Si alguien ha hablado mal de mí alguna vez, todavía no me entero. Ese es el motor que me impulsa a hablar con la gente, sigo impermeable a los murmullos. Cuando me llega el rumor de las voces bajas, retrocedo como el mar se retira de la costa con la luz de la luna. No quiero saber qué dicen de mí porque sé qué es lo que yo he dicho de ellos, e imagino una retribución justa a lo que doy.
Solo existe una persona de la que no se puede hablar mal: la pareja. Desestabilizar esa maquinaria es darle pie a la decadencia en la intimidad. Para el resto, todos los insultos que disponga la lengua. Pero los novios deben respetarse entre ellos cuando se enfrentan a los otros, esa es la fuerza del amor.
Alguien que se llama como yo me cuenta por qué odia a alguien que se llama como mi psicóloga. Yo en retribución le cuento que una vez una chica que conocemos se dejó coger por un perro en el cumpleaños de un amigo. El chisme todavía sigue siendo un método de pago. Pero aunque nos comportemos como tales, no somos ricos cortesanos encerrados en la casa de veraneo de un Lord cualquiera, y los susurros no son el poder real. ¿Dónde está el poder real en este grupo de dandy wannabes?
El tráfico de información no garantiza nada, a lo sumo enemigos ficticios, una obra de teatro que se monta y se desmonta en lo que dura una conversación de drogadictos. Pero a veces la droga es el chisme. Se sabe quién posee el chisme porque su cara es la misma que la cara de quien tiene la droga en su bolsillo. Sonrisillas diabólicas, ademanes discretos pero una postura general de confianza suprema en uno mismo. No hay nada mejor, excepto quizás ser la persona elegida para recibir los dones de la droga o el chisme.
Hablando en lenguas, secretos revelados y la excitación de formar parte de una conversación prohibida. Cuando alguien me pregunta si me enteré de lo que pasó entre esas dos sabandijas la otra noche ya se me ponen duras las dos tetas porque no, no lo sé pero muero por saberlo. Vendo mi cuerpo por saber qué pasó entre aquellos cuando los dejamos en la parada del 127 a las cuatro de la mañana.
Sin embargo, insisto en la inutilidad del contrabando de susurros para fines lucrativos. Saki creó a Tobermory en uno de sus cuentos más geniales. Sus ladys y duques se encuentran pasando una vacación en la casa de campo de algún matrimonio amigo, y uno de sus invitados, Cornelius Appin, le enseña a hablar al gato de la casa. El minino es llevado ante los aristócratas para demostrar sus nuevas habilidades y totalmente falto de pistas sociales en el mejor de los casos (o un cruel psicópata en el peor), desembucha sin filtro alguno todas las pestes que ha escuchado decir a los invitados entre y sobre ellos.
Sirviéndose de menos de cien palabras, corrompe el orden social que reinaba en aquella casa y que por cierto no era nada frágil. Mientras los secretos se digan en el tono correcto a la gente adecuada, la vida social no corre peligro: así lo demuestra el bodoque infernal que es el Borges de Adolfo Bioy Casares, libraco inaudito que en mil seiscientas páginas nos exhibe al Borges indiscreto que tomaba forma bajo el calor de la casa de su amigo, nos revela que, a lo largo de toda su vida, se tomó la libertad de acribillar con sorna despiadada a cuánto personajillo se le cruzara por delante.
Un señor que en la esfera pública se mostraba astuto, aunque siempre correcto, contestaba con la altura que demanda ser ni más ni menos que Borges; puertas adentro y en confianza no dejó títere con cabeza, ni siquiera Shakespeare se salvó de su menosprecio.
Borges obró bien porque obró con la discreción con la que todo “buen ciudadano” debe manejarse. El chisme es aceptable en la calidez de la intimidad, esa es su casa. Los que buscan transformarlo en una institución tienen una tarea difícil, como comer pescado con espinas.