama y formar un tejido.

El que venía caminando en dirección contraria se asombró de verla entera. Ese no le dijo más que -qué bien armada que estaba-, como por azar, y ella, como por azar, le contestó que le había costado mucho esfuerzo. Otra vez hubo desconcierto, pero con sorpresa. Ya no eran los otros desacuerdos, que la despedazaban pensando en los porqué.

Se preguntaba si continuaría entera, o armada, como le habían dicho. Si lograba eso, dejaría de probarse por ese camino donde parecía que los brazos habían detenido su antiguo crecimiento. N. Ulla (“Urdimbre”)

“Tiene lana para tejer y un cuerpo que desteje noche a noche”. Así comienza “Urdimbre”, de Noemí Ulla, publicada en 1981 por Editorial de Belgrano. Esa primera oración me remite a una tejedora compulsiva, Penélope, que lo que teje durante el día lo desteje durante la noche, no tanto como forma de una espera (en su lectura más transitada) o de un ardid contra sus pretendientes, sino como operación creativa de la propia historia y del quién soy cifrado en los relatos ajenos. Narrarse y desnarrarse usando las manos, poniendo en juego el cuerpo en la representación y en el acto de representar. En su versión extremada, Aracné convertida en araña por Atenea, se hace una con la tela: el hilo sale de su propio vientre, es una extensión física de sí misma. “Urdimbre” narra, desde esta perspectiva, contra la idea de una razón unificadora, lineal. El centro se desplaza y se multiplica irradiando sentidos cifrados en lo sensorial: percepciones sueltas de un presente que rompe con lo teleológico de la historia y el relato de lo grande que se quiere grandioso. No hay progresión, sino escenas aisladas, algunas puestas en el ojo de la araña que ve desde un rincón de la casa, panorámicamente, otras desde el cuerpo, desde alguna de sus partes, como si hubiera algo que contar en el modo en que cada miembro se relaciona y urde con el mundo: son las peripecias del cuerpo.

En la fachada del texto, un epígrafe de Macedonio Fernández. A esta filiación voluntaria con una tradición narrativa que juega con la descomposición, se me ocurre sumarle la de Felisberto Hernández y la de Armonía Sommers, que en “La mujer desnuda” inicia la narración con un cuerpo separándose y luego dejando atrás lo que hasta hace un momento podía figurarse como su cabeza. En “Urdimbre” los pies tienen vida propia, los ojos, la piel que a veces se puede sacar, como hacen las víboras, las piernas, la cara, la nariz, los brazos, los labios. Entre todas estas partes sueltas, se va tramando el relato, a favor de la contrariedad y un orden hijo más del azar que de la voluntad controladora. Es un juego, es también, otro parque de diversiones, como si la autora nos insinuara que creación y control se llevan de los pelos, que en el hacer hay que dejarse hacer para darle lugar a lo que acontece.

En ese tejer y destejer constante, se escribe la urdimbre, donde las percepciones globales aparecen destramadas para dar lugar al mundo de las sensaciones autónomas. Todas estas pequeñas historias son íntimas. Son difíciles porque no tienen traducción social. Y son sin embargo, la materia de la que está hecha una vida.

3. EL TAPIZ

No se unía al ruedo de los poseídos aún allí donde las más ávidas (…) permanecían ociosas esperando la suya. Era aquella una particularidad que no merece ser silenciada. Destinada a los placeres, más había en sus gestos la marca del dolor (…). M. Roffé (“El tapiz”)

Cuando pienso en “Urdimbre”, se me viene a la memoria otro texto, publicado por la misma época, 1983, en Ediciones Tierra Baldía, la editorial dirigida por Rodolfo Fogwill. Me refiero a “El Tapiz”, escrito por Mercedes Roffé, bajo la autoría apócrifa de Ferdinand Oziel, de quien en el posfacio, otro apócrifo, J.R.B., nos revela sucesos de su vida y su obra: se trataría de un pintor argelino nacido en 1876, maldito y censurado.

“El tapiz” es, según cuenta Roffé en una entrevista, un poema ecfrástico. Como écfrasis, representación verbal de una representación visual, continúa con el juego de máscaras y escondidas: sería la traducción verbal de una obra visual que no existe. El mismo posfacio tematiza la pregunta por la obra, de la que derivaría o a la que estaría destinada como apuntes para un proyecto. Esta idea de origen devenida en resto, se formaliza a su vez en la referencia a las transformaciones del libro en las sucesivas ediciones: a una primera edición de 1906, compuesta con los fragmentos recuperados tras la muerte de Oziel, le seguiría otra mutilada por la censura, de 1910, correspondiente a la que nos habría llegado en la edición al cuidado de Roffé, disfrazada de filóloga.

El texto, tal como habría referido el propio autor en una carta de 1901, tiende a la ilegibilidad. Como un tapiz gastado por el tiempo, en el que las escenas bordadas ya no se ven, no pueden distinguirse con claridad. Esa ilegilibilidad es el resultado de su condición fragmentaria (incluso dentro de un mismo párrafo hay cortes, omisiones señaladas por marcas gráficas que dan cuenta de una pérdida) y un esteticismo decadentista, sensualista y saturado. La lectura transcurre dando saltos desde el párrafo inicial en el que una monja loca, “desgarra sus hábitos en honor de la Prostitución y teje con sus jirones mantos de sedas enlutadas que ella misma borda con sus manos ajadas de fregona de convento”. El acto blasfemo sucede a la vera de un lago, bajo la luz de la luna, en la noche. La clandestinidad y la desobediencia. Lo críptico traduce lo vedado, lo reprimido. Los fragmentos desarrollan, sin continuidad, detalles mórbidos con un lenguaje arcaizante, al mejor estilo de un Huysmans o de un Lautréamont.

Pienso en las hermanas Procné y Filomena: Procné está casada con Tereo, juntos tienen un hijo, Itis. Tereo se enamora de Filomena, la viola, corta su lengua y la encierra. Filomena borda en un manto lo que no puede decir y se lo hace enviar a su hermana a través de un esclavo. Procné la rescata y juntas urden una venganza: matan a Itis y se lo dan de comer a Tereo.

En “La página en blanco”, Isak Dinesen, otro disfraz (la autora es Karen Blixen), una anciana que dice haber aprendido el arte de la narración oral de su madre, y esta de su abuela, hasta muy atrás en la genealogía materna, cuenta la historia de unas monjas hiladoras que exhiben en las paredes de uno de los recintos del convento, enmarcados, una serie de mantos realizados por ellas y entregados a las familias poderosas de la región. Cada uno de los mantos, conserva una mancha de sangre: es la sangre de las jóvenes desposadas de esas familias, el recuerdo de su noche de bodas. Cada cuadro cuenta una historia. Pero lo que el relato de la anciana destaca es el silencio, lo que no se puede decir, y la más enigmática de todas las telas expuestas: la única sin rastro de sangre. Así remata: “Y es frente a ese pedazo de puro lino blanco donde las viejas princesas de Portugal, reinas, viudas y madres con experiencia de la vida, con sentido del deber y con una larga historia de sufrimiento, y sus viejas y nobles compañeras de juegos, doncellas y damas de honor, permanecen de pie más tiempo. Y es frente a la página en blanco donde las monjas jóvenes y viejas, y la propia madre abadesa, quedan sumidas en la más profunda de las reflexiones.”

En estos ejemplos, la palabra género, entrelaza referencias semánticas: la tela, la identidad y un modo específico (huidizo más bien), de decir. La tela enuncia y denuncia, un lugar en el mapa social, que reúne cuerpo, sangre y más que pecado o infracción, que configura la perspectiva del poder, insumisión. En todos estos ejemplos importa menos lo cercenado en la lengua o el modo en que ese poder ejerce una forma de proscripción, que el modo en que una vida encuentra nuevas formas de expresión, de expandirse y de tramar con otras vidas, instaurando otra organización de los sentidos, los saberes y los afectos. Este nuevo orden que transforma lo negativo en positivo, repite una y otra vez: primero fue, no, será el cuerpo.

4. ARTE MENOR

Costurerita que siempre da el mal paso, tu hilado es necesario para coser las partes de un nuevo sujeto: ¡Que el espantapájaros nos salga poeta! Mejor aún: una Oliveria descocada, un poco tartamuda y vagabunda. M.P. López (“Quipu: nudos para una narración feminista”)

En las “Las tretas del débil”, Josefina Ludmer analiza la respuesta de Sor Juana Inés de la Cruz a la carta de reconvención de Sor Filotea, otra máscara, por inversión (se trataba del Obispo de Puebla). Me interesa la palabra “treta” y eso que señala María Pía López en “Quipu” sobre la encerrona que la categoría de víctima hace a la subjetividad, y las trampas de inscribirse en una lengua de la denuncia. En este sentido, si alguno de los textos mencionados polarizan, trazan territorios de exclusión, lo hacen únicamente como punto de partida. Luego, se tiran de cabeza o mejor, nadan, patalean, juegan, hacen dibujos en el escenario que construyen: un bricolage, un tejido hecho con retazos, objetos de la vida cotidiana, sensaciones, ideas, deseos, recuerdos y sobre todo, placeres.

A Sor Juana la leí en la escuela. Había visto la película de María Luisa Bemberg, “Yo la peor de todas”, y nos dieron a leer su famosa redondilla “Hombres necios…”. De sus textos, al igual que de los de otras monjas, asombraba el cruce entre lo profano y lo sagrado, la sensualidad en la descripción de unos amores que se pretendían místicos, incorpóreos. A esa recurrencia, agrego una ocurrencia: el poema está escrito en redondillas, un “verso menor” o “verso de arte menor”. Menor , como el género de las cartas, los diarios, las autobiografías, escrituras transitadas por esos sujetos de minoridad que fueron las mujeres durante siglos. Los versos de arte menor estaban destinados a lo popular, a temas no heroicos. Pienso en las manualidades, y en como una literatura y un modo diferente de contar pueden saltar los cercos del hábito y la reconvención para inventar un objeto nuevo, acorde a las experiencias clandestinizadas.

El texto de Ulla, lo mismo que el de Roffe, son gozosos y proliferantes. Tienen también algo de tela de araña en el living: roban, usurpan y traman como parte de un juego, con paciencia y con risa. Si no son sexualmente desenfadados, por su propia oscuridad, que nos dice en todo caso que no son llanos los placeres, sí son descocados, en el sentido de que pierden la cabeza. Para eso cortan los hilos de lo que comprime, y los sustituyen por otros: ante la asignación institucional y la orden de la ley, la transgresión y el desorden del hambre. Así, frente al matrimonio del personaje de “Urdimbre” aparecen los amantes, frente al celibato de la monja de “El tapiz”, la prostitución. Frente al sentido que la progresión asimila, el fragmento discontinuo, la sorpresa de lo que pierde y desorienta. Tejen y destejen con un hilo de saliva la narración de un cuerpo, no para decir qué es, sino para conocerlo en sus accidentes, para saber si se puede nombrar, o mejor, para dejarlo entrar, hacer, y que escribir sea su experiencia erótica. Si una escritura de la experiencia no siempre es una escritura experimental, la de estos cuerpos lo es. Y digo “cuerpo” como lo que será. No hay una corporalidad fija, sino hallazgos momentáneos y fugaces: si se posee algo como propio y como totalidad, es en el orden de lo fulgurante, que se apaga, muta y se pierde. Acá el cuerpo es un desvío, algo que se desparrama. La memoria es un ejercicio, como tejer, no su obra.

5. LOS HILOS DE LA CALLE

Fue la bordadora del viejo San Telmo / La que vino al patio del Restaurador, /Cantaron guitarras y bajo el rebozo / Sus negras pupilas lloraban de amor. / Y fue en San Ignacio que oyó serenatas / En cada vihuela lloró una canción, / Y mientras bordaba las rojas divisas / Cantaba por ella, la Federación. H.P. Blomberg (“La bordadora de San Telmo”)

Alguna vez intenté tejer, también bordar. Para lo primero, miré algún tutorial (corto) de Youtube. Necesitaba ocupar las manos en algo mientras miraba películas. Fue un fracaso obstinado hijo de la ansiedad y del triste fare tutto. Para lo segundo, me valí de la intuición. La única y última vez que bordé, me pasé del otro lado: hice del bordar un sacrificio, especie de promesa sin dios, durante un viaje de casi 50 horas en colectivo. Era el regalo para un novio en vías de extinción. Entre una artesanía y la otra, debió madurar la idea de que manipular hilos implicaba entrar en una relación directa con el tiempo, que había que dedicarse, que en tejer o bordar existía un ademán afectuoso para la memoria, un acto de cognición sensible.

¿De qué está hecho un telar? El pensamiento adopta metáforas para describir sus mecanismos abstractos de elaboración. Cuando Agnès Varda traza una genealogía de la recolección en “Los espigadores y la espigadora” (2000) y en “Dos años después” (2002), nos enseña cómo las prácticas consolidan modos de pensar a través del tiempo. Al correr de la película, inclinarse y recoger cosas del suelo se convierte en un acto cognitivo. La cámara es una extensión de la mano: Agnès recolecta imágenes de recolectores y en lo que se acumula va avanzando la narración de un sentido común. Hay pensamientos que son como caminar, otros como cocinar, otros como adivinar constelaciones en el cielo. Materiales y procedimientos afectan una concepción del vivir. Quien teje despliega el pensamiento en extensión, sin jerarquías, va trazando una red que conecta puntos de significación horizontal y multidireccionalmente. No hay eje, ni estructura arbórea. Los límites son hijos de una detención caprichosa, el tejido podría no tener fin. Las puntadas van acompasando, marcando un ritmo que es el del tiempo del vivir que coincide con el del pensar. Quien teje se aboca físicamente, posturalmente a la acción que produce a través del movimiento de las manos. Quien borda, piensa de manera delimitada, abocándose a la representación del objeto, donde texturas, colores, direcciones, sustituyen las palabras, como si los hilos se ocupasen de explicarnos qué es una flor, un árbol o una cara. Quien teje y quien borda se dedica, porque considera su actividad una forma del cariño. Es y no es una acción dirigida a un otrx, como cuando se compone una canción o se pinta un cuadro, pero más cercana a la práctica familiar, al cocinar o al poner la mesa para lxs amigxs. En estas actividades el afecto se apoya en la técnica, sin la mediación de una autoridad real o simbólica que suponga posicionamientos. Como arte menor, quiere ser un arte sin ley.

Como modo de habitar, de experimentar el tiempo y de darle curso a las emociones, esta práctica puede trasladarse a otros lenguajes y adoptar sus metáforas, no sólo como reivindicación política de una actividad femenina, sino también de un decir específico, que entiende las memorias personales a la luz de las transformaciones sociales. Pasar la costura, el bordado o el tejido del ámbito doméstico a las calles, es darle extensión territorial al cuerpo. Una olla popular, no es sólo una respuesta organizada y de emergencia frente al hambre, puede ser también una conquista, una ampliación del concepto de familia y una forma de autonomía social.

Intento recordar cuándo fue la primera vez que vi banderas bordadas en una manifestación política. No estoy segura. Googleo “mujeres bordadoras”, “bordadoras feministas”, y me aparecen cientos de resultados. Aparecen también, en el marco de las economías populares, ejemplos de resistencia indígena, barrial y militante como el de las tejedoras del EZLN. Recuerdo una manifestación frente al Congreso: un manto larguísimo desplegado sobre la plaza, hecho con cuadrados verdes cosidos entre sí, cada uno bordado con un nombre o con consignas. Sentadas de un lado, un montón de mujeres trabajando con las agujas. Del otro, un montón de personas caminando, leyendo los nombres como si observáramos reflejos en el lecho de un río. No quiero especificar, porque esta escena se repite en diferentes marchas y lugares, que unas veces son los nombres de las muertas en abortos clandestinos, otras las muertas en femicidios, otras son consignas políticas, mensajes o brevísimos relatos, otras nombres de desaprecidxs por la dictadura militar. Puedo situar las últimas dos veces que vi estas obras colectivas y anónimas en las calles: una fue en San Luis, en octubre del año pasado, sostenida por cuatro adolescentes, en el marco del Encuentro Plurinacional, y la otra, hace unos días, en Avenida de Mayo, para el 24 de marzo.

¿Pero qué significa bordar un nombre en una tela, bordar palabras en vez de objetos, no dibujar sino escribir? Si antes los hilos sustituían la voz y el tejido tramaba en la representación lo que la lengua no sabía o no podía decir, ahora se sirve de un lenguaje común, se apropia del discurso de los otros y lo reinventa materialmente. Del lado de la palabra no existe ya una forma huidiza, líada de la lengua, porque la calle reclama el filo y la contundencia del grito, del golpe de tambor. Una consigna puede ser confusa, pero nunca oscura. Pero si un nombre propio establece una referencia contundente, lo hace únicamente por su exclusividad. Porque un nombre propio es también una experiencia inasible, una grafía sin traducción social, que requiere si no de otros modos de decir, sí de otros soportes. Intento imaginar a la persona que se sienta durante horas a tramar ese nombre, en lo que piensa mientras los ojos atienden a la superficie de la tela, en lo que pasa con su cuerpo mientras da putada sobre puntada, mientras se sostiene la aguja, se enhebra el hilo. ¿Cuál es su vínculo con ese nombre, con la persona que invoca? ¿Por qué no escribirlo con un marcador o pintarlo con un pincel, por qué bordarlo? En esa elección existe una redefinición de la manifestación militante, de lo público y de los cuerpos, que hace del amor un componente enfático y de la intimidad una experiencia política. Esta redefinición arrastra del hogar materiales y técnicas, otros soportes. Como elección es reflexiva, no es gratuita, no se quiere veloz ni al pasar. Leo que la palabra “reflexión” viene del latín “reflexio”, que significa “acción de volver atrás”. También que en Física, significa “acción o efecto de reflejar o reflejarse”. Me pregunto si bordar no será también una forma de recordar hacia adelante, de situar un tiempo para no perderlo en el tiempo que será. El presente quizás esté hecho de cosas como estas.

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