Casi nunca quise ser artista, pero infinidad de veces fantaseé con suplantarlxs. En su vertiente fantástica, la suplantación no está revestida con las caras sedas del “querer ser otro” del que habla la psicología, esa inestabilidad de la identidad que, se dice, continuamente nos mueve a ser otra cosa de lo que somos. Desde esas coordenadas, la suplantación no pasa de ser una aberración psíquica, cuando no directamente una baja pasión, prima-hermana de la envidia y la frustración que, cuando acontece, toma la forma de una triste paja mental. Pero más allá de esos oprobios, creo que algo en el orden de lo extraordinario ocurre cuando suplantamos a alguien, sea en la realidad o en la fantasía.
Me imagino la suplantación como una apropiación delirada del universo de alguien, no como una migración a otro lugar. Me lo imagino como San Pablo, que en su intento por habitar la palabra de Jesucristo decía “Os juro, hermanos, que cada día muero” y, una vez se había desprendido de sí mismo, como si unx fuera un apéndice muerto que impide la movilidad, proclamaba “ Ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí”. Así pensada, la suplantación se parece mucho a la muerte mística: otrx vive en mí y yo vivo en otrx, y a la vez ninguno de esos dos polos vive en rigor; lo que vive es otra cosa. ¿Cómo es que podemos aniquilarnos, aunque sea por unos segundos, para ser esa otra cosa?
La debutante es un cuento de Leonora Carrington en el que se cuenta la historia de una niña que se hace amiga de una hiena en el zoo. Ante la angustia de su “debut”, una suerte de fiesta de los 15 de la cultura anglosajona, la debutante decide que la hiena acuda en su lugar para librarse del evento. A continuación, el cuento desgrana los pasos que hay que dar para llevar a cabo una suplantación real: en primer lugar, dejarse seducir por la joven hiena para hacerlo, entregar a su sirvienta a sus garras, recortar con pequeños bocaditos su rostro hasta que encaje con el de la hiena y, finalmente, vestirla con sus trajes de gala y enseñarle a andar en tacos.
En la suplantación, unx se encuentra con ciertas limitaciones que hacen imposible sostener la interrupción del orden de las cosas. Por ejemplo, el fuerte hedor que la hiena desprende y termina por alertar a la madre de la debutante. Aún así, la debutante se las arregla para ejecutar una coreografía que lleva la suplantación a un extremo de duración. Este cuento me hizo pensar en las estrategias que se despliegan cada vez que se suplanta a alguien para que el hechizo se sostenga en el tiempo. ¿Qué desencadena esa experiencia y cómo se la hace durar? Los talleres de artista siempre surtieron en mí una especie de purificación, como la de Pablo de Tarso, en la que muere en mí todo lo que me pertenece y dejo que la suplantación me posea. De los sentidos necesito bien poco, siempre son las ganas de trascender las que acuden a la percepción para entramar pretextos sensibles en una nube de escenas imaginarias. El trabajo de lx artista en cuestión puede ser de mi gusto o puedo despreciarlo, pues de él solo necesito un tenue aroma de realidad.
También, en las conversaciones, a veces me embebo de lx artista hasta el punto que, llegado el momento, empiezo a arrinconarlx con preguntas para que diga lo que me gustaría escuchar, lo que yo, siendo ellx, contestaría (y de hecho me contesto). De mi gusto también es incitar la verborragia en lx otrx y grabar algunos fragmentos, para luego desgrabarlos y continuarlos a mi antojo, apropiándome de las palabras de otrx sin tener que rendirle ningún tipo de fidelidad a su elocuencia, que inevitablemente termina por renquear.
Con esto no invento nada nuevo, y si se trata de establecer filiaciones, señalaría dos. La primera es lo que los formalistas rusos bautizaron como skaz, que Bajtin analiza famosamente en el caso de Dostoievski como “una fascinación por la fisionomía de la palabra viva, una infección estilística que parte de la oralidad de otra persona y termina generando una entidad narrativa impersonal, que no es el hablante o el escritor, sino una nueva mezcla”. La segunda filiación sería el détournament o la apropiación no autorizada de los situacionistas, que parte de una obra y la ensambla en un nuevo aparato de estilo que sirve a una finalidad distinta a la original. En mi caso, el détournament o desvío de la palabra de lx otrx sirve a algo bien simple: vivir en ella tanto como se pueda.
Lejos de ser una borradura de lx artista, la suplantación es mucho más devota a su mundo que un simple sentimiento de empatía. ¿Por qué pretender que unx entiende, que puede representarse el universo de otrx? Lo más justo es entregarse al sentimiento de querer habitarlo, sin importar las pálidas distinciones personales. Y aunque ahora, mientras escribo, puedo recrear en el recuerdo esos instantes con una intensidad intacta, sé que la mejor forma para hacer durar la suplantación es la escritura. Desde hace algún tiempo quiero escribir un libro sobre vidas de artista suplantadas en el que, dedicando cada capítulo a unx vida contada en primera persona, entre medias se forme implícitamente todo un arte de la suplantación.
Ese deseo nació en la presentación del libro de cartas entre el crítico Atalaya y el pintor Giambiagi, en la que Malena hablaba de cuán insoportable y tierno era leer a Atalaya queriendo inmiscuirse en el trabajo de Giambiagi, desplegando un sinfín de artimañas de puro metiche para estar más y más cerca, porque “no podía dejar de mirar”. Esas idas y venidas de cartas se le hicieron insoportable a Male hasta que ah, entendió, lo que estaba teniendo lugar era un intento de suplantación. Atalaya se escribía con Giambiagi para prolongar esa fantasía y, casi sin quererlo, la ponía a merced de las trabas de la realidad. Las cartas a veces no llegaban, o llegaban con mucho retraso, o llegaban con quiebros y desencuentros por parte de Giambiagi, tratando de zafarse de ese intento de posesión, o simplemente dejando que su espontaneidad interpusiera un misterio entre él y Atalaya. Inevitablemente la ilusión empalidecía por momentos y, por más que Atalaya conseguía vivir en el arte de su amigo, mientras uno se dedicaba a estudiar los distintos tonos de verde en un campo en Misiones, el otro seguía encerrado en su cuartucho de mala muerte en capital, fundando revistas anarquistas y fabricando bombas caseras.