DOS ESTÍMULOS FRENTE AL KARMA DE LA INICIATIVA — Juan Laxagueborde
El agendismo en el arte porteño podría buscar socorro en algunas otras actitudes no tan pegadas al aplauso instantáneo o a la indignación. Porque cuando las instituciones fomentan con tanto ahínco pensar la naturaleza, la micropolítica o la sociedad contemporánea terminan generalmente enredadas en un karma de la iniciativa; algo parecido a lo que nos puede pasar a las personas cuando no sabemos qué hacer. El trabajo se transforma en una carrera para llegar al meollo de “la agenda”, término caro al periodismo, a lxs gestorxs culturales y a lxs asesorxs de políticxs o emprendedorxs sin espíritu que acomodan lo que son a moldes de yeso.
Una palabra que puede operar como alternativa al agendismo es la palabra tradición. Es que la tradición siempre es de algo, entonces cuando viene a nuestro encuentro lo hace de la mano de otras actitudes: tradición política, tradición cautelosa, tradición a largo plazo, tradición de vanguardia, tradición crítica, tradición amorosa, tradición sabandija, tradición interpretativa. A esta última se ajusta desde hace ¡diez años! uno de los proyectos de Santiago Villanueva, la revista Tradición, de la que acaba de salir el número 9. Recuerdo alguna vez una presentación, hace mucho tiempo, en el museo Yrurtia una mañana de sábado, sin ínfulas, charlando como si se tomara mate en el cordón de una vereda de Azul, justamente el lugar de donde la revista dice que viene en sus tapas. Hay ahí una tradición del pensamiento y del gesto sobre el arraigo y la localización de las pasiones que queda abierto. En diez años la revista pasó por ensayos de críticxs sobre arte argentino pordiosero o querible, un discurso de Perón frente a la comisión de artistas que esperaban de él algo que no les dio, palabras del filósofo heideggerano, justicialista y maoista Carlos Astrada sobre la pampa… en fin, un conjunto de relaciones hermenéuticas con los textos. Es decir una forma renovada de conversar con la jovencísima y maleable tradición argentina, mientras suceden los pormenores penosos y bailables del siglo XXI. Este último número que tengo en mis manos, viene con un texto clásico del pintor Jorge Larco sobre el pintor Miguel Angel Victorica, solo hallable en librerías de libros usados. El libro original forma parte de la serie de “monografías de arte” que la editorial Losada publicaba en los años cincuenta, con un texto estructural sobre unx artista y decenas de imágenes de su obra. Eran tiradas populares, en tapa blanda y tamaño estándar de 10x15.
La revista Tradición reedita entonces este texto y elige privilegiar una única imagen de las aparecidas en la primera edición: la pintura “El secretario”, donde Victorica homenajea a Antonio, su colaborador permanente, su más entero confesor y acompañante; don Antonio también fue destinado a que no olvidemos su mueca en esa pintura tremenda que se llama “Cocina Bohemia”, con su diente de ajo volador, el brillo del aceite de oliva y la tranquilidad calamitosa, típica de Victorica, hundiendo el fondo hacia una nada.
En su texto, Larco reivindica que a Victorica solo le interese pintar, como un yonqui que consume esas ganas sin más, en la fiebre del taller, totalmente en calma pero preocupado por dentro en cómo distinguir el borde de un florero de una boiserie beige que lo reclama. Para Larco Victorica es un pintor que expresa indecisiones y que insiste en dejarlas así. Es que su vida era tensa: tenía una posición económica acomodada, era beato y célibe y a la vez amaba darse una vuelta por los bolichitos de La Boca, su barrio sempiterno, para escuchar la voz perdida de la vida popular sin otra afinidad que la piedad, bien cristiano y ecuménico como era. Victorica siempre supo, y lo dijo, que en las voces de lxs trabajadorxs, lxs locxs y borrachxs, estaba la poesía de la pintura, que había que abrevar de ahí. Larco termina por decir que esas pinturas sin centro, con el corazón medio ladeado que las mantiene vivas, “nacen de golpe, sin gestación”, porque es un pintor-brujo que no da tiempo a meditar. Es como si la meditación estuviese adentro de las obras. Ver un Victorica es como ver la vidriera de un proceso de trance en su faz desprolija.
Después de poner este punto aparte, ayer, fui a ver las obras de Coti Alberione en Norma Mía. Desde el vamos irradian una sonrisa estoica, poco habitual en las corrientes internas del arte hiperactual, tan apurado en tantos casos por significar soluciones “planetarias”. Las pinturas de Coti estaban ahí esperando, concientes de que antes que ellas hubo otras, millones de otras, y que luego habrá millones más. Pero eso no las reduce, más bien les da un condimento de piezas únicas. A diferencia de Miguel Victorica, el trance está totalmente controlado con elegancia. Cuentan el éxtasis de una manera alternativa, porque lo arrinconan en zonas distintas entre sí, al interior de cada pintura. En montoncitos de rugosidad, en la estridencia de unas petunias, en la aparición de un mapa de cosas lindas cuando me corro dos metros y veo el par de pinturas centrales de lejos, casi como vistas desde un avión, como quien ve un territorio realmente inexistente desde una distancia celeste. De esta manera, las cuatro se vuelven varias más. La zona de los dorados, ya sea que ponen en juego monedas, collares o unas formas africanas que adornan y fijan rostros. La zona de las flores, pequeñas y apretadas o reinando como figuras humanas. La zona de los retratos, complementaria a las flores pero también en medio de la tradición de los ojitos y la boca puestos en cualquier lugar para formar caras en el caos. La zona de las formas fijas y planas, con algo de baldosa o estampa o empapelado pintado a mano.
Por momentos la pintura de Coti es puntillista, paciente y fría. Por momentos nos enseña a distinguir al detalle del “gran relato”. Pero lo que me parece que brilla en estas pinturas es la particularidad. La pintura de Coti siempre tuvo eso, deja ser lo que pinta sin necesidad de relato. La forma está por sobre la narración. Por ejemplo, en la serie de los trajes de baño, protagonizada por figuras pálidas que tienen la discreción de dejar vivir a las formas no humanas, a los detalles ancestrales del juego con las geometrías o las formas blandas de los atuendos. Lo particular es un homenaje a las partes perdidas, al resto de las generalidades del relato hidalgo de buena parte de las instituciones y artistas argentinxs que salen y entran de “las problemáticas” como si fuese un zoom. Lo particular tiene algo de gratuito y por eso fomenta una liberación cautelosa, una emoción local, medible, sin otra pretension que la conversación entre técnicas que pasan al cuadro como ofreciendo una alegría popular.