EL JOCKEY: SUPUESTA RAREZA — Juan Laxagueborde

Victorica
6 min readJan 2, 2025

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1// Esta es la historia de un ídolo en decadencia, un jockey borracho que ya no gana carreras. Solo le queda aguantar la presión de la mafia del turf, que lo persigue por la ciudad para subirlo a un caballo. En paralelo vive un romance con Abril, una jocketa parca y sigilosa, con la que espera una hija. En algún momento la historia se parte en dos por un accidente deportivo y se va disolviendo alrededor de los espejismos mentales del protagonista. Dicho así, con este tono de gacetilla entradora, confiable, la película genera expectativa: reducida a su argumento tiene todo por contar. Cuenta todo esto, pero la historia, su materialidad literaria, su intriga, su aventura, incluso sus temas (el mundo del turf, la caída del héroe, el amor), se arrinconan aturdidos por la forma y por las ocurrencias del director, que tienden a la pavada y al subrayado.

2// Me gustaría ahora dar cuenta de algunos problemas del bochinche de recursos y símbolos en el que la película se pierde. Esto suele pasar en la filmografía de Luis Ortega, pero acá se satura. Lo primero que se me ocurre es señalar las referencias permanentes, para no decir compulsivas, al contexto de los personajes. La estetización de los escenarios, los personajes mudos que acompañan el hilo de la historia, los detalles kitsch de objetos y arquetipos. Permanentemente se nos recuerda que pasan cosas raras, decadentes o inauditas: un linyera con ACV pide monedas, un joven amputado de sus brazos y piernas toca la armónica y toma medio vaso de cerveza; un pájaro marrón brilloso descansa en el pasamanos del subte; una petaca de whisky barato se esconde bajo una virgen de Luján hueca; un revólver dentro de una bolsa de nylon con unas salchichas; una balanza de farmacia que parece prestada por un amigo que regentea un bar de Colegiales en el que son fanáticos de esta película; una oficina del director de una cárcel que se parece a un departamento del Cavanagh; un bife de chorizo largando su jugo en primer plano; el regimiento de los granaderos a caballo paseando por una calle de Barracas que se parece a Bélgica.

La suma desordenada de todos estos planos, y tantos más que no anoto por fiaca, tienen como resultado una película fragmentaria, deshilvanada, astillada. Parece un largo videoclip de Babasónicos pero sin la elegancia lírica. La película podría haber sido lírica, podría haber sido elegante, podría haber sido rara, podría habernos desorientado. De hecho se nota que su director quiso que su objeto se constituya de todos estos atributos. Este es un signo de candidez y probablemente el rasgo que hunde a la película, que la pierde para siempre en el olvido.

Sabemos por las notas de prensa que el director de fotografía es el mismo que el del cineasta finlandés Aki Kaurismäki, Timo Salminen. Este dato no deja de ser revelador. En mi caso lo supe después de ver El Jockey. Aunque había notado una reminiscencia estructural, no terminaba de notar a qué. Tantísimos planos de apariencia simétrica, desequilibrados por una columna, un terciopelo o un detalle intrascendente del decorado que se apila al enchastre simbólico cansador, moralizante, recursivo, a la sátira, al absurdo del 85 por ciento de las tomas, se vuelven ahora material indispensable para relativizar esa búsqueda de excelencia oscura de Ortega. Es que de Kaurismäki la película solo tiene su DF. No están los escenarios, la luz, la sociedad taciturna, los personajes con el corazón ambiguo ni la perspectiva sociológica piadosa de cada escena. En Ortega no hay una historia sencilla expandida. La imagen nunca está en silencio. El alcohol, por ejemplo, es una excusa, un adorno, no una estructura de clase. Así, la contratación de un elemento clave en el equipo de Kaurismäki, tratado ahora como un “recurso humano” que una empresa de logística se muere por retener, demuestra la encerrona formalista del film. Es que tempranamente, digamos desde el minuto tres, nos damos cuenta de que va a ser todo así, de que los patrones de manual de Ortega van a identificar a la película con lo peor del concepto de identificación, es decir: el punto en el que los espectadores acceden sin demasiado esfuerzo a las técnicas con las que se filmó, a los recursos industriales que Ortega aplica como un buen alumno de una escuela de publicidad más. Totalmente identificado, perfecto y prolijo creyendo, sin embargo, que es un desobediente.

En los créditos del comienzo circulan una veintena de logos, tan característicos de cierto cine actual, para contarnos cada uno de los elementos, las corporaciones, los procesos, que hicieron posible una película así. Me parece que nos advierten, inconscientemente, que la propia película sabe que está siendo hablada por los logos, por lo que implican. Cuando termina, nos acordamos que gracias a los logos ya sabíamos del exceso de producción, del presupuesto exagerado e inútil. Son el portón a partir del cual vislumbrar que la película no va a poder reponerse en ningún momento de esta implicancia, que está sedimentada en su propia forma final.

3 // Como un personaje que no participa pero condiciona al todo narrativo, un hombre de patillas, sombrero, bigotes y talante pendenciero hace las veces de un fantasma. Más allá de la pertinencia de este papel llama la atención el parecido físico con el “Malevo” Ferreyra, policía y represor tucumano que se hizo “famoso” en la década del noventa cuando asesinó a tres jóvenes en Tucumán, durante la infancia de muchos de nosotros. Para el momento Ortega era un niño, ni más ni menos que el hijo del gobernador “Palito”. Tan inexplicable como la repercusión que la figura de Ferreyra, en medio de la gestión de “Palito” (período en el que se lo juzgó y se lo metió preso; más adelante el gobernador y genocida Bussi le reduciría la pena) debe haber tenido en el pequeño Luis, es su presencia en la película. El personaje está desaprovechado, lejos de operar como una aparición mítica, de religiosidad siniestra y pop criminal argentino, es un villano mental de un cinismo obvio. Ferreyra se suicidó ante las cámaras en 2008, luego de haber sido condenado por delitos de lesa humanidad. El peso hostil de su figura está lejos en el tiempo, y cerca ni bien se lo nombra. No es fácil decir con justicia por qué está desperdiciada su leyenda, pero podría arriesgar que la historia como una sola imagen, hecha de microimágenes obvias y cancheras, se lo traga. Lo reduce a un raro más, sin historia ni mito.

El punto más destacable de la película son las coreografías. Podría haber sido un buen musical. El film muestra escenas de bizarrismo coreográfico, en el sentido de su composición, muy bien logradas; cuando esas escenas están al borde de caer en el cliché la imagen se equilibra en algún punto, como en la escena de las jocketas elongando antes de la carrera, con sus vestimentas, las maderas de los lockers y la profundidad de campo que le da las distintas ubicaciones. Lo que pasa es que el bizarrismo exagerado de los planos detalle y la aparición de freaks y cosas donde no deberían, tapa también el recuerdo y la gracia de las coreografías, que podrían haber tenido una respiración autónoma e integrada si las hubiesen dejado hacerse cargo de la historia. Podría decir que en El jockey casi no hay gente y cuando hay es un problema. Hay momentos donde el sueño traumado del protagonista no necesita de nadie, como en la secuencia donde se lo ver perdido y en transformación. La escena está embellecida de un dramatismo perezoso, impostado. Desactiva la potencia coreográfica de la ciudad misma. A su vez, cuando hay gente en la calle, como en el plano del microcentro donde el jockey Manfredini frena para orientarse un poco, se nota un ir y venir mecánico de extras haciendo de porteños apurados, como en una publicidad de una AFJP.

4// Dicho todo esto, se me hace que El Jockey es un intento grandilocuente -y por qué no, inocente- de evocar zonas siniestras de alguna que otra forma de vida clásica y popular, sin riesgos ni excesos, con todo controlado. Es una película ansiosa sin ser una película astuta. Cualquier problema estético, cualquier cuestión dramática que toca, se convierte en un producto, en un frame de una carpeta para pedir más presupuesto, como en un abracadabra financiero que se multiplica sobre sí.

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