ESPERA Y EXISTENCIALISMO ARTÍSTICO — Juan Laxagueborde

Victorica
6 min readDec 16, 2022

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Los contextos del arte en Buenos Aires se tocan entre sí porque todo es contexto, es una cuestión de perspectiva. Pero cada círculo, digamos, cada espacio más o menos fuerte donde las personas se quieren, se complementan y hacen, tiene una estructura, una lengua propia que resiste al contexto aunque dialoga con él. Toda obra quiere no ser contexto. Un contexto siempre es “el resto”, todo lo demás. La cuestión está en que todo lo demás es lo que más condiciona. Porque la mayoría de las cosas, de las personas, de los lenguajes, casi todo, es todo lo demás.

Pues bien, en medio de este enredo pensaba que la reciente película de Martina Juncadella, La contracción de la espera, interviene como un rumor extraño en medio de las teorías posibles de los contextos. ¿Por qué digo esto? La película es en realidad una videópera que se proyectó de manera escalonada en un ciclo de conciertos de música experimental curado Simón Pérez y Miguel Garutti. Fue concebida como parte del ciclo y por varias razones está vinculada al ciclo; la más importante, creo, es la función del sonido y la música en la película, a cargo de los propios Pérez y Garutti. Pero lo que me parece más importante con respecto a los contextos es que a la videópera, si se la saca de contexto, se la puede poner al lado de cualquier producción audiovisual contemporánea y el diálogo será chirriante, natural o extraño, pero diálogo al fin. Esto quiere decir que La contracción de la espera está filmada y montada para algo, pero si se le saca ese algo sigue su camino. La vida propia de la película arrastra características importantísimas de su contexto y a la vez se sale de su horma para ir a conversar con el absurdo, el melodrama, la comedia y las teorías de la comunidad.

La contracción de la espera cuenta la historia de tres trabajadorxs: una vendedora de jugos en la playa, una chofera transportista de gente hacia lugares de esparcimiento y un empleado de un negocio de artículos para gimnasios. Las tres historias se trenzan, siempre hiladas por una incertidumbre sobre cuál es la narración de la historia posible para imaginar otra más, menos freak y más comunitaria. Ese dualismo, esa preocupación, hace a la película.

Lxs protagonistas conviven con una ciudad extraña, un poco vacía y plana, donde las personas están enchufadas a unos destinos bien específicos como pueden ser cuidar el cuerpo, pasear al perro, disfrutar de la brisa del río, juntar piedras, hacer plata o renegar. Entre esas conciencias automáticas de lxs demás, lxs protagonistas van encontrando el espacio yermo para salir de la ansiedad y llegar a una razón más tranquila. Cuentan con objetos que lxs acompañan y que destellan en la proyección, como incrustados en la fábula: unas medialunas, un sombrero, un exprimidor, un cuaderno Rivadavia, una radio digital, un libro de Jorge B. Rivera sobre la gauchesca, un mapa de Buenos Aires, unas naranjas, unas luces baratas de boliche adentro de un auto, una cajita musical… Son materiales que resaltan del color parejo de toda la película y de la repetición adrede de vestuarios, gestos o manías del tridente protagonista, que lucha por salir de ahí.

Los elementos hacen las veces de manivelas, lugares claves de donde agarrarse para seguir, pero también souvenirs para pensar si es así como quieren vivir. A. (Aniela Condori), la vendedora de jugo, es tranquila y se transfigura en una pájara sabia, con soberbia de oráculo, que convence a quien se apreste a escucharla. Tal caso de F.(Facundo René Torres), que se pregunta por las creencias, por el fundamento de las palabras, por la ontología del empleado de comercio familiar y a la vez hacha unos fresnos como queriendo salir del pensamiento para descansar en la actividad física, que tanto canta sobre la repetición de los días; sus otra vidas posibles son unxs fisicoculturistas, soberanxs de una escena con aires a El Acorazado Potemkin, donde el pobre F. nada puede hacer. Pero esa escena, que invita a F. a retirarse del mundo para luchar contra su propio destino, no lo vuelve un villano, sino más bien el secreto cómico de toda la película, su parte de verdad realizada por la parodia y la exageración. No es un burgués sino el hijo de un burgués, está al borde de cambiar y lo intenta. Su aliada es J. (Jackeline Golbert), la transportista, simpática y clara, meditativa y conductora. Un cuarto personaje central, que funciona como coro, como inconsciente de los problemas sociales de una población imaginaria en la que aquellxs tres andan como pueden, son un par de bichitos que irradian los sueños y los momentos bisagras del existencialismo permanente que la película practica. No cualquier existencialismo, sino uno simpático y larvado por la dificultad. Un existencialismo hacia otra cosa, que no se toma en serio los problemas de su propio ánimo porque no cree del todo leerlos bien. De ahí que la pelicula sea una trenza: para saber qué pasa no alcanza con unx.

¿Y por qué es una videópera? Porque es un video y porque la música es lo que ordena los hechos. Cuando no los ordena los afecta. Cada movimiento de elementos que no sean la voz de los personajes ni sus ademanes naturales, está contado con un sonido. Los sonidos, en la película, son la traducción de la relación de los objetos cotidianos con el aire de la ciudad. La voz de una relación; de ahí que esa voz tenga también un papel preponderante en la historia. Lo que sucede es que la música, como la entienden Garutti y Pérez, responsables de ella, no tiene una función armónica deliberada, sino más bien un papel de resistencia. Los sonidos, la música, resisten la narración y desorientan un poco cualquier seguridad de cada escena, como recordándonos que hay secretos encriptados en el aire que corresponden a las dimensiones siniestras de la vida contemporánea, que nadie va a saber descifrar. Que solo se pueden intuir y entreoir en esa resistencia sin forma del sonido contra la forma tosca, incluso de apariencia elemental, de la parte gris de la vida. La que rige una ciudad ni calma ni contenta: reiterativa. Los sonidos tienen una función de gong en el gag, le agregan indeterminación y drama al poder de la comedia y la vuelven otra cosa: este objeto raro para el cine, para la música, para el arte de los cariños y para el decadentismo jodón. Esa sinergia entre Juncadella, Garutti y Perez es probablemente lo mejor de la película.

La escena final reúne a lxs tres trabajadorxs, luego de que cada unx haya hecho un camino tortuoso hasta ahí. Vienen de las aventuras mentales y llegan al agua, que les llega hasta las rodillas. Toda la película había estado dialogando con el Río de la Plata y esto es algo a tener en cuenta. El río está poco filmado en el cine porteño porque está poco presente en nuestras vidas cotidianas. El último plano, entonces, es una imagen de pocos factores: agua, personas, juncales y cielo. Parece la tardecita o la mañana. Todo está teñido de un color claro y opaco, que se fue insinuando durante todo la historia, un matiz parecido al que alude Céar Aira al final de su novela Un filósofo: “Primero un suave rojo, que pasaba lentamente al violeta, luego al azul, al verde al amarillo, al anaranjado, para culminar en un sublime rosa, el color de los amaneceres en los lugares natales”. Lxs tres conversan. Lxs vemos de lejos, no sabemos qué dicen. Gesticulan, parecen ya salidxs de lo que eran, parecen haberse sacado una mochila íntima. Son lxs últimxs o lxs primeros de una ciudad que espera sentada.

Me acuerdo ahora de una frase que dice uno de lxs personajes, citando a San Agustin, citado a su vez por el existencialista más real que caminó las calles de Buenos Aires, Carlos Correas: “Puse la mano en la trampa y cuando la quise sacar me llevé la trampa conmigo”. En ese arco de tensión puede interpretarse esta videópera, entendida como historia que se pregunta por cómo nos contamos las historias a nosotrxs mismxs.

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