Algunos detalles del arte asociados en presente — Juan Laxagueborde
Bastante seguido me llama la atención más lo que las personas intentan que lo que efectivamente logran. No porque eso que terminan haciendo sea bueno o malo, sino porque el propio hacer, el hecho de inventar, agrupar, intentar y darle a la rosca del costado de lo sistemático es de por sí muy valorable. A veces hacen desde cosas viejas. A veces mezclan el fervor contemporáneo con el tradicional. A veces les alcanza con tirarse a la pileta del futuro solo para ser nuevxs. De la manera que sea, enseñan que la voluntad perdida en la nostalgia en la que muchos caen, la de la época de la contracultura y la clandestinidad, está viva. Hay muchos lugares y personas en donde esto pasa. Hace pocos días estuve en uno que me llamó la atención, es como un airecito de todos los tiempos, integrable a cada pensamiento sobre la novedad y la radicalización, pero sin “agenda”, sin pensarlo demasiado y con los recursos del entusiasmo. Por eso me interesa contar lo que ví en la galería doméstica Ciclo.
Un tema especialmente discutido hoy en día en las artes visuales es el pasado. Se discute hasta qué punto es posible revisar y traer para acá artistas, obras o sucesos corridos de la línea previsible de la historia del arte esperable. En el pasado están lxs grandes popes pero están también artistas de lxs que ni siquiera conocemos una obra, de lxs que aún no tenemos noticia. Hay tanto atrás: esto a muchxs personas les da fiaca, les parece pesado y conservadora. A otrxs lxs estimula para afinar el ojo de nuestro día a día. No para encasillar en una vitrina y listo, sino también para poner andar, entre tantas teorías falsamente novísimas y pensamientos conectados al software de las jergas repetidas. Puede haber un pasado que puesto acá no se repita, es lo lindo de conectar de verdad con lo desconocido de antes.
Del detalle que está en el pasado viene el porqué de algo de hoy. Como corre un movimiento de Bacon o de Giambiagi en una pintura de Matías Tomás. Como una decisión espacial de Dani Joglar sabe picar en el budismo atravesado. Como un dibujo de Ana Wandzik o de Clara Esborraz se abraza en cualquier parte del aire a los de Mele Bruniard. Como la sonrisa con la que te saluda un amigx en la parada del colectivo implica recorrer en un segundo todas las contraculturas y tratar de alcanzarlas ese día cuando bailás un rato en alguno de los lugares donde esxs amigxs y otrxs desconocidxs se divierten para estar mejor del corazón y de la cabeza.
Eso que llamo detalle, como una manera de decir, a la larga es lo que prima, lo que estimula a lxs artistas que logran hacer algo raro, querible o movilizador. Lxs que atraviesan el curso típico de lo que pasó para disputarlo. Para decirle a la historia central que no es tan importante, que la mayoría de las cosas que pasan en el arte son del costado y que hay toda una tradición a recorrer en esas constelaciones corridas.
Esto puede suceder con lxs infaltables que se entusiasman y abren lugares donde poner en juego la curiosidad de otrxs también. Esas personas que juntan cosas, que reúnen objetos o leyendas y las muestran. Como la reciente galería y revista Ciclo, que homenajea en su nombre, desde el vamos, a una pata del surrealismo argentino y le pega la vuelta.
Estamos en la calle Sucre, pleno bajo Belgrano, frente al barrio-jardín de monoblocks petisos construidos en los años setenta para que vivan quienes vivían donde ahora está el túnel de Av Libertador. Lo que hay adentro es una muestra que iguala y deforma las trayectorias de César Aira, Jorge Luis Borges y Federico Peralta Ramos. Alejandro Correa, el hacedor de Ciclo, No quiere hacer de ellos figuras puras, bloques de sentido arrastrados del tintín del periodismo normal o de la academia repetitiva. Lo que hace no tiene mucho nombre ni profesión.
Correa podría ser el curador, el galerista, el anfitrión. Es un poco todo eso y es también la cuarta pata de un relato, su estructura o su hilván. Correa piensa a cada uno de los autores como pasos para otra cosa y como forma preciosa de una historia general de la cultura viva, caótica, poliritmica de la ciudad de Buenos Aires. Pueden ser lo que hicieron pero son además lo que un montón hicieron de ellos y lo que ellos hicieron gracias a un montón de pasado o de contemporánexs que los ayudaron con su presencia, con su extraña influencia. Así, Aira es un poco Copi, Prior, Gordín. Un poco Pizarnik. un poco el surrealismo tamizado por el absurdo, la patafísica y el propio Borges. De la patafísica sale Andralis, editor, diseñador y tipógrafo del cuento largo “El congreso”, del propio Borges. Andralis fue amigo de Man Ray, de Darío Cantón y abuelo de Trilce Infantidis, que es a la vez amante y especialista en los cuadros de Pier Cantamesa, que cuelgan en cantidad de la pared final de la muestra. Peralta Ramos y este pintor eran grandes amigos, en la gracia y en el karma. Hay revistas, manifiestos, chucherías, fotos, platos de Cecilia Pavón pintados con versos, un farol conceptual de Roberto Jacoby, un dibujo de Lux Lindner que “explica” el sistema borgeano, pinturas de Fernanda Laguna, pinturas de Roberto Plate, un cuento de Kacero con su respectivo origen colgado, una obra conceptual inédita y extravagante de Roberto Jacoby, música de De la Vega cantada por Garamona, manuscritos de Peralta Ramos sobre el deber ser, pinturas de Aira, monocopias de Batlle Planas que discuten fondo y figura, donde descolla una: esa que remite al problema “del otro”, a la sazón un problema capital en Borges y en toda la muestra. Porque empieza tratándose de los tres nombrados pero ya a los cinco minutos de estar ahí puede tratarse de otra cosa. Bueno, se pone bola la enumeración y no es la idea.
Esto que conté está basado en la hospitalidad del relator Correa, una figura extraña para mí como visitante, quizá lo mejor de la muestra: la manera de atender su casa, de transformarla en local y en gabinete de curiosidades, que solo se sostiene con el pilar de las minucias que nos cuenta y con la evidencia de las conexiones que solamente aparecen si él las cuenta. Al revés de la cantinela de los paratextos y las “explicaciones” de ciertxs galeristas o curadorxs profesionales, sus palabras son como el reflejo y todo lo demás de los objetos. Un contraste necesario que me hace acordar a que hay otra forma de hablar de arte o de la historia cultural de una ciudad. De alguna manera es lo que más me importó.
El detalle más recordable del montaje y el guión práctico-personal que armó Alejandro Correa, es un retrato de dos rostros de Romulo Maccio hecho con colores estridentes y cierta faceta pop. La artista que lo pintó es Silvia Benguria. Lo que me importa resaltar es que en princpio ella iba a entregarle a Correa un retrato que estaba haciendo de Silvina Ocampo, a la sazón muy amiga de Borges, que venía bastante bien para la pared donde se constela al escritor. Lo que pasa es que Benguria no llegó a tiempo de terminarlo y quería colaborar igual, con lo que ofreció la pintura que ahora veo. Digamos que ese cuadro fue parte medio de casualidad, pero la plasticidad de la historia que cuentan las paredes y los objetos logró que cuaje perfecto: es ahí donde Correa nos recuerda que Borges siempre estuvo obsesionado con la cuestión del doble.
Hacia el fondo, en un espacio más chico, Alejandro comenta unos ploteos, una música y ciertos papeles: la historia de Chatelet, el restaurante de comida francesa en la calle Ecuador de Barrio Norte, donde se hicieron los primeros recitales de punk porteños, en 1981. Él y su hermano Juan Pablo tuvieron mucho que ver, así que mi rol de visitante se torna directamente al de preguntador. La muestra de esta sala es más radical que la anterior. Lo poco que hay es la piedra de toque para que literalmente el regente de todo esto nos cuente una historia.
Cualquier visitantx se lleva una revista desplegable con imágenes, textos y reflexiones en torno a todo esto y mucho más. Parte de esa revista ilustra este texto.
Salí pensando en los lugares o personas que encaran así su trabajo. Es como si les gustara más hablar que mostrar. O mejor dicho: como si fuese indispensable que haya algo que mostrar para poder conversar. Ahí se relativiza la función de los objetos, que siguen siendo importantes pero que sin la lengua social puesta en juego son poco. En el cotorreo entre obras, personas y anfitrionxs pende agradable la charla sobre las conexiones entre muertxs y vivxs o la asociación libre entre esquinas, proyectos y refranes olvidados.