Alejandro Rubio escribía para adelante, negando, en contra, tomando mate, fumando y mascullando para equilibrar la expresión, para hacer algo con el resentimiento, como decía Masotta. Para redimir en el arte la ira, la injusticia y la literatura mala. A veces descreía de todo esto, de las misiones y funciones, de los para qué. Entonces parecía que su ámbito literario era el humor, reírse de todo, del poeta, del lector, del libro, de la familia, de la política, de la amistad, del sexo y de la religión. Tensión política, justicia, humor, moral y verdad puede que hayan sido las facetas que fue formando y deformando para dar con los versos justos y dejar siempre una parte del lado imperfecto, mugriento, que retomaba luego para seguir escribiendo desde ahí. Supo ser un asceta del verso barroco pulido, un formalista de miniaturas, un musical, un tratadista de sentencias ajustadisimas, un cronista de lo que se pudre. Frente a la lírica y la belleza sin errores, a las que detestaba, escribía hacia la verdad. En el fondo creía en ella pero, como solía enseñar, cuando estaba a punto de agarrarla la aplastaba para salir del encanto. Este poema de Sobrantes grafica lo que me parece, se llama “Lapsus”:
Como el niño que ante la psicóloga
traza dibujos opacos que para ella revelan
el núcleo precioso de sus conflictos,
César pronunció la palabra y retrocedió.
Silencio en la mesa, rápidas miradas
al reloj de pared que marcaba la una;
sobre la inquietud el tiempo volaba,
un águila llevando entre sus garras
hacia su nido recóndito el cordero de la verdad.
Fue también un polemista de los que ya no hay y un ensayista sui generis, con ideas sacadas de un análisis político y estético por igual, manchados uno sobre el otro. Sus reseñas en la revista Inrockuptibles, los ensayos en Mancilla y las intervenciones bajo el seudónimo Maiakovski en los blogs forman la estructura perfecta de un estilo que se descubre al interior de esa manera crítica, de la que no es fácil decir qué formaba pero sí qué desmontaba. Hacía valer una lengua rota porque lo real estaba roto. No creía en el habla sagrada. Parecía tolerar el dolor en su justa medida.
Una noche, en algún tipo de festejo en un departamento, jugábamos al “Dígalo con mímica”. La particularidad era que los temas a imitar eran libres, no se trataba de películas, sino de cualquier escena que se nos viniese a la cabeza. En un momento me tocó hacer la mímica a mis compañeros de grupo para que adivinaran y Rubio era el encargado de dictarme lo que tenía que hacer. Me apartó del grupo, se tapó la boca con la mano derecha, se acercó a mi oído y me dijo: “Ir un domingo a la mañana a comprar una torta de ricota a la panadería”. Supongo que la naturaleza de ese enunciado indica bastante el tipo de frases, de ideas, de escenas que Rubio construía: una mezcla desbalanceada entre luz y oscuridad. “Nueve partes de oscuridad y una parte de luz”, le oí varias veces recetar a la hora de pensar lo que él mismo escribía. Tal vez por esto no puedo dejar de escuchar su voz mientras me decía la mímica y de entender la indicación en medio del juego como una condena, como si en esa escena cotidiana estuviese la piedra en el zapato de la vida tonta que llevamos sin darnos cuenta, una especie de alienación inofensiva que advertimos cada tanto pero que está presente hasta en los hechos más tranquilos. Así como está occidente, la historia, la Argentina, Buenos Aires y todos nosotros, así como estuvimos y estaremos, parece decirnos Rubio, comprar una torta de ricota un domingo a la mañana puede ser un evento diabólico a descifrar.
Rubio le dijo una vez a Mariela Gouiric que la poesía trata sobre lo que anda mal. En esa definición, prácticamente una doctrina, se levantaba su sistema de poleas moral, su “realismo moral” como decía. Es así que su lucha era contra todo realismo que no viese en las cosas unos fantasmas patéticos, un atontamiento que sus personajes sufrían cuando no ignoraban. Cultivaba un humor destructivo, que está presente en casi todos sus poemas, acompañando sardónicamente a la obra general, en la que no creía del todo pero a la que reconocía como propia, mental y enferma. De ahí que la autoconciencia de Rubio sabía avanzar sin conocer el retroceso, con una fuerza enclenque autodirigida, como un pintor minimalista que arruina la perfección con colores sacados de una paleta tropical y una pasada de pincel gruesa, chorreante y asquerosa. Quiero decir que Rubio sabía manejar sus propios hilos y subirse el precio luchando contra algunos lugares comunes a los que les cortaba una pata. ¿Realismo social? Nunca. ¿Resistencia? Nunca. ¿Buenismo? Nunca. ¿Romanticismo? Nunca. Nada de eso pero sí afirmación de la poesía como parte de una vida social en total dañada, compuesta de moralistas, solemnes, sublimadores y tantos más, como anota en el epílogo de La enfermedad mental. ¿Pero no era Rubio un moralista? Era parte de la cuestión moral, entraba y salía. La discutía con la certeza de estar bañado de ella, sin afueras. Sabía interrumpirla como nadie y se reía maliciosamente sobre la primera plana moral. Perteneció a algún espacio más lateral, a un moralismo disolvente porque también era un francotirador, un solo. El último justicialista o el primero. De ahí que cuando decía “moralistas” parecía estar haciendo el último movimiento de su dialéctica del mal para negarlo todo y dar paso a una afirmación de igual manera oscura: Rubio solo creía en ese lema peronista tallado en piedra: “La felicidad del pueblo”. Era misántropo hasta las más geniales ocurrencias, porteñísimo y jodón con todo, pero ante ese enunciado se ponía serio. Lo último que publicó fue un relato que se llama Moral y que termina así:
Aún como moralista fracasado estas páginas pueden no haber sido en vano si no pierdo el pulso y me abstraigo del dolor de mis dedos y planteo un desenlace, lógico, conclusivo. Aún si ahora, creyendo estar en mi casa frente a mi máquina, creyendo ser yo, no soy más que un espantajo atrapado en las fauces del caos para que otro que se animó a demasiado me presencie como un objeto más en la vorágine de lo temible, sigo sintiéndome por dentro, con todos los recuerdos e imágenes escritos hasta ahora, así que creyendo erróneamente ser yo, soy indudablemente yo.
Rubio escribió en un zaguán que mediaba entre un afuera con escalas que iban de las veredas de Villa Devoto a Stalingrado y un adentro que era el círculo vicioso de una clase trabajadora volteada, vencida, desmitologizada, a la que retrató, retocó y parodió al borde del marasmo. Además escribió muchas veces bajo la forma marasmo. Sus poemas pudieron ser ornamentados y secos, civiles y agónicos. El marasmo está por venir, si no es que estuvimos siempre en él, si todo esto no es su consecuencia también. Esa es la antipromesa de su literatura.
Si abrimos su libro Diario, donde todas las entradas son del 7 de mayo de 2007 -aniversario sin decirlo del nacimiento de Evita- Rubio fabula desde el materialismo bajo la lámpara del peronismo de izquierda, del de centro y del de derecha, atravesado por los dictámenes de su héroe Nietzsche, tocando lo que le pasa por al lado para decirlo exhaustivamente y marcando con estilo los desafueros de un partisano en chancletas, un partisano muy fino también: “No venganzas fantaseadas, sino una representación de la venganza que sea ella misma la venganza”. Páginas antes le había entregado referencias burlescas en paquete a la clase media que se indigna con el estado de las cárceles, a la CIA, a los cuarentones que recién se separan, a los profesores que se inquietan y se mueven por su propio ego… Antes aún había escrito los dos renglones que presentan toda su estética de la violencia como éxtasis: “La quintaesencia del espectáculo es la ejecución en la plaza pública”. Diario es una noticia. Es la demostración de que se puede escribir sin miedo una literatura que dé miedo pero que también deje entrar las zonas grises, la sin razón, el agujero negro de lo no importante y la violencia general que aparece y desaparece, se traba y se destraba en toda su obra.
La suya es una literatura no realista pero leal, realmente leal. ¿A qué? A una propuesta moral, verdadera e inventada que se le escapaba y lo ponía en movimiento. Pudo decir entrecortado lo que vió en la calle y en las leyendas, como su poeta preferido Leónidas Lamborghini. Pudo decir derretido y perlado lo más tremendo, como su otro poeta preferido Néstor Perlongher. Supo ser un gran amigo de sus amigos, un admirador de poetas contemporáneos y un circunspecto discutidor con sus maestros. Rubio enlazaba gente, apostaba a novedades aunque después pudiese defenestrarlas, tenía una atención voraz y comedida. Mediaba entre lenguas, estilos y estirpes de personas distintas. Era generoso y sagaz.
En Diario leemos este pedido: “Ahora escribamos un amanecer tal cual es”. Escribí este ensayo con la sensación de que esta frase esconde un secreto que se volvió más nítido a medida que lo iba escribiendo. Quiero recordar a Rubio como un vitalista que decía no tener nada que perder y que nos enseñó algo que sobrevuela toda su obra: una suerte de claridad opaca, decidida y estoica de la que no me voy a olvidar nunca.
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Lecturas:
-Música Mala, Vox, 1997.
-Sobrantes, Gog y Magog, 2010
-Diario, La calabaza del Diablo (Chile), 2009. Con reedición en Ed. Palabras Amarillas, 2018.
-Moral, Asacasubi, 2021
-”Alejandro Rubio: hacia la justicia”. Entrevista realizada por Ana Mazzoni, Damián Selci y Violeta Kesselman publicada en el n°2 de la revista Planta, 2007.
-La enfermedad mental, Gog y Magog, 2012.
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