Publicado en la revista Signo Ascendente (Año 2 Número 2/3), mayo de 1982. Transcripción de Valeria López Muñoz
La precariedad del pensamiento racionalista se pone de manifiesto en su necesidad, ineludible, de plantearse las cosas en términos de blancas o negras, es decir, en términos de oposiciones irreductibles. De esta manera, cuando este tipo de pensamiento pretende “explicar” y “juzgar” al surrealismo -actitud pasional, que, desde el vamos, se sitúa mucho más allá de estas falaces antinomias- no puede sino proceder a un forzoso reduccionismo que necesariamente desemboca en un radical falseamiento de lo que el surrealismo es. Si a esta natural precariedad del racionalismo le sumamos la muy premeditada intención de desprestigiar al surrealismo a los ojos de la juventud, y el general desconocimiento sobre el mismo en que, por las mismas razones y, muy a pesar suyo, esta suele verse sumergida, veremos la confusión multiplicarse al infinito. Así, oiremos que aquí y allá “se acusa” al surrealismo de ser (y peor aún, de haber sido) una hermética élite de individualistas empedernidos, empeñados en no hacerse entender por nadie y en colocarse por encima de todo. Si nos importa, hoy, intentar aclarar esta confusión, no es porque abriguemos alguna esperanza de redimir su estrechez mental a los racionalistas de siempre, sino porque sabemos que esta confusión busca alejar a la juventud de un movimiento que puede convertirse, para ella, en una auténtica fuente de liberación.
En efecto, nada puede resultar más burdo que esta acusación de “individualismo” dirigida a un movimiento cuya primera intención, en el campo de la expresión humana, ha sido la de arrancar de raíz toda idea de “individualidad creadora”.
¿De dónde surge, pues, la confusión? Nada menos que de la engañosa mente de quienes insisten en enfrentar, como términos de una oposición irreductible, y propia de la naturaleza misma de las cosas y del entendimiento humano, lo subjetivo y lo objetivo, lo interior y lo exterior, lo individual y lo colectivo, el sueño y la acción, lo inconsciente y lo consciente, etcétera, por no seguir enumerando. Sólo lo exterior, inmediatamente verificable, adquiere el carácter de “real” y lo demás se ve relegado al campo de lo “irreal”, de las fantasmagorías individuales absolutamente incomunicables y por demás inútiles para la vida real. Dado que para el racionalismo todo se reduce a ser “p” o “no p”, y toda tercera posibilidad queda, lógicamente, excluida, el surrealismo, que no adhiere al modelo exterior y que se niega a reconocerle el carácter de lo real y lo comunicable, se ve rápidamente encasillado (puesto que de encasillar se trata) en el campo de la fantasmagoría individualista. Es fácil deducir hasta qué punto, una expresión así surgida de lo puramente individual, se vuelve “hermética” para la gran mayoría, por lo tanto, voluntariamente “elitista”.
Pero veamos qué dice el surrealismo.
En primer lugar, es preciso recordar que el surrealismo se funda en la apasionada voluntad de terminar de una vez por todas con estas engañosas antinomias en las cuales, lejos de ver la esencia misma de las cosas, reconoce el fruto de un tipo particular de pensamiento (el racionalista, precisamente) que, en Occidente, intenta ocupar el lugar de todo el pensamiento. Este pensamiento, que así fragmenta la sensibilidad y el entendimiento humanos, conduce ineluctablemente a un desastroso empobrecimiento de la experiencia, puesto que estos supuestos “defensores de la realidad” no se ocupan sino de echar fuera de la “realidad” la mitad de la vida. a esto opone el surrealismo la consigna de “más realidad”, el intento de destruir por todos los medios posibles las murallas que la razón ha erigido entre uno y otro campo de la vida humana, la búsqueda apasionada de ese punto más allá de todas las falsas antinomias en donde éstas dejan de ser percibidas como tales para reunificarse en una sola y englobadora realidad: la surrealidad. Se trata, pues, de ensanchar, enriquecer, liberar, el campo de la experiencia posible. Si, por ello, el surrealismo se niega a reconocer el “modelo exterior”, el carácter de “lo real” y a someterse a él, es porque ve justamente en él al gran tirano que pretende tomar para sí el lugar de toda la realidad, que tiende a abrir un abismo cada vez mayor entre lo que el hombre es y lo que el hombre puede hacer. Si, para recuperar la “realidad perdida”, se lanza, a través del automatismo, a la exploración del tesoro subjetivo, es porque es allí, en plena zona prohibida, donde se ocultan las llaves que liberan la experiencia y la expresión humanas. Que este buceo en lo subjetivo conduzca ineluctablemente a un “subjetivismo” rápidamente equiparable a un “individualismo” extremo, es una conclusión “lógica” que sigue corriendo por cuenta de los “lógicos”. Muy por el contrario, el surrealismo reconoce tanto la “subjetividad de lo objetivo” como la “objetividad de lo subjetivo”, objetividad sin la cual toda la comunicación, de cualquier especie, se tornaría imposible. Lo que allí, en el libre fluir de lo subjetivo que el automatismo permite, se encuentra, no es el “Yo” vanidoso y competitivo de los “talentos artísticos” sino el “yo es otro” de Rimbaud. A través del automatismo, los prodigios de lo poético se producen sin que podamos reivindicar por ello ningún “mérito” personal. Al contrario, nosotros no hemos hecho más que adormecer lo más posible nuestra personalidad consciente (aquella en que se inscriben con más fuerza todas las normas, estéticas, lógicas, morales, todas las intenciones previas, todos los cálculos posibles sobre la utilidad o la inutilidad de las cosas; interferencias todas éstas venidas desde fuera y que no hacen sino desviar nuestra energía del verdadero deseo, en pos de utilidades o conveniencias del más mezquino orden “realista”) para dejar que “algo” nos hable al oído, revelándonos a nosotros mismos aquello que creíamos ignorar, haciéndonos decir o hacer aquello para lo cual nos creíamos totalmente incapacitados. Ese “algo”, queda demostrado, es común a todos los hombres, puesto que se manifiesta por igual en los sueños de cada cual, en los mitos y relatos de todos los pueblos, en la expresión de los niños, de los “alienados mentales” y de los artistas ingenuos, que sin supeditarse a exigencias exteriores de ninguna especie, expresan libremente aquello que su deseo los lleva a expresar, sin preocuparse mayormente, claro está, de la firma y los derechos de autor. El automatismo, tomado por el surrealismo de la expresión de los médiums, expresión que por excelencia tiende a abolir el carácter “individual”, “personal”, de lo que se expresa, puesto que el sujeto que habla o que dibuja no es sino el intermediario de lo “otro”[1], demuestra de una vez y para siempre qué clase de estafa se esconde en la idea del “talento individual”.
En efecto, se nos pretende hacer creer, dada la general pobreza de expresión y de imaginación que la mayoría de los hombres hoy en día manifiestan, que esta pobreza es inherente a la naturaleza humana y que solo a un reducido grupo de “talentos” les está permitido hacer uso y abuso de las posibilidades de expresión. El surrealismo demuestra cómo esta pobreza general es solo el producto de esta fragmentación que el hombre cotidianamente padece, al verse obligado a someterse a las necesidades puramente utilitarias de la vida y del lenguaje exterior, desoyendo cada vez más su voz interior, la voz de su deseo, única e inagotable fuente de toda expresión creadora. La pérdida de esta noción de la igualdad de los hombres ante el mensaje interior, la búsqueda o la complaciente aceptación del prestigio y los honores personales, ha sido lo que, más de una vez, ha motivado el alejamiento o la exclusión del surrealismo de hombres cuya participación y permanencia en el movimiento habían sido de variable envergadura, desde Salvador Dalí (Avida Dollars), hasta el propio Marx Ernst, cuya responsabilidad en la fundación del surrealismo y sus valiosísimos aportes creemos que no son desconocidos por nadie.
Será posible recordar, además, que la primera obra automática surrealista es, precisamente, una obra colectiva, Los campos magnéticos, y que los juegos y experiencias colectivas ocupan en el seno del movimiento un primerísimo lugar, al punto que éste es inconcebible sin aquellas? El automatismo, porque busca abolir las diferencias y rivalidades individuales, porque conduce a esa zona común a todos los hombres que es el propio deseo, ha demostrado ser la única llave que permite una creación verdaderamente colectiva. En la experiencia automática colectiva, un mismo torrente magnético arrastra a unos y a otros de la misma manera que, en la expresión amorosa, un mismo torrente pasional arrastra a los dos amantes. No es caprichosa la comparación, puesto que, en ambos casos, es el deseo mismo el que se expresa a través del libre fluir de la subjetividad de cada uno, y este libre fluir de la subjetividad permite la abolición de la tan mentada dualidad entre el sujeto y el objeto, llevándonos a ese campo verdaderamente magnético que es el de la intersubjetividad creadora. Cuando, en el amor, la comunicación se ve interrumpida, es, las más de las veces, porque interferencias exteriores de la peor especie (morales, religiosas, ideológicas) intervienen para obstruir el libre fluir del deseo, para sancionar qué se debe y qué no se debe hacer. Son de esta misma naturaleza las interferencias exteriores que obstruyen, en la mayoría de los hombres, el libre fluir de la voz interior, portadora de maravillosas revelaciones. Si, por tanto, sucede que hoy para esa mayoría, el lenguaje del surrealismo aparece como hermético, podemos afirmar que igualmente herméticos se le manifiestan sus sueños, sus deseos, todo lo que no se ajusta a las normas sancionadas por la razón. Sucede que, obligado a volcarse hacia una exterioridad que, cada vez más, le hace aparecer la vida como desprovista de todo contenido, el hombre se ha vuelto hermético para sí mismo. Lejos de adaptarse a la chatura general, a este estado de empobrecimiento de la sensibilidad y el conocimiento, el surrealismo se propone transformarlo, lanzándose el primero a la conquista (a la reconquista) del país de lo maravilloso, que aspira ver, una vez más, recuperado para todos.
Y una última aclaración: si el surrealismo se opone a la “cultura oficial” tradicionalmente acaparada por un élite perteneciente a la clase dominante, esto no lo lleva en ningún modo, como a un vasto sector de artistas, intelectuales y jóvenes de nuestro medio, a valorizar en bloque, mecánicamente, una supuesta “cultura popular” que estaría formada por todas aquellas expresiones que, en lugar de verse reducidas a los salones, se encuentran relegadas de los mismos y vastamente difundidas por las capas de la población más numerosas y más alejadas de la “cultura oficial”: expresiones éstas que adquirirían (como de hecho adquieren para sus defensores), por este solo hecho, un valor altamente positivo y progresista. Para los surrealistas, no es nunca una cuestión de cantidad sino el sentido profundo de una expresión dada lo que le confiere validez o invalidez en la lucha por la liberación del hombre. Por otra parte, los surrealistas no dejamos de ver que los mismos que acaparan para sí la “cultura”, el “conocimiento”, la “expresión”, son los que dirigen y han dirigido desde siempre la supuesta “cultura popular”, contando para ello con poderosos medios que permiten movilizar los resortes más profundos de la emoción colectiva, desde los ya antiguos de la religión y la educación institucional y familiar, hasta los más modernos de la publicidad y los medios de comunicación masiva. La cultura “oficial” y la “popular” no resulta ser sino la cara de una misma moneda. ¿Será necesario hacer notar, por ejemplo, que los miembros del Jockey Club no pueden encontrar para obsequiarse entre sí, mejor regalo que un hermoso Martín Fierro encuadernado en cuero, y que el mismo regalo será amablemente ofrecido por un miembro cualquiera de la oficialidad a un diplomático extranjero que visite esta “tierra de gauchos”?
El surrealismo es el primero en rescatar aquellos productos de la expresión verdaderamente desligados de todo el andamiaje cultural tradicional occidental, aquellos productos verdaderamente “salvajes”, surgidos únicamente de un impulso profundo y auténticamente libre del deseo humano. El surrealismo es el primero en exigir para el arte la recuperación de su primitiva calidad de gesto espontáneo, anónimo, colectivo, mágico, es decir, destinado a producir en la cadena de lo viviente una serie de transformaciones de una calidad muy particular y sumamente concretas. Pero nada nos hará confundir, por ejemplo, la autentica expresión indígena precolombina con cualquier falsificado canto “americanista” de esos tan en boga en nuestro medio, desbordantes de ideología blanca, cristiana y europea. Nada nos hará confundir el fascinante magnetismo de Coatlicue, diosa azteca de la tierra, con su doble cabeza de serpiente, con su vestido de calaveras muertas y corazones vivos, y su maravilloso poder de conciliación de la vida y la muerte, con el famoso “ángel maraquero” y su alienante poder de conciliación entre el conquistador y el conquistado, el opresor y el oprimido[2].
Sabemos que aún en la misérrima condición a la que se ve reducida la expresión humana, surge, cada tanto, en donde menos se los esperas, y generalmente muy alejados del “medio artístico”, hombre que de un solo gesto de su mano derrumban siglos de falsos “talentos”, de academicismos, técnicas y estilos y otras presunciones semejantes. Hombres que, sin aceptar para su expresión otro árbitro que la arbitrariedad de su propio deseo, sin supeditarse a ninguna convención externa, nos devuelven de un plumazo la verdadera dimensión del arte. Casimiro Domingo, a quien hoy queremos rescatar del olvido, fue uno de estos hombres. Nacido en España en 1882, se inició a los 10 años en el oficio de zapatero, del cual vivió toda su vida. Llegado a Buenos Aires en 1923 comenzó a pintar en 1935, a los 53 años de edad, y lo hizo hasta su desaparición ocurrida después de los 80 años. En las décadas del 50 y del 60, algunos intelectuales de nuestro medio se vieron llevados a ocuparse de los artistas ingenuos, y Casimiro, al igual que otros artistas de sus características, fue llevado a galerías. Hoy, pasado aquel entusiasmo -y, por tanto, desde el punto de vista de marchands y galeristas, el negocio-, es casi inútil preguntar por Casimiro, intentar esclarecer su paradero[3] o el de su obra que sabemos fue extensa. La ciudad ha borrado sus huellas, dispersado su recuerdo, ocultando sus pinturas. Casimiro Domingo parece, casi, no haber existido.
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[1] Aclaremos, una vez más, que si para los médiums ese “otro” es un espíritu, una voz del exterior, para el surrealismo no se trata sino del “otro” o “los otros” que yacen ocultos en nuestra propia voz interior.
[2] Hasta qué grado de cinismo pueden llegar estos señores escritores que, siguiendo a Carpentier, pretenden oponer a la búsqueda surrealista de lo maravilloso, la literatura de lo “real maravilloso americano” (literatura al fin) podemos comprobarlo leyendo atentamente las siguientes citas del libro “El surrealismo y lo real maravilloso americano”, de Gonzalo Celorio, publicado, valga la aclaración, por la Secretaría de Educación Pública de México en 1976. Para este buen señor (que se dedica a desarrollar y ensalzar las tesis de Carpentier) lo “maravilloso” que los surrealistas pretendían “fabricar”, mediante la “reunión de elementos dispares”, “aquí parece brotar en forma natural y espontánea de los propios contextos de nuestro continente; de sus historias prodigiosas, de sus geografías indómitas, de sus barroquismos telúricos, de sus desfasamientos cronológicos, de sus desbaratados y aberrantes sistemas políticos y económicos, de la mezcla exuberante y convulsiva de razas, religiones, lenguas y culturas”. “Aquí las antinomias ya están abolidas; un permanente sopor nos impide saber a ciencia cierta si estamos dormidos, si estamos vivos o muertos.” Y, citando a Carpentier: “¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?”.
Lamentamos sinceramente de no contar con el talento literario del señor Carpentier u otros laureados narradores latinoamericanos, para aprovechar la “inagotable fuente de irrealidad maravillosa”, que es hoy, en nuestro país la situación de miles y miles de vivos-muertos, desaparecidos, de la noche a la mañana, como por arte de magia.
[3] Releyendo el número 11 de la revista Crisis encontramos un artículo firmado por Vicente Zito Lema, “Casimiro Domingo”, en donde se afirma que C.D falleció en el hospicio. Ignoramos, por el momento, cómo ha obtenido V. Z. L. semejante dato y, por otra parte, por qué motivo pudo haber sido internado un hombre que a los 80 años de edad se encontraba totalmente lúcido.