Mientras fumo el último cigarrillo me acuerdo de ese póster de Kurt Cobain. Una foto en blanco y negro que había conseguido en alguna revista, probablemente revolviendo pilas en la feria del parque Rivadavia. Se armaba los domingos por la mañana alrededor del monumento. Una movida autogestiva a la que me daba orgullo asistir. Una especie de pertenencia, aunque aún no supiese mucho a que. Después vendría lo demás, los besos y el punk-rock, algo que gracias a dios, reemplazó rápidamente a los otros domingos, los trascendentales de la misa católica. Con ese póster empezó mi adolescencia, la que duró gran parte de mi vida. Desde los catorce, hasta mínimo los treinta, fui una persona sin responsabilidades auto-impuestas, simplemente por haberme creído vencida desde antes de salir al sistema. El póster es importante, porque con él yo podía comunicarme. Es decir con Cobain. Podía sentir su dolor y me podía identificar con él. Pero de nuevo, nada de esto sabía por aquel entonces. Ahora no puedo parar de hacerme estas preguntas, las que denotan el abismo generacional por el que indefectiblemente todos pasamos tarde o temprano ¿Cómo podría suceder algo así, hoy, en este contexto desfasado por la alienación de la pantalla en donde escribo? ¿Cómo sucede la magia aquí y ahora?
Hoy toda la verdad del mundo está en nuestras manos, pero me asfixio. Tanto sentido le quita el sentido al sentido. Hagamos lo que hagamos estamos generando información, interferencias. Nada serio en este mundo que se cae cada vez un poco más a pedazos, porque finalmente lo que más me gusta hacer, eso que me apasiona que es la pintura, la termino dejando ahí, conviviendo en ecosistema con ese mejunje al que llamamos (no se lo que es y detesto esta palabra) algoritmo. Y después entramos a un museo solo por un puñado de fotos, frente a pinturas ante las que ni siquiera somos capaces de detenernos a ver. Los detalles que hacen la experiencia. ¨Algo íntimo y a menudo innombrable”, lo que es el punctum para Barthes. Un destello en la mueca de alguien o la manera en la que dice algo, siempre irrepetible.
YDP2 es como distinguimos lxs orientadorxs de sala a las que ocupan las pinturas de Yente y Del Prete, en el medio del gran salón dividido en tres. Hace un mes trabajo haciendo esto: me paro todo el día en los salones de un museo de arte contemporáneo, a ver (vigilar) que las personas no toquen o se choquen con las obras. Casi nada. Entremedio, me indigno al ver a las personas posando para hacerse selfies con las pinturas, pero después sonrío y me reconozco en ellxs ¿Quien no quiere pertenecer?, ¿demostrar que estuvo ahí? Al fin y al cabo todxs vamos pasando por experiencias que nos llevan a otras experiencias y él que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. Los museos tienen algo de eclesiástico, pienso, y lxs curadorxs de curas, pero no de sacerdotes.
En paralelo, hay una obsesión que tengo y que me acomete cada vez que piso un museo. Cuando una pintura me convoca la tengo que tocar. Ocurre como un llamado, un llamado al pecado, para seguir con la temática divina. No es importante de quién sea la obra. Puede ser un Hockney en la Tate o un pintor desconocido en un museo de barrio (estos suelen ser los descubrimientos más interesantes). Lo único que me importa en ese instante en el que mi mano se abalanza, es la satisfacción de mi deseo inmediato. Pero ¿que es lo que busco realmente? Si es que el arte es un misterio, ¿dónde se encuentra? ¿Acaso es el momento de pintar, de escribir? Nunca lo sabremos, de eso se trata. Pero de lo que sí debemos estar segurxs es que, sea lo que sea a lo que nos referimos cuando hablamos de “eso”, no se encuentra ni en los museos ni en las miradas indiferentes de estos visitantes casuales. Tal vez sea algo así como lo que decía Bresson, que Dios está en las catedrales y en las iglesias, pero desaparece en el momento en el que aparece un cura. En el Frida está el arte, sí, pero desaparece ni bien alguien ingresa de la mano de un teléfono. Y aún entendiendo que el arte se completa con la visión de un otrx, encuentro más bien esos ojos contemplativos en la mirada de Juan, el portero de mi edificio, quien días atrás me contaba la manera en la que se apropió de una pintura encontrada en la calle. La colgó en la pared del costado de su cama. Todos los días me levanto y la miro, me dijo. Siempre le encuentro detalles nuevos. Pinceladas, trazos, repetía de mi boca asintiendo, pero para esto tampoco se necesitan palabras.
Hoy tuve ¨descanso cero¨, que significa, en nuestro lenguaje de orientadores de sala (a partir de ahora ODS, aunque lo tenga que nombrar solo una vez más), entrar una hora más tarde y salir una hora más temprano, a cambio de pasar todo el día sin descanso: descanso zero. Pienso en la ironía de P., la mujer de recursos humanos, aunque a ella no le importen otros recursos que no sean los suyos y menos cualquier asunto que involucre a la humanidad. Pero no me quiero ir por las ramas, como siempre. Si les cuento esto es para llegar a porque estoy acá, escribiendo este txt, mientras intento deducir para dónde va: la escritura es el proceso, me acuerdo, pero de nuevo la inmediatez no me deja pensar. Lo quiero todo ya, pero voy muy lento.
Volviendo: ¿que se llevan estas personas de esas pinturas? ¿Cambian sus vidas, o al menos sus estados, después de haber visto un bordado de Yente o el famoso Frida Kahlo? Tres personas se encuentran de casualidad en esta sala y se ríen como si estuviesen en un bar. De pronto me deviene un pensamiento: estoy equivocada ¿Quién soy yo para juzgar a estas personas por el solo hecho de estar sentada, aburrida, en esta silla? Me acuerdo entonces de que por suerte acá también hay cosas que me hacen bien. Mis favoritos, los besos imprevistos frente a las pinturas. Ayer, cuando levanté la vista ellxs ya estaban así, abrazados e inmóviles. Parecían fósiles. Sentí tristeza y me acordé de una foto que robé años atrás, desde adentro de una pizzería en Godoy Cruz y Santa Fé. De nuevo un último abrazo, pensé. Pero lo que luego sucedió me hizo reconfigurar la percepción del ahora, y por lo tanto, del pasado y del futuro. Porque cuando se soltaron (cuando al fin se soltaron), él la agarró de los cachetes y en un impulso le sonrió y le clavó un beso. ¿Y si lo que venía yo pensado durante todos estos años con respecto a esa foto era en verdad lo contrario? Porque en mi mente tener la foto era lo único que me importaba, el alivio de ver la imagen nítida en la pantalla de mi cámara. Ver esto me conmovió, y sé que estas cosas solo suceden cuando uno menos las espera. La alegría de inventar vida donde antes había solo aire.
¿Y si en ese póster de Cobain es donde realmente se encuentra el arte? A veces, solía encerrarme en el taller y hablaba con las pinturas. Escuchaba lo que me decían: que no tenga miedo, que no les tenga miedo. Aún así, no las trato como oro y no se cuando será el día que alguien se ponga guantes para manipularlas. ¿Que hago escribiendo de todo esto sentada en el museo? Si me observan por las cámaras (me observa por las cámaras), me pueden echar. A los ODS no se nos permite sentarnos habiendo una sola persona en la sala. No me importa. Mi contrato termina a fin de mes y no tengo intenciones de seguir cuidando pinturas que no me pertenecen, ni orientando la mirada de nadie, salvo la mía. O que la orienten mis pinturas, mejor. Aunque alguna vez hasta haya llegado a odiarlas por culparlas de esta enfermedad que es ser artista. Y que cuanto más enfermo, mejor, porque más cura.