De un tiempo hasta acá la vida se trastocó. Veo la fachada de una de las sedes del organismo estatal donde trabajo y me río con cierta lástima. Resulta que en el mismo edificio, en la planta baja que tiene un sector con local a la calle, se instaló una iglesia evangélica que tiene su nombre ploteado en un tamaño gigante. Se llama “Avivamiento Buenos Aires”. Para que quede clara la imagen: los trabajadores ingresamos a un edificio con un cartel de avivamiento. Me he encontrado fumando con otros compañeros en la puerta y hemos hecho comentarios del estilo “a llorar a la iglesia”, como para sumarle algún condimento más simpático.
Lo que sucede en el interior del edificio no mejora la experiencia. A 9 meses del cambio de gestión en la administración pública lo que acontece es lastimoso. Pareciera que hay un interés mayor en la vigilancia y el control que en cualquier otra actividad. Es llamativo el intento constante por hacer que toda tarea pueda desmenuzarse al punto tal de que quepan en diferentes excels que deben completarse bajo un estricto orden. Que nada quede sin ser validado. La palabra “validado” es muy importante. No dejan usar las palabras “política pública” o “articulación” pero “validado” es un hit. Ya no es novedad que un nuevo campo semántico irrumpió.
Hay algo fantasmal en este nuevo aspecto de las validaciones. De alguna manera siempre se está esperando que llegue alguna validación que permita salir del letargo y poner en funcionamiento el sinfín de “proyectos” (y no políticas públicas) que los trabajadores hemos elaborado bajo la insistencia de las autoridades del área. Sin embargo, es esta misma promesa de acción la que promueve un Estado en estado de vaciamiento.
Hace algunas semanas las estaciones de subte de la Ciudad de Buenos Aires amanecieron con unos hombres de traje en las hileras de los molinetes. Una suerte de patovicas que vigilan que todos los pasajeros paguemos. Desde que me mudé al departamento en Caballito hago uso casi gratuito de esa linea de subte porque tanto en la estación Puan como en Plaza de Mayo hay puntos ciegos que permiten que, con un ligero movimiento, pueda correr el molinete y pasar sin pagar. Lo tomo como una victoria personal, una especie de recupero. Un envión modesto, un avivamiento criollo. Recientemente volviendo del trabajo bajé por las escaleras de la estación terminal del subte A y vi al vigilante de traje. La frustración me hizo llorar.
Mientras me obsesiono silenciosamente con las apariciones cada vez más comunes del control y la vigilancia, una amiga me compartió una antología de crónicas de Clarice Lispector titulada “Revelación de un mundo”. Me destaca una, específicamente. Se llama “Los grandes castigos”. En esta crónica, Lispector relata una amistad traviesa y amorosa con su amigo Leopoldo a quien conoce en el jardín. Ya en primer año de la escuela primaria los dos niños deben responder una evaluación que pretendía medir el estado de situación de la educación brasilera. Por cierto ánimo pispireta que compartían, la maestra decide que hagan la evaluación correspondiente al cuarto grado. Tanto la situación como la evaluación les resulta sumamente inentendible por lo que este evento es interpretado por Lispector como un sometimiento por sus comportamientos indisciplinados. Ella rompe en un llanto sostenido y él la contiene.
El tiempo en la oficina pasa lento y espeso. Es el momento donde la tarde se alarga. Ya nadie conversa. Miramos nuestras computadoras y esperamos que algo suceda. A algunos les faltan muchas horas por delante para cumplir con la jornada, otros cuentan los minutos. Abajo, sobre la calle Alsina, un borracho canta a los gritos una y otra vez en un inglés chapuceado “you were always on my mind you were always on my mind”. Una y otra vez.