Empecé a escribir este texto el lunes 14 de agosto, mientras veía los minutos gastarse en el reloj del margen derecho de mi computadora y pensaba en el triunfo que, el día anterior, había alcanzado Javier Milei en las elecciones primarias. De fondo escuchaba a mis compañeros de oficina enumerar las razones de ese triunfo y explicar con franco convencimiento de qué forma podrían revertirse los resultados. Había algo en la atmósfera que necesitaba un esfuerzo más, como si todas las explicaciones se hubiesen agotado, como si fuese necesario cambiar los prismáticos o directamente destruirlos para tocar la superficie áspera de lo que teníamos (y todavía tenemos) enfrente. Pero por algún motivo, el ejercicio de adentrarse sólo me parecía posible corriendo la vista hacia los costados, poniendo a prueba la potencia de la evasión. Después de haber escrito y borrado párrafos enteros, dejé todas esas impresiones medio desordenadas acá:
A veces agarro lo que veo para alejarme de mí.
Me acuerdo de la cabeza de un pibe dormido saltando contra la ventana del tren mientras de fondo las imágenes del paisaje se desgranan como un timelapse. La punta de su nariz roza apenas el plástico rugoso que recubre el interior del tren. Alrededor sus amigos charlan y se ríen y empiezan a mirarse cómplices mientras pispean de reojo al otro, que ya hizo del ruido de las vías y del golpe constante de su cabeza un trasfondo alucinado para sus sueños. Pienso en mi propia fragilidad. Uno le mete la punta del dedo índice en la boca, acariciando por adentro la mucosa acolchada de sus labios secos. Los amigos sueltan una carcajada. Qué hijo de puta, es una piedra. Dormido todavía, el pibe exhala un suspiro caliente, se acomoda, y rota levemente su torso buscando un escondite en el asiento. Con la cara hundida en las formas duras del transporte, vuelve al ritmo regular de su respiración, regalando al mundo parte de su espalda y todo su perfil derecho. Quizás sueña que está soñando y que nadie lo ve. El más chiquito del grupo, todo desgarbado y con menos cara de vivo y más ganas de campear que los demás, tensa la palma de su mano, la encaja en la raya de jean que le divide en dos el culo, y la desliza por el tobogán como si estuviese comprando ropa en cuotas sin interés. Dejo de mirar o sigo mirando sin pensar. Intento archivar la gracia que me despertó la secuencia cuando estaba recién empezando.
Es verdad que, como leí en algún lado, hay dos maneras de matarse: el suicidio y el desapego. Pero las dos nos tiran a lugares, si no opuestos, alejados entre sí. Una es una clausura, un punto colmado de formas y palabras que coquetean con un borde hasta que lo cruzan. La otra es una distancia absoluta, total y equidistante con todas las cosas por igual. Me gusta pensar el desapego como forma de matarse, como forma tibia y desviada de morir, en un mundo que todo el tiempo nos advierte sobre los riesgos de meterse de lleno con las cosas. Digo, el desapego es una actitud a la que se llega con práctica y método: hay todo un arsenal de terapias y fármacos que nos ayudan a soltar, a fluir y a dejarnos ser. No puedo decir esto sin pensar en esa descripción que Martínez Estrada hace de Simone Weil y que es quizás una antítesis del desapego: “Vivió pensando sobre cuanto la rodeaba, sobre cuanto estaba más allá y más arriba de su capacidad de percibir, y sobre sí misma”. ¿Cómo hizo Simone para vivir así, en una especie de sentimiento oceánico profundo y permanente? Intento no olvidarme de que es la misma Simone que, seguramente con el espíritu alterado y opaco como una piedra, perdida en los callejones sin salida a los que la llevaba su inteligencia, escribió: “Vacío: noche oscura”.
Doy vueltas alrededor de estas ideas porque pienso que hay una pátina gris que recubre y uniformiza los gestos, los discursos y los objetos del presente. La frase de Weil entonces me funciona como esqueleto para una configuración íntima de lo que está pasando afuera, tal vez lo contemporáneo. Un ahora inmediato que tiene el golpe de una batería a destiempo de fondo. Apocalipsis en mi intimidad, canta Moura en el quinto tema de Superficies de Placer. “Zonas de nada, violenta/ Bifurcaciones acechan/ Busco un atajo personal/ Para salvar el huracán/ Unos proyectos de canción”. Es el relato desesperado del fin de un momento, del tiempo desarmándose frente a los ojos. Me encuentro juntando las cosas que me gustan y acopiándolas como una rata en su guarida (un plato de cartón dorado, un barco de papel hecho con un panfleto del sindicato, una tarjeta con ositos de colores que me dejó un chico en el subte, una rosa de plástico, pañuelos con restos de maquillaje, etc.); aullando exorcismos al micrófono con mis amigas, queriendo pasarle la lengua a unas pinturas hasta que el óleo seco me raje la boca en dos, metiéndome en lugares ruidosos para cansarme entre babosas desconocidas que se agitan la quietud y la monotonía de los días.
Ese rejunte decadente y expresionista es un poco el rastro que la imaginación va marcando para colmar el vacío, para despertar del sueño profundo de la noche oscura. La vida lenta, agazapada, se corre a la banquina del devenir vertiginoso del mundo. Como si para bajar la velocidad hubiese que, efectivamente, bajar. “¡Féretros alegóricos, sótanos metafóricos!”. En tiempos difíciles, la luz estroboscópica se siente más amable que el pinchazo de los rayos del sol. Pero, ¿cuántas veces se puede bajar? Digo, no estoy segura de que la evasión sea un recurso siempre disponible para proteger la fragilidad de nuestros corazones.
En los ochenta bajar al sótano era transformar los golpes del asfalto en beats blandos y amortiguar el traspié pausado de la democracia; de los resquicios que la dictadura había dejado sólo se podía salir por la vía del pop. Tal vez tenía algún sentido construir templos pastiche para la alegría, el sexo y el placer, porque ya habían estado las trincheras llenas de poetas. Pero ahora los sótanos son solamente baúles donde escondemos nuestras inmundicias para poder seguir con la vida normal de la superficie: la canción nueva que nadie logra componer no es bailable y pegadiza.
Quizás debería no pedirle nada al presente o aceptar que lo que recubre todo no es gris sino de unos colores que no entiendo bien y no me gustan. El estoico diría que hay elementos de sobra para esperar algo mejor del mundo y podría creerle si no pensara que el estoicismo es la estatua imperturbable de un pasado del que nadie se acuerda, una estaca clavada en el piso, que ignora el temporal que le pasa por el costado.
Los amigos del tren se divertían. Los chistes también son ritos de iniciación. No sé si el pibe que dormía se despertó con la mano de su amigo en el culo o si el negro denso profundo de su cansancio lo fue dejando cada vez más entregado al torneo que sus compañeros organizaron con las cavidades de su cuerpo.
La pregunta sobre por qué esta coreografía de varones, como un remolino de fuego, se lleva puesta a la estatua con todo su estoicismo es inquietante.