Clara Esborraz tomó a la ciudad de Buenos Aires como problema y espacio de ternura sin la necesidad de someterse al agendismo con el que las instituciones porteñas inflan sus iniciativas. La muestra se llama El fin de la ciudad y es una respuesta firme e imaginaria a lo que la ciudad nos da y nos quita, en su típico movimiento de histeria social, novedades y clasicismos; lo que queda cuando las cosas pasan.
Se propuso encontrar algo del inconsciente urbano y lo logró, apelando a ciertas estructuras cotidianas de Buenos Aires. De ahí surge una consecuencia más, una discusión con la nostalgia ondera y con la pedagogía contemporánea “formadora” de espectadorxs.
Bajo esa especie de premisa pragmática sobre las transformaciones, planeó un teatro donde cuatro personajes hacen y dicen lo suyo a la espera de algo mejor; aunque sin demasiadas esperanzas. Eso le da a la muestra el aire franco de un tipo de realidad artística que no está viciada del ruido de “los proyectos sobre la ciudad” y ese tipo de parafernalias teórico-agendísticas.
El fin de la ciudad se parece a una canción sobre Buenos Aires, dedicada al recuerdo y a las vueltas de la vida de lxs artistas de siempre, esxs que esperan el colectivo, recorren locales comparando precios de materiales o se comen un tostado de jamón y queso en un bar cualquiera mientras hacen tiempo para tener una reunión en la que les va más o menos. Lo contrario a esta vida cotidiana y real de lxs artistas es el terror ante la página en blanco de la gestión y sus gestores: la máquina que convierte a muchas personas en cerebros fríos que intentan hacer encajar en los moldes de la agenda cultural de un mundo sin centro las tribulaciones de la vida porteña. La ciudad y sus artistas no necesitaron nunca de la ansiedad de la burocracia global. Hay una forma artística porteña históricamente atenta a las metrópolis, al espectro universal del arte, pero desconfiada de sus luces; prefirieron siempre ver al mundo desde un bar del bajo. Clara se integra a esta tradición, que incluye tanto a Alfonsina Storni como a Norah Borges, a Aida Carballo a Juana Bignozzi y a María Moreno.
Esborraz dispuso en la galería Piedras tres salas bien distinguidas entre sí, donde suceden tres escenas distintas. En la primera la actriz Agostina Prato camina sin parar en una cinta de ejercicios mirando un poco al mapa del celular y otro poco al horizonte hecho del rincón de la pared a un metro. Su talante es nocturno, angustiado y temerario. Parece el mito de la llorona, caro a las leyendas de llanura de las que viene Esborraz, pero condenada a contar una relación. ¿Qué relación? Repite una larga carta a la ciudad, donde narra las peripecias del paseo y del trajín de atravesarla para trabajar o recuperarse de las noches largas. La carta es también un himno recitado al amor por la materialidad metropolitana, donde aparecen las barandas del subte, la calle Florida, los bares en su función semipública de aguantaderos del ánimo, las amistades, los taxis, el conocimiento de la ciudad de alguien que vive en ella sin haber nacido en ella y una frase sobre el tiempo pasando, como una condena, que dice: “cuando se hace de día te volves urbe”.
La segunda sala está gobernada por el personaje, a cargo de Teresa Viso, de una vendedora de corbatas de esos locales tipo Rigars, que poblaban el microcentro hasta no hace tanto. La vendedora es también una gata encerrada en el local, literalmente tras una persiana. Detrás suyo, a su vez, penden las corbatas intervenidas, transformadas en objetos de unión, que Clara confeccionó juntando esas telas suaves que nunca pasan de moda, que resisten cierto cambio permanente de casi todo, con elementos de oficina y picaportes. El ambiente, entonces, no es del todo un local, pese al mostrador y la vendedora. Se torna, mientras se lo recorre escuchando la cantinela de la señora-gata, en habitáculo sintético de muchas voces probables de la ciudad y de muchos signos sobre su deterioro y sus vidas ajetreadas. Si en la primera se simbolizan los trayectos a cielo abierto y las aventuras del espacio público, en la segunda se ve cierta capacidad mortecina de los espacios funcionales y repetidos de la ciudad. Digamos que la pregunta podría ser hacia dónde va a mutar la constante de la repetición en una ciudad que está cambiando tanto. ¿Qué tipo de rutinas vamos a vivir mañana?
La tercera es un espectáculo entre neoyorquino y balvanerístico de dos bailarines (la propia Esborraz y Cervio Martini) pasando una coreografía de una canción de Frank Sinatra en loop. El color de las paredes, las luces, los vestuarios (trajes y corbatas) e incluso la música, dan una sensación de cautela. No supe qué sentir. ¿Es la decadencia o el ascenso de una forma del entretenimiento? ¿Cómo habrá que divertirse cuando esta ciudad finalice?
La muestra parece reducir a cero el volumen de las cosas (aunque hay cosas) y regalárselas al arte de Buenos Aires, que es lo mismo que Buenos Aires pero con un poco más de entusiasmo y fraternidad.
Después de recorrer las tres escalas tuve la impresión de que Clara puso en juego un cierto tipo de atención: la necesaria para poder hacer de la ciudad un número vivo. Toda la muestra parece habérsele aparecido de sopetón, sintetizada en sus ideas, mientras esperaba cruzar la avenida Callao. Es la imagen de la ciudad no solo como alienación, sino también como lugar del que puede salir un rasgo de verdad en medio del caos. No hay que olvidar que lxs artistas son también personas anónimas que caminan en zigzag, a punto siempre de encontrarle el secreto a los finales para dar con algún que otro comienzo, alguna promesa posible.