BELLONI, BOHTLINGK, CÓDEGA— Juan Laxagueborde

Victorica
5 min read2 days ago

--

Lo primero que habría que decir es que Bohtlingk y Códega se pusieron de acuerdo para dejarse llevar por las reflexiones sobre la rigidez y ablandarla. Sus obras confluyen como meandros en estas salas para intentar un momento de comparación en un país tristemente único, para desplegarlo en una de sus regiones. Que el arte contemporáneo se someta a través de ellas a este pasatiempo agridulce no deja de ser una noticia que intriga.

La muestra que puede verse en Lobby, sobre la calle Talcahuano, se llama Las tras gracias: Techint, la sopa y el desembarco. Tuvo una primera versión en la galería Jamaica de Rosario, con otro nombre: Techint y la sopa. El día del cierre Masuelli y Cantini dispusieron en las dos salas las esculturas de Orlando Belloni que terminaron siendo parte integrante de esta nueva exhibición. La afinidad entre lxs tres es clara, tanto que le dio el título a lo que están viendo, poniendo la gratitud como acertijo para despabilarnos y que relacionemos todo el cauce del Paraná a la historia socioeconómica de un país, pero también a la pequeñísima luz mortecina de nuestra fe estoica, la única que tenemos, siempre zaguera y pendiente.

Florencia no solo se encarga de lo que sucede en las orillas y lo que está por suceder en el río, sino que proyecta lo que el río deja a partir de una forma plástica metafísica que conversa como un acordeón, de Misiones a Acassuso, explayándose hacia espacios de cocoliche cultural. Es la canción que suena en las reuniones de amigxs que siempre vuelven a empezar alrededor de un objeto, que de repente cobra una importancia inadvertida y totémica: nutricia. Una mezcla de lo que baja con las aguas marrones y lo que flota en el mediodía de una vivencia imborrable. Nada sube porque el cielo de las pinturas está desordenado en el presente de las cosas, la humedad, los animales y el juncal. Las viviendas, las ciudades y los parajes alejados de la imaginación se enchastran para inventar un elenco de escenas siempre cosmopolitas por la mitad, latinoamericanas que se preguntan por cómo ser, animistas, tropicales y capaces de trabajar con algunos colores que se van porque pueden volver. Los floripondios rojos son como la amalgama abstracta de los elementos que Florencia va poniendo sobre el mantel tejido del espectador. Cuenta una leyenda que, en su movimiento de geografía loca, estiliza un rito para que todo pueda pescarse enseguida y quede pendiente, celoso y chocante, clarificado en la mugre mental de lo que quisimos ver. Después del río está el mar, con toda su teología profana, sus devociones y sus ofrendas, para empujar todo esto que nos pasó. Para devolverlo al infinito del arte, que a su vez participa de las estructuras finitas de quienes damos con él.

En Laura hay un va y viene pero sabandija, el río es la cinta por la que se van a canalizar los productos inconscientes del fetiche de la industria, las monedas de países raros que se van a convertir en dólares para asegurar las arcas de capitales sin centro, derivativos como un delta, idealizados como un trabajador. Los personajes tan característicos de su imaginación retorcida están ahora en fábricas que son nightclubs, en catedrales azulinas que son pasillos del cerebro colectivo que entrevé terrores. Las pinturas rectangulares son el hazmerreir de la riqueza sin naciones, que enclava galpones recontra capitalistas para que sean el ruido permanente (el reloj simbólico) de ciudades como Campana, que postergan algún anhelo idílico para darle todo a los barcos, no al río. Caras con forma de mate, sirenas malformadas, caballos para niños, sensación de tubería, cuencos que esperan prosperidad, calores de metales pesados derretidos que engendran rostros que memorizan chistes brutales… Este es el barroco industrial de Laura, las barrancas al revés de una memoria infantil que bordea con el arte la repetición de la vida y llora. Lo que pasa es que no se aguanta, se vuelve a reír, se las agarra con el collage, los papeles para radiografías y el fibrón. Ahora aparece la luz mortecina de las retroexcavadoras. El río sin orillas ni cauce ni lírica, pero lleno de tiempo cíclico. La deformidad de las plantas mudas, las tarariras que se excitan en la claustrofobia. Como siempre, su astucia acepta la condena del defecto para atravesar el karma fabril y salir airosa, revivida. El resultado es una huella. Deja todo desencajado, como si se hubiese ido corriendo para el lado de la llanura occidental.

Las esculturas de Belloni dicen de frente su espiritualidad fundamental, su universalismo localista y sus experiencias religiosas, que incluso pueden amar la reencarnación. Estas características las vemos en las pinturas que ya conocemos, pero bajo el aspecto casual de la vida cotidiana, con niños en patas, motitos Zanella, mujeres libres, esquinas donde se trafica cerveza, trabajo y amistad. El gallo parece la fusión de dos mundos. La idolatría popular se encarga de amar en la tierra como en el cielo, por eso los elencos tan floridos del barrio La Tablada y estos tótems devocionales de madera de paraíso que le regalan sus vecinos, que si se los mira bien unen a Rosario con Ouro Preto y a Belloni con el gran imaginero Aleijaidnho. Ahora que lo pienso, si es un imaginero es un pop, así lo descubrió Masotta de artistas como Stoppani; y hay que acordarse siempre que pop no viene de Warhol, sino de pueblo, de la vida de la gente sencilla y especial. En el último párrafo de su autobiografía Belloni dice que “hay que unir todas las voluntades y que el tiempo encuentre el fin común para que la humanidad se halle en comunión con el Creador”. La vía regia de Belloni como artista latinoamericano tiene varias rutas desde las cuales acercarse, coronándose todas en estas estatuillas generosas a la altura de los espectadores, ni altas ni bajas, que son como los fantasmas generosos que custodian su obra plástica.

Techint y la sopa fue la forma soldada que encontraron Florencia y Laura para decir el movimiento cuando imaginaron la muestra en Rosario. De qué movimientos se hicieron cargo, ni ellas lo saben. Parecen saber otra cosa, una que no nos van a decir para que nos demos cuenta que el mantenimiento de la expectativa es como una variante del caudal, el peso del agua en nuestra conciencia discutible. Pero ahora, en Buenos Aires, se sumó Belloni. Estamos mirando marías llenas de gracia siendo frente a la plaza donde hubo una revolución contra el orden conservador en 1890 y a un teatro donde los timbres de todas las músicas se llevan las discusiones y pinturas. Pinturas como pescadas por el espinel de la ilusión de un adolescente mítico que necesita ídolos y se da cuenta que los tiene cerca.

--

--

No responses yet