Introducción - Juan Laxagueborde
Este ensayo, publicado originalmente en 1911, está bastante descatalogado de las librerías, tampoco es fácil conseguirlo en internet. Simmel fue un filósofo de las formas alemán, nacido en 1858 y fallecido en 1918. Con su trabajo desarrolló en varias facetas una cuestión a la que volvió: de qué manera los detalles de la vida de la gente, de sus gestos, sus objetos y sus quehaceres repetidos, indican lo social. Fanático del pormenor, Simmel fue pionero en ver lo particular como expresión, conversación y disidencia. Vio en los puentes y en las puertas un signo de ambivalencia parecido al de este texto. En las camisas estridentes un rasgo de lucha contra el sentido común. En el estilo paseandero un interes por ser parte del mundo y dejar una marca a la vez. Hay en toda su obra una expectativa en el diseño y sus consecuencias. Un afán de encontrar los fetiches menos pensados de la vida cotidiana. El asa, el mango de una taza, de un chopp o de una jarra, es para Simmel la forma que hace conversar de manera paradigmática al arte con la sociedad. El mundo ideal del arte encuentra en el asa la fricción con el mundo real, y entre los tres se vuelven un teatro del conflicto entre utlidad, catarsis y rescate. En este texto se leen conjeturas sobre decoración y arte, sobre sociedad e intrumentalismo. Nuestro autor parece haber estado obsesionado toda la vida con verificar las cosas lindas y utiles en un solo objeto. Mirarlas fijo, manipularlas todos los dias y usarlas mientras pasa el tren de las dubitaciones por la cabeza cerrada de la vida burguesa, que entonces se abre un rato para discutir contra su propia utilidad paranoica. Dice en medio del ensayo: “El asa es uno de los problemas estéticos más merecedores de reflexión”. Simmel puede enseñar a encontrar en los cachivaches del mundo su secreto, lo que pasa es que en otros cachivaches puede estar el siguiente secreto. Esa sensación es la que sostiene la tensión crítica hasta hoy y nuestro autor parece haber dejado picando una advertencia nerviosa. Esa que ayuda a asumir que si no se presta atención a lo que está cerca, lo que se conoce y se usa, no se sabe lo demás.
El asa
George Simmel
Las modernas teorías del arte señalan resueltamente que el cometido específico de la pintura y la escultura consiste en representar la configuración de las cosas en el espacio. Esto, sin embargo, podría inducir con facilidad a olvidar que el espacio acotado en la representación pictórica es algo totalmente distinto del real, del vivido por nosotros. Pues mientras que en éste es posible tocar el objeto, en el cuadro sólo puede ser contemplado. Mientras que un fragmento del espacio real es percibido como parte de un infinito, el espacio del cuadro lo es como un mundo encerrado en sí mismo. Mientras que el objeto real se halla en interacción con todo lo que se mueve o está fijo en torno suyo, el contenido de la obra de arte ha seccionado estos hilos y funde a sus propios elementos y exclusivamente a ellos en una unidad autosuficiente. La obra de arte, en suma, vive una existencia que se sitúa más allá de la realidad. Con las visiones de la realidad, de las que sin duda la obra de arte obtiene su contenido, construye un imperio soberano. Y si bien el lienzo y los colores que se le aplican constituyen fragmentos de la realidad, el contacto de la obra de arte resultante, encerrada en un espacio ideal, con el espacio real es tan tenue como el que puedan tener los sonidos con los olores.
Lo mismo sucede con todo utensilio, con todo vaso, en la medida en que se le pueda considerar como un valor estético. Como trozo de metal, tangible, ponderable, inserto en el trasiego y las conexiones del medio circundante, el vaso es un fragmento de la realidad. Sin embargo, su forma artística lleva una existencia por completo aparte, encerrada en sí misma, de la que su realidad material es un mero soporte. Ahora bien, dado que el recipiente no ha sido pensado, como el cuadro o la estatua, por una aislada intangibilidad, sino que debe cumplir -aunque sólo sea simbólicamente- una finalidad, puesto que se toma con las manos y se inserta en los movimientos prácticos de la vida, se sitúa a la vez en esos dos mundos. Mientras que a la pura obra de arte le es del todo indiferente el elemento real que queda, por decirlo así, apagado, en el vaso que manipulamos, que llenamos y vaciamos, que ofrecemos y colocamos aquí o allá, la realidad hace valer sus derechos. Esta doble posición del vaso se manifiesta de la manera más destacada en su asa. Ésta es el miembro con el que cogemos el vaso, lo alzamos, lo inclinamos; por medio del asa se proyecta aquél expresivamente en la realidad, es decir, a las relaciones con lo exterior, inexistentes para la obra de arte en tanto que tal. Pero no sólo el cuerpo del vaso debe obedecer a las exigencias del arte; las asas no son meros asideros indiferentes a todo valor artístico en su forma, como los elementos de encaje del marco de un cuadro. Al contrario, esas asas, que vinculan el vaso con la existencia situada más allá del arte, están integradas también en la forma artística y deben, prescindiendo por completo de su finalidad y sentido prácticos, justificarse puramente como formas y, en esta medida, constituir con el cuerpo del vaso una visión estética. Este doble significado, que se manifiesta con característica claridad, es lo que hace del asa uno de los problemas estéticos más merecedores de reflexión.
El criterio inconsciente aplicado al efecto estético del asa parece venir dado por la manera como alcanzan la armonía, en la figura del asa, ambos mundos, el exterior, cuyas exigencias la vinculan al recipiente, y el de la forma artística, que reclama al asa sin preocuparse para nada de aquél. Además, el asa no solo ha de poder cumplir efectivamente su función práctica, sino que ésta ha de hacerse patente también por su forma y aspecto. Esto sucede de manera especial en los casos en los que el asa parece soldada, en oposición a aquellos en los que da la impresión de formar una sola pieza con el cuerpo del vaso. La primera configuración indica que el asa procede de poderes exteriores, que pertenece a un orden exterior de las cosas, destacando entonces un significado que va más allá de la pura forma artística. Tal censura entre el vaso y el asa se acentúa con mayor fuerza en la forma de serpiente, lagarto o dragón que esta última adopta a veces. Esta forma del asa sugiere en ese sentido especial porque el animal se enrosca desde afuera en el vaso y parece integrado como a posteriori en el conjunto del mismo.A través de la unidad estética y visual del vaso y el asa se manifiesta aquí la pertenencia del asa a un orden en todo distinto del que procede y que reclama a esto y subrayando con la mayor fuerza la tendencia a la unidad, algunos vasos parecen haber sido formas plenas cuya materia alcanzaba ininterrumpidamente hasta su periferia, habiéndoseles restado luego la cantidad necesaria de ésta hasta que las asas sobresaliesen; tal sucede de la manera más acabada en algunas tazas chinas cuyas asas han sido trabajadas con el metal frío. La pertenencia a la unidad estética se acentúa en otros casos de un modo más orgánico cuando el asa parece surgir del cuerpo del vaso formando un circuito sin interrupciones y proceder de las mismas fuerzas que configuraron a ese mismo cuerpo. Como los brazos del hombre, que habiendo surgido del mismo proceso homogéneo de organización que su tronco, constituyen al mismo tiempo el elemento de mediación de las relaciones del conjunto del ser con el mundo exterior.
A veces, las tazas planas tienen una forma que, con su asa, parecen una hoja con peciolo; de este tipo se conservan algunas muy bellas procedentes de las antiguas culturas centroamericanas. La unidad del crecimiento orgánico vincula aquí de manera perceptible ambas partes. De la herramienta se ha dicho que no es sino la prolongación de la mano o de los órganos humanos en general. En efecto: así como para el alma es la mano un instrumento, también el instrumento es para ella una mano. Pero el hecho de que el carácter instrumental separe alma y mano no impide la íntima unidad con las que inunda el proceso de la vida. Que estén al mismo tiempo juntas y separadas es precisamente lo que constituye el secreto indivisible de la vida. Pero ésta se proyecta más allá del contorno inmediato del cuerpo y engloba al “instumento” o, más bien, toda sustancia extraña deviene instrumento así que el alma la incorpora a su vida, al círculo colmado por sus impulsos. La diferencia entre lo externo y lo interno del alma, que para el cuerpo es a un tiempo importante e insignificante, resulta además preservada y anulada en un único acto en lo relativo a las cosas más allá del cuerpo porque el gran motivo del instrumento las inserta en la corriente expansiva y unificadora de la vida. La taza poco honda no es más que la prolongación o la potenciación de la mano que eleva y sostiene. Sin embargo, como la taza no sólo se coge entre las manos, sino se toma por el asa también, aparece un puente mediador, una conexión flexible con ella, que le transmite como una intuitiva continuidad el impulso anímico en su manejo y que con el retorno de esta fuerza la reintegra en el ámbito vital del alma. No hay símbolo más perfecto para expresar esto que decir que la taza deriva del desarrollo de su asa como la hoja de su peciolo. Es como si del hombre se sirviese aquí de los canales del flujo natural de la savia entre el peciolo y la hoja para inyectar su propio impulso al objeto externo e insertarlo así en el curso de su propia vida. Pero la impresión que produce el asa también comporta de inmediato un cierto desasosiego, cierto desagrado, cuando una de las dos significaciones suyas queda por completo sacrificada a la otra. Sucede así con mucha frecuencia, por ejemplo, cuando las asas constituyen tan sólo una especie de ornamento en relieve adherido al cuerpo sin dejar ningún espacio libre entre unas y otro. Al quedar anulada por esta forma la finalidad propia del asa -la aprehensión y el manejo del vaso- surge una penosa impresión de contrasentido y cautividad, como la que suscitaría la visión de un hombre cuyos brazos estuviesen atados al cuerpo. Y sólo raramente puede la belleza decorativa resarcir del hecho fehaciente de que en tal caso la tendencia a la unidad interior del vaso ha cortado su relación con el mundo exterior. Por otra parte, de la misma manera que la forma artística no debe ser tan prepotente que desmienta la evidencia de la finalidad útil del asa (aun cuando ésta, como en el vaso ornamental, carezca de relevancia práctica), tampoco la finalidad del asa debe aparecer con tanta fuerza que ofreciendo una imagen adversa, destruya la unidad de la impresión que produce. Existen recipientes griegos que tienen tres asas: dos en el cuerpo del vaso, para poder cogerlo con las manos e inclinarlo en un sentido o en otro, y otra en el cuello del mismo que permite volcarlo en un sentido. La impresión declaradamente horrorosa de estas piezas no procede ni de una inmediata contravención de la intuición ni de la utilidad práctica, pues ¿por qué no podría inclinarse un recipiente hacia diversos lados? Se deriva más bien, en mi opinión, de que los movimientos posibles según este sistema sólo pueden realizarse de manera sucesiva, mientras que las asas se contemplan de manera simultánea. Se derivan de aquí impresiones dinámicas completamente confusas y contradictorias, pues aunque los requerimientos de la evidencia inmediata y de la utilidad práctica no se contradicen en este casi de manera primaria, la unidad de la visión resulta mediatamente deshecha: porque las asas, que son como movimientos potenciales, se ofrecen en una simultaneidad que por fuerza ha de desmentir la realización efectiva de tales movimientos.
Y esto nos lleva al otro posible defecto estético del asa: su exagerada separación de la impresión de conjunto que produce el vaso. La buena comprensión de esto exige efectuar antes un rodeo. El carácter más exageradamente ajeno del asa con respecto al recipiente en su conjunto, su más pronunciada destinación a un objetivo del tipo práctico, aparece cuando no está adherida de manera rígida al cuerpo de la vasija, sino cuando puede doblarse; esta circunstancia se subraya a menudo en el lenguaje del material por el hecho de que el asa es de una sustancia distinta al recipiente. Esto da lugar a múltiples combinaciones. En algunos vasos y copas griegos el asa, adosada de manera fija al cuerpo del recipiente y de la misma materia que éste, representa una ancha cinta. Si se preserva, en estas circunstancias, una plena unidad de forma con el recipiente, pueden obtenerse resultados muy afortunados. La materia de una cinta, con su peso, consistencia y flexibilidad completamente distintas de las propias de la materia del cuerpo del vaso, adquiere un carácter de símbolo, significando de manera suficiente a través de las concordantes diferencias la pertenencia del asa a una provincia distinta de la realidad, al tiempo que la igualdad real de la sustancia de ambos permite que se mantenga la coherencia estética del conjunto. Pero en ocasiones se da el caso de que el frágil y sutil equilibrio entre las dos exigencias a que ha de responder el asa se rompe de un modo muy desfavorable; tal sucede cuando un asa fija y de idéntica materia que el cuerpo del vaso imita de manera naturalista a una materia distinta, a fin de destacar así su peculiar sentido. Precisamente entre los japoneses — que son, por lo demás, los mayores maestros del asa — se encuentra este efecto por completo inconveniente: asas de porcelana fijas que recorren, alzadas, el diámetro del vaso y que imitan a la perfección las asas móviles trenzadas en paja de la teteras. Aquí se percibe hasta qué punto se impone con el asa un mundo ajeno al sentido inherente al vaso, pues es claro que la finalidad peculiar del asa gravita de tal forma que se reviste al material del vaso de una superficie por entero innatural y enmascaradora. Así como el asa adosada inmediatamente al cuerpo del vaso, sin dejar espacio alguno, exagera su pertenencia a éste de manera unilateral y en detrimento de su propia relevancia práctica, así esta última configuración cae en el extremo opuesto: pues no hay manera más desconsiderada de acentuar la heterogeneidad entre el asa y el vaso que dando al material del asa, que el es mismo que el del vaso, la apariencia de algo totalmente distinto y como adherido a este último desde afuera.
Por último, el principio inspirador del asa -es decir, ser intermediaria de la obra de arte con el mundo pero permaneciendo inserta por completo en la forma artística- es confirmado por la circunstancia de configurar también a su contrapartida, esto es, a la apertura o boca que sirve para vaciar el contenido del vaso. Por medio del asa el mundo accede al recipiente, por medio de la boca el recipiente alcanza el mundo. De este modo, en suma, resulta completa la inserción del vaso en la teología humana: recibe por el asa su corriente y la devuelve por la boca. Precisamente porque la boca surge del propio recipiente de manera directa es más fácil conectar orgánicamente su forma a él (la misma expresión boca, que carece de término correspondiente para el asa, evoca ya esa función orgánica) y por eso no son tan frecuentes en ella las formas antinaturales y absurdas que se dan en el asa. El hecho de que el asa y la boca se correspondan una a otra, de manera gráfica, como extremos del diámetro del recipiente y que deban guardar un cierto equilibrio tiene mucho que ver con las funciones que desempeñan al delimitar en sí mismo al recipiente y vincularlo también, no obstante, con el mundo práctico: la una en sentido centrípeto y la otra en un sentido centrífugo. Es como la relación del hombre como alma con el mundo exterior: por medio de la percepción sensible la corporeidad llega hasta el alma, y por medio de las inervaciones voluntarias el alma llega hasta el mundo corporal; perteneciendo ambas cosas al alma y a la intimidad de su consciencia, que es la alteridad de la corporeidad y que se inserta en ésta a través de aquellas dos proyecciones.
Es de un interés central convenir en que los requisitos estéticos, puramente formales del asa, quedan cumplidos cuando sus significados simbólicos (pertenecer a la unidad acabada del vaso y constituir al mismo tiempo el punto de apoyo de una tecnología completamente externa a esta forma) han alcanzado la armonía o el equilibrio. Y esto no guarda ninguna relación con el sorprendente dogma de que la utilidad decide sobre la belleza. Pues se trata justamente de que la utilidad y la belleza se plantean el asa como dos exigencias extrañas la una a la otra -aquélla del mundo, ésta de la forma del vaso en su conjunto- y de que, digámoslo así, una belleza de orden superior engloba a ambas y hace de su dualismo, en última instancia, una unidad que no es susceptible de descripción ulterior. La tensión entre sus pertenencias hace del asa un indicio altamente característico de esa belleza superior, apenas tratada aún por la teoría del arte, de la que toda belleza en sentido estricto es sólo un elemento. Esta queda así incorporada con esa belleza que podríamos llamar supraestética -y con todas las exigencias de la idea y de la vida- en una nueva forma sintética. Tal belleza en suprema instancia es, sin duda, lo decisivo de toda obra de arte realmente grande, y su reconocimiento es lo que más nos separa a nosotros de los diversos esteticismos.
Pero junto a esta perspectiva existe otra que justifica tal vez el que procedamos a una consideración tan extensa de un fenómeno de tan escasa entidad aparente.Se trata de la amplitud de las relaciones simbólicas, que se manifiesta precisamente por su aplicación válida a lo que es en sí mismo insignificante. Pues lo que está en juego, en efecto, es nada menos que la mayor síntesis y antítesis humana e ideal, a saber: que un ser que pertenece totalmente a la unidad de un ámbito determinado es al mismo tiempo reclamado por un orden de cosas completamente distinto, que le impone una finalidad que determina su forma, sin que tal forma tenga que dejar de estar ni en lo más mínimo inserta -como si el segundo orden, al cabo, no existiese-en el primero de los ámbitos citados. Un número extraordinariamente elevado de círculos -políticos, profesionales, sociales, familiares- en los que nos encontramos insertos se encuentran rodeados por otro círculos de igual modo a como rodea el medio práctico al recipiente, es decir, de tal manera que el individuo, perteneciente a un círculo estrecho y cerrado, penetra en los círculos contiguos y es utilizado por éstos cuando, por así decirlo, los círculos más amplios tienen necesidad de manejar a los más estrechos e insertarlos en su más amplia teleología. Y de la misma manera que por su disposición a un cometido práctico el asa no debe romper la unidad formal del vaso, así el arte de vivir demanda del individuo que preserve el papel que desempeña en la clausura orgánica de un círculo determinado al tiempo que se pone al servicio de los fines de una unidad más amplia y contribuye, con ese servicio, a articular el círculo más estrecho con los que le rodean. No de otro modo acontece con los distintos centros de nuestro interés. Cuando conocemos o acatamos exigencias morales, o creamos productos gobernados por normas objetivas, penetramos con estas partes o fuerzas de nosotros mismos en órdenes ideales que parecen guiados por una lógica interna, por un impulso evolutivo suprapersonal; en ocasiones estos órdenes ideales concentran toda nuestra energía y se sirven de ella. Lo decisivo entonces es no dejar que se rompa la unidad de nuestro ser centrado en nosotros mismos, procurar que toda capacidad, toda acción, todo deber de tipo moral, se someta en el ámbito del ser a las leyes de su unidad, sin que por ello deje, a la vez, de pertenecer a aquella exterioridad ideal de cuya teleología somos nosotros como puntos de transición. Quizás resida en esto la riqueza vital de los hombres y de las cosas, pues ésta estriba sin duda en la multiplicidad de sus recíprocas pertinencias y en la simultaneidad del dentro y el afuera, en la sujeción y fusión en una parte que es al mismo tiempo también liberación porque frente a ella está la sujeción y la fusión en otra parte. Una de las cosas más admirables de la concepción y de la configuración del mundo por el hombre es que un elemento comparta la autosuficiencia de un todo orgánico como si se agotara por completo en él y que a la vez pueda ser el puente a través del cual se infunde una vida por completo distinta al primero; puede ser el asidero con que la totalidad de la una aprehende la totalidad de la otra, sin que por ello ninguna de ambas deba desgarrarse. Y que esta categoría, que encuentra en el asa del vaso quizá su símbolo más exterior, pero precisamente por ello más indicativo de su amplitud, obsequie a nuestra vida con tal diversidad de vidas y convivencias, constituye seguramente un reflejo del destino de nuestra alma, que tiene su hogar en dos mundos. Pues también nuestra alma alcanza su perfección sólo cuando, plenamente inserta en la armonía de uno de los dos mundos como miembro necesario de él, penetra también, y no a pesar sino justamente por medio de la forma que esa pertenencia le impone, en los nexos y el sentido del otro mundo; como si fuese el brazo que uno de los mundos -sea el real, sea el ideal- extiende para alcanzar al otro y atraerlo a su interior y para dejarse alcanzar y atraer a su interior por el otro.