Publicado originalmente en La cabeza de Goliat, libro de 1943 del que hay muchas reediciones.
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Hay un día de la ciudad que pone en ella una nota melancólica y nostálgica. El domingo no es el día de Buenos Aires; los días de trabajo le pertenecen, pues Buenos Aires no sabe descansar ni pasear. La vida le viene del comercio, del movimiento, y en cuanto no hace nada se pone triste. Las gentes ambulan como pájaros perdidos. Aquí y allá la ciudad les ofrece recintos de fingida alegría, sitios de artificial congratulación. Buenos Aires no ha sabido hacerse agradable a los dioses festivos. El domingo es el día del hogar, y Buenos Aires no es un hogar sino un hotel.
El programa del ciudadano es estar ocupado en alguna obligación en que su personalidad esté anestesiada por el trajín. Le duele despertarse y encontrarse solo. Encontrarse solos consigo mismos es un trance enojoso para muchos, porque se vive para afuera; y quedar en el seno de la familia, un número de programa muy desagradable.
El matrimonio constituido como para disolverlo más adelante, pero que suelda a los cónyuges con ligámenes indisolubles; los hijos que llegan cuando se está en lo más bravo de la lucha; parentescos que se establecen contra todas las leyes naturales de la afinidad, de las creencias y de las genealogías; la permanencia, no se sabe hasta cuándo, en un vivaque lleno de alarmas y apuros.
Tampoco Buenos Aires se aguanta a sí mismo. No ha sido fundado ni construido ni está habitado para intimidad y la paz satisfecha. Si quiere divertirse exagera su alegría hasta convertirla en dolorosa. Los estadios de fútbol, el hipódromo y los cafés se llenan de gente que no puede permanecer en casa, que es expelida de ella. Huyen de sí mismos, y el juego equivale al alcohol. Cuando se los ve pasear solitarios se advierte que la ciudad ha huido de ellos. Los que pasean no disfrutan; están descentrados. Rostros fatigados de la libertad semanal, parejas silenciosas, sombríos transeúntes que no saben adónde ir. ¿Adónde ir? Es la víspera del lunes, con que se comienza una nueva serie. La música que sale a la calle los domingos es como el baile de las películas mudas, grotesca y servil. Está usándose para una fiesta entre desconocidos, moviendo cuerpos cuyas almas están a millares de metros de distancia. Y como de ninguna manera es alegre, la música sale los domingos y anda por las aceras pegada a la pared, como un perro sin dueño.
Por suerte, los estadios de fútbol se tragan este hastío.