CINE AMÉRICA MON AMOUR — Camila Ena Tepper

Victorica
6 min read1 day ago

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Si bien no me considero una fanática del cine soy fanática de ir al cine. Para mí ahí radica una diferencia abismal, pero de una u otra manera son dos caras de una misma moneda. Prefiero pensar el fanatismo como el resultado de algo, no un producto en sí. Ser fan de lo que una canción produce en el tímpano, ser fan del saliveo que provoca una comida en particular, ser fan de la sensación que emana leer ciertas oraciones de un libro, ser fan de un momento encadenado a algo terrenal.

Ir al cine fue una construcción así, no tengo recuerdos de la primera película que vi en la pantalla grande, lo cual provoca en mí un alivio, siento que las memorias de las primeras veces suelen ser una condena para la mente.

En mi ciudad hay dos cines, uno de las famosas cadenas y otro, que es el amor de mi vida, el Cine América, un cine de una sala con dos pisos ubicado en la calle 25 de mayo, casi paradójico que cada persona que entra a ese cine, sale de alguna manera, transformada. Empecé a ir al América habitualmente arrastrada por mi madre en mi adolescencia, todos los jueves a las 20.15 nos sentabamos a ver la función central, siempre un estreno presentado por el presidente del cineclub seguido de un debate en el hall. Vi lo mejor de lo mejor y lo peor de lo peor, pero vi cosas que arrastro conmigo hasta el día de hoy.

En el hábito semanal me encontré con otras propuestas del América, un jueves en medio del cine debate veo que en el vidrio del hall había un panfleto pegado, un panfleto muy lúdico que decía “Ciclo de cine bizarro, viernes a medianoche” no me quedó otra opción que investigar a ver de qué se trataba. El viernes seguido de ver ese cartel me fui al América. Cuando llegué al edificio me encontré con una antesala sumida en luces rojas, en la parte de la boletería había unos tótems de los cuales se desprendían chocolates en forma de pene que, de hecho, sabían mejor que los reales, el boletero usaba corpiño, colgaban unas guirnaldas que eran básicamente tiras de cinta scotch donde habían pegadas bocas semiabiertas impresas en cartulina, bastantes insinuantes, también colgaban corpiños y bombachas, se vendía cerveza y había gente fumando. Entre los participantes de esa noche había una mujer bastante particular, vestia un vestido negro y tenia pegados unos labios de telgopor exageradamente grandes, ya la había visto previamente, pero ese dia era la quintaesencia del cine, parecia haber atravesado la pantalla grande para estar un rato con nosotros.

Cuando dieron sala me senté, en ningún lugar estratégico digamos, solo tomé asiento. Se apagaron las luces pero en vez de empezar la película empezaron a sonar gemidos. La mujer de labios de telgopor a través de un micrófono gemia y gemia, fueron unos 10 intensos minutos de gimoteos, ella se paseaba por las butacas solamente gimiendo. Al despedirse solo dijo: “gozen”. Se proyectaba Garganta profunda (1972).

Siempre volví al cine, no solo a ver una película en la pantalla grande sino a ver que película me sucedía entre que tomaba la decisión de ir, me acercaba hasta el cine, esperaba a que dieran sala, elegía donde me sentaba, miraba hasta el final de los créditos, me fumaba un cigarrillo en la puerta y luego me iba procesando todo lo que había visto.

Las historias metafísicas del cine son interminables, las que quiero contar siento que son incompatibles con el lenguaje y cada vez que intento bajarlas a lo escrito no termino haciendo más que alejarlas de la experiencia final.

Como la vez que se proyectaba Con Ánimos de Amar (2000), una de las historias de desamor más bellas que se pudo haber filmado. Ese día se venía una tormenta que no me alcanzó hasta ya estar sentada viendo la película, curiosamente hay una escena en el film en donde también llueve mucho y entre los protagonistas hay un pasaje de un paraguas que nunca me deja de alucinar. Lo cómico fue darme cuenta que yo también había llevado un paraguas y que mi paraguas ya no estaba conmigo. Primero pensé que, viada por la emoción de ver la película lo había dejado en la boletería o en algún lugar del edificio, en ese momento el paraguas como artilugio me importaba muy poco. Terminada la película acudo al boletero… ¿che Lucas yo deje mi paraguas por aca?. La negativa fue total, no estaba en ningún lugar del cine, pero Lucas, como buen observador, me recordó que antes de entrar había ido al kiosko y había estado fumando afuera antes de la tempestad. Obvio que debe estar en el kiosko pensé, así que salí, me encamine hacia la esquina y a los tres pasos un grito sordo me hizo darme vuelta, y ahí estaba, apoyado en la misma pared donde había estado fumando antes de entrar, como si el tiempo no hubiese transcurrido nunca, como si una tempestad no lo hubiese azotado, ahí estaba mi paraguas esperándome.

O, como la vez en que se proyectaba Batman (1989) y en una escena de pura acción, pasó el murciélago volando, y no justamente dentro de la pantalla.

El América fue mi primer amor, un lugar que me enseño que ver una película es más que sentarse a ver una película, hay un entorno del cual no se puede prescindir, el entorno de una vida que transcurre a oscuras, llena de historias que parten y que exceden a lo audiovisual. Inmersa en la penumbra absoluta de la sala, encontré en un afuera un reflejo sintomático de exactamente lo que me sucedía por dentro.

Mientras leo a Auster éste retoma una frase de Beckett que dice: “el hábito es el mayor insensibilizador”. No podría estar más en desacuerdo, en el hábito de ir al cine encontré lo que significa practicar el amor, el éxtasis de encontrarme con historias que se suceden tanto dentro como fuera de la pantalla mientras uno está sumergido en una amalgama de tiempo que parece no transcurrir.

La última especie de historia que me sucedió fue hace unos días atrás, ya en Buenos Aires, en uno de los cines de las grandes cadenas, estaba por ver El brutalista (2024) una película cuya duración es de 3 horas 34 minutos con un intervalo de 15 minutos, justicia divina frente a los reels de 15 segundos que suelo scrollear en las redes. El modus operandi de estos cines es bastante particular ya que dentro del horario del comienzo de la función te incluyen unos 20 minutos de propagandas, que podrían ser trailers debido al índole del lugar pero como de publicidad no entiendo mejor no opino. La mayoría ya estábamos sentados no sé si por la emoción o por el aburrimiento de que sean las 12 de la noche y querer dar inicio al viaje brutalista, casi todos estábamos situados en la parte de atrás pero había una persona muy valiente que se ubicó en el medio y muy adelante, que osada pensaba para mis adentros. Al unísono del comienzo de las largas propagandas esta persona se para y gira 180 grados quedando de cara frente a nosotros, mi incertidumbre era total ¿que pasa?. Esta persona empieza a elevar la voz, “¿me escuchan? ¿me escuchan?” repetía, “¿me escuchan?” Todos escuchábamos pero, ¿qué tenemos que escuchar? Y ahí es cuando comienza una militancia de protesta anticine, las frases a los gritos fueron: “Disfruten de la vida”, “¿Por que están acá encerrados todos a oscuras”?, “Disfruten sean libres”, “Están encerrados, VUELEN”, “Sean libres, sean libres, sean LIBRES”.

El episodio nos dejó perplejos ya que todos estábamos ahí porque todos elegimos estar ahí, no me imagino a ninguna de estas personas obligadas a asistir a una película a las 12 de la noche que dura casi 4 horas. Pero … que rara se ve la libertad hoy en día… El episodio terminó de una manera bastante civilizada, trabajadores del cine la fueron a buscar y esta persona decidió irse de la manera más pacífica posible, aunque al aullido de exigirnos libertad. Y entonces, cuando El brutalista empezó, ya lo había hecho, de la manera más brutal posible.

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