Es un descenso a una reunión de implicaciones nebulosas, una conjugación de ritos acefálicos, un diagrama que se delinea con la dúctil y peligrosa irradiación de los relámpagos; APNEA es todo eso y la vez no: el lenguaje alcanza apenas a rozar la superficie de los significados, se diluye en formaciones imprecisas, se curva en generosas capas de simbolismo difuso.
APNEA, la exhibición de Marco Pimentel realizada en El mirador entre noviembre y diciembre de 2021, y curada por Maruki Nowacki, remitió ya desde su nombre a una intersección fisiológica: la apnea es una oscilación disfuncional en un circuito respiratorio. Durante los tramos apnésicos el aire se interrumpe, provocando interferencias en las dinámicas neuronales que gestionan los tránsitos entre el sueño y la vigilia; se produce entonces una aceleración irregular en el automatismo de la respiración nocturna, que consiste en un desordenamiento fluctual de los ritmos sucesivos. Pimentel ha montado un dispositivo sensible que parece querer invitarnos a un vértigo puntual, a una sumersión en panoramas oníricos que sin embargo nunca termina de hundirnos.
Tuve la impresión de que APNEA es un umbral y de que Pimentel se coloca en esa posición problemática para oficiar con las dimensiones menos estabilizadoras de las imágenes. Porque los dibujos y pinturas de esta exposición no evidencian ni ocultan sus poblaciones imaginarias, sus convocadas efigies de territorios esotéricos: más preciso sería, quizás, decir que las licúan, en el sentido de que las disgregan en un flujo, pero también que para esa disolución es necesaria la intervención de una turbulencia. De esta manera, las imágenes entran en una zona espectral en la que no pueden señalar pero tampoco desligarse de las figuras plasmáticas que convocan. Disolución y des-ilusión. El remolino reaparece una y otra vez en APNEA como principio vectorial, como una génesis técnica que produce una curvatura convulsiva en la marea de las formas y los trazos. Cuando un flujo entra en turbulencia sufre la paradójica situación de acelerarse sin avanzar sobre una dirección recta. En su espiral de fuerzas concentradas el remolino se revela como una de las posibles versiones sensibles de la apnea: pulverizante velocidad sobre un punto fijo.
Así, Pimentel opera en esta muestra una encriptación localizada de sus obras: no sólo porque estas se vuelven crípticas en la dilusión visual que las vincula, sino también porque la instalación es en sí misma una cripta, articulada entre un nivel superior y una sala subterránea. Antes de abordar las escaleras, un descendente y sombrío cuerpo alado nos indica la inmersión necesaria. Y esa dinámica de pasaje entre dos espacios se complota con la lógica intersticial de APNEA. En la sala inferior Pimentel ideó una particular articulación de un conjunto de dibujos, enlazándolos y tensándolos entre sí en una suerte de tapiz vertical. Son piezas que realizó a lo largo de un mes, de a uno por día, y entre ellos se cuelan hojas en blanco, como recurrentes intrusiones del vacío (son los días en que no dibujó). Desplegadas así, demarcando un período definido, esas obras se sumergen en la cronografía anegada de la muestra, sugiriendo que el ordenamiento sucesivo y periódico de los días es una forma entre otras de concebir y experimentar el tiempo.
Los remolinos de Pimentel me recuerdan por momentos a los atractores de Lorenz, esas formalizaciones ópticas de las ecuaciones del caos. Se trata de sinuosos espirales entrelazados que conceptualizan la imposibilidad de predecir el despliegue conductual de ciertas interacciones físicas. Esto me resulta interesante, porque los espirales son formas que sólo avanzan trazando y recomenzando una y otra vez la amplia longitud de un perímetro siempre abierto. Inmersos en su movimiento podemos captar, por un instante recursivo, la forma general del recorrido del trazo, que sin embargo nunca es completa. Sé que, para seguir el pulso intuitivo de lo que luego sería APNEA, Pimentel ha tenido en mente, entre otras cosas, a la flor de Jericó. La flor, otra forma que crece en espiral. Esta rarísima planta de entornos áridos pasa años en estado de sequedad total, hasta que el contacto con un recodo mínimo de agua la hace reverdecer y brotar a una velocidad impresionante. En esa espera tan abierta al desierto de todo hallazgo, y en ese desfase prolongado entre su sequedad y su germinación, hay -los amantes de los plantas lo saben- una latencia realmente misteriosa. No es algo fácil reducirnos a los componentes necesarios. Un espera tan activa como hipnotizada, una capa de oscuridad nocturna, y el agua que se nos concede sin avisarnos