¿CRÍTICA O ESTUPIDEZ? — Juan Laxagueborde
De un tiempo a esta parte me pasó que en alguna charla ocasional, sobremesa de confianza o rueda de semiconocidos que pasan el rato y hablan por hablar, muchas personas distintas se quejaban de que ya no se escriben textos en contra. De que la crítica de arte está dormida y cuando se despierta solo celebra, etc. Aunque nunca es del todo así, porque sigue habiendo textos que parecen embocarla, me parece una preocupación recurrente y por qué no válida. Lo que pasa es que en muchos casos está dicha desde un lugar de “consumidores” que demandan polémica seguida de joda, chisme, riesgo; como si se tratara de eso. Aunque, por qué no admitirlo, un texto en contra vive en parte así.
Sacando su lado entretenido, payadoresco, la crítica es complicada. No es fácil saber por qué no escribimos mas textos contra lo que vemos, atravesados por la ira de lo que no va y la mesura de saber decirlo. Arriesgo: 1) Porque no sabemos cuáles son los problemas a la altura de los que deberíamos estar, ni elegir un problema entre los problemas para que reflejen cierto fundamento estructural. 2) Porque cuesta dar con un problema y a la vez con la sintaxis que lo indique. 3) Para no ser obvios y decir lo que se nota a dos leguas. 4) Por la encerrona del comercio de la piedad, ese sistema de diálogos implícitos donde artista y críticx disimulan deficiencias, se dan la mano, reparten beneficios y a otra cosa. 5) Porque preferimos usar la energía para enfatizar lo que nos parece que está bien, que redime la normalidad y que trasciende las obviedades de las que nos fastidiamos pero que no llegan a rememorarse en textos.
De igual manera, una hipótesis que se sale de aquella premisa de que no hay textos en contra viene de otra. Lo que tampoco hay son lectores así, lectores dialecticos, lectores en contra. Una buena cuota de la queja de lo que no hay aparece por la pereza de esos lectores exigentes, que pretenden que se les marque con tres fibrones distintos el quid de la cuestión, cuando no hay más que atar los pequeños cabos de un texto (o de una serie de textos de un mismo crítico) para darse cuenta en contra de qué está ese texto que bajo una primera leída general no parece estar en contra de nada. A veces nos enfrentamos a la realidad de que una persona suba una foto a sus historias de IG despidiendo con emoción a Yuyo Noe y a la siguiente se la vea, a esa misma persona, sonriente junto al diputado y candidato del PRO Hernán Lombardi, contentísima por lo que el gobierno porteño, Lombardi y otras personalidades grises con poder y capital que la rodean, están haciendo por “la industria creativa que se fortalece”. Ni hablar del afán latifundista de esas salas del MAMBA que desde hace años se usan para desplegar hipótesis posdoctorales holistas para proyectar exhibiciones colectivas bajo ideas como Tierra, Cielo, Ambiente o Educación, venciendo siempre con su talante absoluto el esfuerzo de las obras, los artistas y los espectadores por sostenerse en relativa conciencia frente al mandato espiritual de los propósitos curatoriales. Estas son escenas de lectura y ejemplos de interpretación que podemos hacer todxs, que a cualquiera le van a parecer por lo menos extrañas y que a cualquiera, también, le van a parecer tan repetidas como escurridizas. Hay cientos de estímulos así por mes y sin embargo no se escribe sobre cada estímulo porque o bien no hace falta o bien no hay una preparación suficiente, un arrojo especular tal, como para tirar alguna premisa, empezar a trascender la imagen del problema. La dificultad de la crítica para dar con problemas que merezcan una intervención y la sed de diatribas de los lectores, puede que tenga un piolín de donde agarrarse si ven la ultima muestra de Pablo Rosales.
Estoy hablando de Volver a la estupidez, que puede verse en la galería Aldo de Sousa. Con un tono de picaresca en voz baja, en el papel de conductor de recursos conceptuales y materiales jugando todos hacia un mismo punto, traza una línea fronteriza para quedarse en el medio sin neutralidad. Atizador y garante de la discusión, Rosales opera secretamente en la historia reciente del arte porteño para indicar sus vectores más normalmente universales y para ir más allá de la cuestión reciente en la discusión sobre la histeria nacional con lo internacional. Aparece la transición permanente de las décadas, del tiempo y del artista habitando varios tiempos a la vez. Un enhebrador de ironías que arman una no ironía. La muestra es una forma de pensar la escritura crítica, con ese haterismo leve compuesto del refinamiento justo para pensar maneras nuevas y traer a colación muertos, cosas del pasado, grisuras, objetos y nombres vivos que nos dan lástima u orgullo.
La estupidez le sirve de reflejo para distraerse mientras hace, para devolverle a las obras un influjo formal, narrativo y por qué no discutidor en torno al quehacer, la manualidad, el escuelismo pos Thomas Hirschhorn, las instituciones estatales, corporativas o de la sociedad civil, la educación, la edición, lo que queda afuera de las definiciones históricas del canon (aún del canon raro), la pregunta por el color, por los planos de color y por el modo en que la estupidez, después de todo, baña los tobillos sociales del arte con sus pajaritos de plástico, sus ramas y el ruido que hacen.
¿Pero qué quiere decir estupidez para Rosales? Significa una impostación, un cambio sin ganas, una máscara. También una libertad sin destino, sin necesidad, con un puñal en el bolsillo que no se sabe cuándo habrá de usarse. Finalmente (estoy apelando en este párrafo-glosa al texto donde define sus inquietudes para la muestra) la estupidez es una búsqueda, una cierta duplicación del yo que se embroma a sí mismo para reírse, preocuparse, vestirse, comer y seguir. La estupidez es, probablemente, también la suma de voces de la crítica institucional mordiéndose la cola.
Encuentro que la serie protagonista de la exhibición es Egresados CIA, una serie de módulos tipo bastidores de madera donde prima un color y juegan las tensiones irónicas entre vida popular, modernismo y por qué no tristeza. Rothko copiado, latas de allimentos y sensación de prueba, de taller, de mientras tanto. La ambigua sigla CIA, acuñada por la Fundación Start (Roberto Jacoby) en los dos mil como joda en serio para darle un rumbo a las fuerzas vivas y a las personas perdidas del arte porteño, se cae ahora como llorando el hoy. Los dos mil -¿2000/2020?- son en definitiva ese tiempo no mensurado del todo que trata de contener para comprender, pero no cualquier comprensión sino una asistemática, desentendida, que se detiene no sabiendo del todo qué hacer ante los tomos sin alma que compilan la historia académica del arte argentino y a la vez proyecta sobre el imaginario materialista de la organización popular las fintas culturales de Gumier Maier, Benedit, Tulio De Sagastizabal, Pettorutti, Rosana Fuertes, Alejandro Puente o de una tipografía sacada de un grafitti que justo está a la vuelta de mi casa y que no puede sino hacer acordar a la de Fernanda Laguna, para que permanezcan como queja del tiempo, como ronquido y mito.
Así es generalmente el tono de fondo de todas las obras, ni hablar del tono de la muestra. Un tono acre, ya no entusiasta ni voluntarioso sino crítico sin esperar función y maldito sin quedar como un canchero. Lo maldito parece ser el arte en general, incluido Rosales, que se sabe parte de una época (como cualquiera) pero también puede verse en la supervivencia simbólica, en el no querer del todo hacer lo que hay que hacer para dejar de vivir así, para vivir bendito. De ahí que haya algo de contracultural fastidiado, de inutilidad por default, de chiste sin efecto. La tensión del chiste sin efecto es el equivalente oscuro, anti civico, del arte.
En los últimos discos de Lucas Martí, artista paralelo al trabajo de Rosales de hace más de veinte años, aparece la cuestión de la historia argentina contada con los recursos del montaje, la indiscreción, las música y los recortes de audios de archivos VHS que Martí fue juntando. Habría que superponer estos procedimientos a ciertas dimensiones de lo que hace Rosales. Una de las formas que queda como destilación de toda la muestra son sus experimentos con sonidos electronicos, con el movimiento y la casualidad del sonido, que es el aire entre las ramas y las latas que lo conducen en una especie de glorieta gigante o marioneta destartalada que gobierna todo el primer piso. Es como el sonido primero y último, la estupidez inicial y la inteligencia final de todas las cosas que no son personas.
Relegada y en sordina hay una obra de 2017, que hace acordar al Rosales decidor de entonces y que dice: “Debido al creciente número de intermediarios cada vez son más las obras que dicen algo”. Esta frase es particular y hermética, por lo tanto interpretable. Por un lado, se puede estar quejando de que cada vez hay más todo, que el sistema del arte es la manera en que se aplica a si mismo sus métodos de expansión irracional y estupidizante. Pero también puede estar queriendo decir que de la discusión, de la conversación sin centro, salen obras, no textos. Que la crítica es el momento anterior a que las obras venzan y que el crítico es un pobre escalón del arte. Su aguatero eterno siempre prescindible.