CARNE PODRIDA — Tamara Rutinelli

Victorica
7 min readSep 16, 2024

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El corazón es riesgoso. Se dice con él lo más intenso, pero la propia palabra parece taparlo todo. Se postula el máximo sentimiento, pero no se puede hablar de los sentimientos.
Horacio González

Por una biblioteca universitaria pasan estudiantes, la mayoría chicxs de clase media, docentes e investigadorxs, pero a veces también, chicxs de la calle que salen a buscar un lugar caliente y personas desplazadas en pleno delirio que dan vueltas por las aulas buscando contacto. Estxs últimxs se mueven generalmente solxs porque a su alrededor se arma un vacío disimuladamente temeroso. Hace unos días, uno me confesó: “es incómodo vivir del Estado”. Quería charlar y no sé si el montón de lugares comunes que usé le sirvió.

La pregunta es por lo horrible, hacer un pensamiento de lo horrible. Hace un tiempo, charlando en el taller de Juan, surgió la pregunta de por qué no aparecía en nuestros textos confesionales algo del tiempo que estamos viviendo. No sé cómo denominar ese tiempo. Un tiempo puede ser muchas cosas, y casi siempre ensayamos un recorte para describirlo. Dejamos cosas afuera porque no todo contribuye al sentido de lo que queremos contar, o porque algunas cosas las consideramos obvias y preferimos no entrar en detalles o porque con omitir alcanza. A veces el pudor nos guarda de lo horrible, una experiencia que no podemos correr, tapar con la mano o borrar con el codo. La omisión, para que lo horrible no nos colonice. La evasión para tomar un aire, salir de la fatalidad y entrar en la casualidad. No sé si es esa una respuesta ante la incomodidad.

A pesar de las diferencias de orden subjetivo, eso que no se cuenta es ya un sentimiento común que suele tomar la forma de la queja o el lamento. La queja y el lamento son cosas horribles porque nos hacen una encerrona y aparentemente nos paralizan. O tal vez, ya estamos paralizadxs de antemano y por eso no podemos sino emitir quejas y lamentos. Son formas familiares para lo horrible, intentos de normalización. A veces ensayamos un análisis para salir con alguna generalidad optimista y cierta como que no hay mal que dure cien años. Podríamos pensar que ese sentimiento común son como los camellos del Corán que menciona Borges y que por eso no se dicen. Pero no es el caso. Lo horrible nos marca el paso y el ánimo, y no sabemos muy bien qué hacer ni cómo nombrarlo sin caer en lo tautológico.

Me gustaría escribir sobre un gaucho perdido y de pronto encontrarme con el tema de este texto. Me cuesta enfrentarlo, verle el frente y no achicarme. Quisiera a su frente darle un tiro de gracia y pasar a otra cosa. ¿Las cosas se dimensionan mejor de frente o de costado, de cerca o de lejos?

Desde que asumió la presidencia Milei, estamos asistiendo a una comparsa pesadillezca. ¿Cuál es en este escenario nuestro lugar? Andamos perdidxs, pareciera que no sabemos sino dar vueltas y esperar a Godot. No me refiero solo a la crisis de representatividad política sino también a la muerte de nuestrxs mayores y a la sobrevivencia de lxs que quedan, lxs que soñaron una vida para nosotrxs cuando éramos el futuro, esxs de los que hasta ayer esperábamos una palabra, un gesto, para salir a correr esa parte de sus caminos que sigue siendo también la nuestra. Sospecho que para muchxs de nosotrxs la historia no tiene mayúsculas, que la construimos bien desde abajo y con lo de abajo, porque algo teníamos que contarnos. En ese acercamiento íntimo inventamos caminos nuevos, y no es que esa expresión esté en crisis, sino que así como está, no nos alcanza porque dejamos de sentirnos livianos e imaginativos en ella. Hay una confluencia que nos cuesta. Lo que creíamos ser le quedó chico a lo que creemos que somos. El tiempo cambió y algo nos muerde los talones.

La pregunta por lo horrible me hace pensar en el esfuerzo diario por renovar las ganas para el proyecto que hace una vida. No es un esfuerzo bobo encontrarme con amigxs, salir a la ruta y respirar por la ventana, poner las manos en la tierra y mirar crecer los agapantos y las hortensias en el patio, escuchar a Bach y a Charly García, alimentar a mi gato, leer y pensar con otrxs, sentarme a escribir, salir a buscar las ideas que sacuden todo, caminar por la ciudad. Sistere significa tomar posición en un sitio y permanecer ahí. De sistere viene resistir y también insistir. Todo esto es el repliegue, no necesariamente un compromiso pero sí una afirmación. Gonzalo Leónidas Chaves cierra sus “Versos del exilio” con la carta de un exiliado que termina así: “si la vida está bien aunque el mundo esté mal”.

En “El depojamiento”, de Griselda Gambaro, una mujer habla al público en la sala de espera de un consultorio médico. Mientras aguarda ser atendida, un hombre entra y sale por una puerta despojándola cada vez de alguna prenda: primero es la cartera, después un zapato, más tarde la campera, y así, hasta dejarla desnuda y en el suelo. La mujer lo interroga, intenta defenderse, pero el hombre no contesta, no da explicaciones, se impone físicamente. Es un problema de velocidad y de fuerza: cuando la mujer intenta conversar, el hombre le arrebata el sombrero, ella insiste, él no duda, grita, pide ayuda pero nadie acude, cuando intenta defender la camisa, le quitan la silla, cuando va a golpearlo, el hombre la empuja contra un rincón. Podría ser “Ante la ley”, de Franz Kafka, sólo que no sabemos si la puerta alguna vez estuvo abierta. Esta es la primera impresión que sopesamos de lo horrible, un esquema limpio y solitario, otra encerrona.

Cuando empecé a escribir este texto, quería hablar de Milei, de lo que expresa como figura pública, de la demonización del Estado, de la estigmatización de la pobreza, de la versión meritocrática de la vida social, del individualismo y la crueldad cotidianos, de una imaginación pública destartalada. Quería hablar del desfile de bajezas al que asistimos como desamparadxs de la lengua. Pero a medida que avanzo dudo y pienso si Milei no será también una encerrona, un límite al que nos asomamos para no lanzarnos a lo que nos toca. ¿Para qué demorarme en la descripción de las cosas que vemos todos los días en los diarios, en las redes, en las pantallas, en la calle? Digo, ¿y si lo horrible no tuviera frente? ¿No será esa su condición de dificultad?

Vivenciamos lo horrible como un estado de agresión permanente, pero si lo horrible no tiene frente ni costado, nos plantea un problema. Tal vez no sea un objeto que podamos manipular, nombrar así sin más, identificar en una serie, aunque haya algo concreto que lo desencadene. No está ahí afuera, delante de nosotrxs, tampoco es otro idioma, insobornable en su sentido. No asistimos a lo horrible como espectadores o aún testigxs. Nos obliga a mirarnos con sospecha, nos hace volver la vista hacia lxs otrxs y todavía más, hacia nosotrxs mismxs en una contorsión imposible. Lo horrible corre por el torrente sanguíneo. No es lo desconocido, o si lo es es lo desconocido en mí, o lo que prefiero desconocer.

Tal vez para hablar de lo horrible sea necesario entrar en el error, practicarlo sin pruritos. Aceptar la incomodidad, hablar incómodamente. Hablar mal, equivocar las definiciones, pifiar como quien no quiere la cosa, asumir una lengua rota hasta reencontrar una vía para la imaginación. Lo horrible es irreductible, no importa cuántas veces lo contemos y cómo. Es un muerto en el placard: cuando al revolver la ropa, asoma la mano, es siempre una primera vez, nos pone en alerta. Se parece a la vergüenza porque nos involucra directamente.

“¿Y vos dónde estabas?”, era la pregunta que hacía cuando siendo una nena me contaban de desapariciones y torturas. No quería ser una pregunta acusatoria. No entendía ese saber separado, esa narración desde afuera. Quiero decir que lo horrible nos contiene a todxs. No tiro a la marchanta con esto las diferencias, los lugares que cada unx ocupa y el alcance de sus decisiones, las posiciones que sostiene, pero sí digo que afuera de esta bolsa no hay nada. No estoy afuera de la vergüenza de un pibe que come la carne podrida del Estado, afuera de la lengua mortificante que habla. En lo horrible somos una imagen desplazada, imprecisa. ¿Qué hacer? ¿Comprometer en la urgencia nuestra locura?

Tal vez a la pregunta ¿qué hacer? haya que hacerle algunos ajustes. ¿En qué consiste actuar? ¿Qué puede dar la imaginación al presente? “Lo político es soportar la adversidad”, escribió Horacio González. Soportar es un verbo que le toma el peso a las cosas, que no se hace el distraído. También dijo: “sigue siendo un desafío forjar un pensamiento político que no sea un resignado retiro moral”. La imaginación por venir es una incógnita atrás de la cual caminamos, la excepcionalidad que buscamos.

No sé si hay una respuesta para la incomodidad que se vive y se pega como una sabandija para chuparnos la sangre. No sé si hay respuestas para todo; sospecho que no, que hay preguntas que solamente se pueden soportar.

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