El Buenos Aires antiguo está representado por la Pirámide, que señala tanto el fin de la época colonial como el comienzo de la nacionalidad; y el nuevo Buenos Aires tiene su alegoría en el Obelisco, que apunta al cenit sin evocar ni representar, aunque pueda vérselo como el símbolo de la aspiración informe y anónima hacia lo infinito y lo eterno. Los constructores de la Pirámide sabían qué suma de sentimientos y de afanes comunes perpetuaban; pero los constructores del Obelisco no supieron para qué lo erigían, ni pusieron en la obra ningún fervor, ni siquiera la aseguraron para una existencia efímera. Las lajas del revestimiento desprendiéronse apenas terminado, las trepidaciones del suelo y del subsuelo conspiraron contra su estabilidad y así adquirió una fama escandalosa, como si hubiera sido engendrado por viles propósitos y sin un designio apoyado firmemente en la tierra. Ambos monumentos vinieron a quedar en el aire, por socavárseles antes o después la base, por las excavaciones para los subterráneos, con lo que una y otro quedaron sobre el vacío. No es justo ver en esto sino una coincidencia del azar; pero lo cierto es que precisamente los dos símbolos del pasado y del porvenir quedaron fundados sobre el vacío, que es más o menos lo que nosotros hemos hecho al construir en el aire y al quitarle a la historia y a la grandeza efectiva del país sus cimientos verídicos y naturales. La estabilidad del pasado y del futuro puede ser la misma, pero siempre habrá una grande diferencia entre un puente y un istmo. En la Plaza de Mayo, que fue el escenario de los hechos más ilustres de ayer, se alza la Pirámide con la estatua de la República, y en la Plaza de la República se erige el Obelisco sin estatua, misterioso como un menhir. Una habla al corazón de su pueblo con humildad y franqueza; el otro permanece mudo, con inscripciones que no superan la mortuoria sobriedad de la cita histórica y del epitafio, que cuando retiene sólo el nombre y las fechas alcanza el desiderátum de lo que podemos llamar la historia documental, inconclusa. ¿Para qué estatua se reserva ese pedestal? Un Obelisco no es un pedestal sino el moderno trasunto del altar común en la Edad de Piedra, cuya reminiscencia de un culto fálico ha sido captada por el pueblo bajo, tan propenso a revivir estados arcaicos de la psique. Lo cierto es que en los últimos años se notaba una indiferencia casi ultrajante hacia la vieja Pirámide, sobre la que recayó un poco de la sombra de la Casa de Gobierno. Verdad es que el sol se pone tras la Pirámide, pero también es verdad que el rubor está en la fachada del Palacio y no en el rostro de la República. Rogelio Irurtia ha trabajado con todo su genio y su paciencia en un proyecto de Pirámide gigantesca, dentro de la cual quedaría la actual, simbolizando el monumento, del que sería la entraña, el Pasado, el Presente y el Porvenir. Se encontró más fácil hacer algo distinto y no hay duda de que las ganas no les habrán faltado a los ediles y su corifeo, de arrasar con la vieja Pirámide que no tiene voz para ellos ni puede significar más que un monumento de mal gusto arquitectónico. No es visible el mal gusto histórico, y por eso nadie puede ver la belleza de la Pirámide y la fealdad de muchos espíritus exquisitos. Sobre todo es ineludible considerar el hecho de haberse erigido el Obelisco antes de glorificar debidamente la Pirámide, como un acto agresivo de los hombres significativos de la actualidad, con su falta de respeto y amor al pasado pero con su falso orgullo del porvenir. La erección de aquel simulacro no es un nuevo ornamento de la ciudad sino una réplica paródica del Viejo Monumento. Se quiso demostrar que los constructores del porvenir superaban a los constructores de la nacionalidad. Por eso es una obra destructora. El más lejano horizonte histórico de esos hombres nuevos está en 1820 y no en 1810. Cuando en 1820 las montoneras entraron en la ciudad, los caudillos ataron sus caballos al pie de la Pirámide. Entonces comenzaba la nueva era generadora de toda la miseria ulterior, de la anarquía espiritual y de la audacia política. Veremos si otras hordas invadieran más adelante la ciudad, qué colgarían a lo largo del Obelisco, pues para ellos el Obelisco es un pedestal de su personal ambición y un mástil de su egoísmo de próceres sin programa de acción. Ellos, que nunca han pensado que las banderas de los edificios nacionales debieran ser amplias y limpias, sin desteñir ni remendar, anhelan tender a lo largo del Obelisco alguna enseña bastarda que les hable de un futuro absurdo más bien que de un pasado glorioso.
Por alguna ciudad europea o norteamericana debe de haber algún obelisco semejante, sin el cual no se explicaría éste. Aunque es evidente que no se ha inspirado en el de Washington sino en el de Tannenberg… Mientras se le encuentra otra explicación mejor (lo que vendría a ser como colocarle por anticipado alguna estatua en la cúspide), representa la pujanza abstracta de la ciudad de todos y de nadie, la juventud sin ideales concretos y el asombroso aumento de la población vegetativa. Buenos Aires recobra por él su blasón de ciudad cosmopolita, sin alma ni carácter. Si históricamente el Obelisco marca el fin de la era de la Pirámide, políticamente marca la ruptura casi definitiva de la nacionalidad. El símbolo de la ciudad es ahora una abstracción. Desde el punto de vista de la perspectiva, era irremediable colocar «algo» en el centro del rond point de esa plaza, que algún día señalará el punto de arranque para internarse en el país por el sur y el norte. Será su mejor destino si se convierte en un punto de arranque hacia el interior y no en un polo magnético al que converja la intermigración de los campos. Es decir, si se le toma de punto de partida para la conquista contemporánea del desierto y no de palenque para las cabalgaduras de los fugitivos de las tierras fiscales y de las provincias azotadas por los caudillos. Lo mejor de todo, para quedar bien con los de ahora y con los que vendrán después, fue elevar un monolito apócrifo que puede simbolizar todo y nada. Es decir: lo de hoy tanto como lo de ayer y lo de mañana. Más bien un pedestal vacante para colocar en él alguna estatua colosal; y así, mientras no se la coloque, cada ciudadano eminente puede soñar lo que quiera e ir usando para sus adentros del pedestal. También puede considerársele como un postizo provisional, porque ese «algo» debía colocarse en la pampeana avenida de la República si no queríamos que se instalara la pampa auténtica a reclamar para ella ese espacio abierto como su más legítimo símbolo urbano. Si debiéramos borrar toda sugestión del desierto y de la despoblación del país, lo mejor era colocar un semáforo cosmopolita que rompiera el ensalmo de la evocación. Para muchos de vista más corta y de cabeza menos firme, el Obelisco sirve de punto de orientación cuando salen de los cines con los cuatro puntos cardinales patas arriba. De día es el más gigantesco reloj de sol y de noche todavía el sol sigue alumbrándolo a través de la tierra, cuando la ciudad se oscurece, para que señale la hora a los que están dormidos.
Pero ¿había de permitirse que la Plaza de la República fuera tan luego un pedazo de territorio desolado como si el baldío pudiera servir de emblema mejor que la Estatua del Prócer Desconocido? El Obelisco servirá, al menos, como confirmación de la fuerza fecunda e impúdica de la ciudad capital y como Negación del Baldío.