En 2008 apareció el último número de la revista Punto de Vista, que Sarlo había fundado en 1978, junto a Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, para intentar abrir alguna veta de conversación pública, para decir algo cuando se comprendía poco. De ahí en más la revista tuvo distintos sesgos, integrantes y estilos. En esa complejidad variada vive su importancia. Sarlo solía repetir que Punto de Vista era su gran obra, el objeto por el que quería que la recuerden, el lugar donde se sintió más feliz. Este texto que publicamos, y que abre ese último número, sin dejar de ser una despedida es un manifiesto genial sobre la tarea intelectual y las ganas de hacer cosas para pensar mejor las cosas.
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Durante treinta años, Punto de Vista fue la mayor y más constante influencia sobre mi vida. Otros podrán discutir si ha sido una revista influyente; sobre mí, no tengo dudas.
En el verano de 1978, cuando Carlos Altamirano, Ricardo Piglia y yo la planeamos junto a Elías Semán, un desaparecido de Vanguardia Comunista, intuí que lo que comenzaba en aquel momento opuesto a todo optimismo sería el eje de mi trabajo y que yo era responsable de que la revista subsistiera contra todas las predicciones.
Hacer la revista como casi invisible resistencia a la dictadura fue una tarea que muchos juzgaron inútil porque sus peligros parecían mayores que lo que podía obtenerse en términos de un débil agrupamiento intelectual. En enero de 1978 no se sabía cuánto iba a durar la dictadura y esa misma ignorancia inclinaba hacia dos posiciones opuestas. Por un lado, estaban quienes pensaron que la permanencia de los militares en el mediano plazo no abría ninguna luz para una estrategia de reorganización de las fuerzas que esos mismos militares estaban liquidando, y que no valía la pena correr riesgos para alcanzar resultados cuya insignificancia no los compensaba (eso le explicó a María Teresa Gramuglio un exiliado notable, cuando ella llevó los primeros números a México). Por otro lado, quienes pensaban, igualmente equivocados como lo demostró la historia, que los militares prolongarían su dominio de terror, juzgaban, por esa razón, que había que comenzar a cavar pasadizos subterráneos, desde ese mismo momento. Gente de este segundo grupo publicó el número 1 de Punto de Vista en marzo de 1978. Había que comenzar a hacer algo enseguida, incluso sin esperanzas y peligrosamente.
Este origen le dio a Punto de Vista un carácter beligerante, aún cuando ese rasgo fuera una condición secreta; de todos modos, quienes hacíamos la revista sabíamos que ella era lo que teníamos para oponernos a la dictadura. Trabajábamos con el tiempo: si la dictadura se prolongaba, la revista iba a ser, durante muchos años, nuestro único instrumento intelectual, tanto más indispensable cuanto más largo fuera el régimen de los militares. Punto de Vista nació como revista marginal, underground, opositora, alternativa, lejos de cualquier institución.
Eso me marcó para siempre. Nunca, cuando se recuperó la democracia y entramos a la universidad, me sentí del todo en aguas propias. Las únicas aguas que he navegado, durante treinta años, con la certeza de que son mi espacio natural fueron las de esta revista independiente de la academia, de los subsidios, de las editoriales, de los grandes medios, de la vida normalizada y sus servidumbres. No quiero decir que todos los que pasaron por esta revista sintieran esa misma distancia. Sólo digo que esa distancia hizo fuerte a la revista que me interesó dirigir.
Los cambios de Punto de Vista durante las últimas tres décadas son parte de la historia del progresismo argentino (aunque muchas veces, quienes sintieron antipatía o se diferenciaron de la revista pusieran en cuestión que ella permaneciera como miembro pleno de esa franja). Por suerte, no me toca a mí hacer esa historia. La conozco con los límites, la abundancia de detalles, el color, la nitidez y la miopía de quien la ha vivido. Sin usurpar una posición que no me corresponde, puedo evocar los cimbronazos y las transformaciones.
A fines de 1982, con el comienzo de la transición democrática, debimos aprender de nuevo casi todo. Por ejemplo, cómo hacer una revista que ya no fuera solamente el medio que un grupo mínimo de intelectuales inventó para atravesar la dictadura; aprender cómo se hace una revista cuya definición ya no podía seguir siendo únicamente oposicional. También en ese momento, la revista, sin que esto lo hubiéramos anticipado, se corrió de aquel primer espacio oscuro y marginal. Llegaron los exiliados, nos juntamos con Pancho Aricó y Juan Carlos Portantiero, gente que se había ido de la Argentina con un prestigio que consolidó en México. El grupo local de Punto de Vista debió aprender una convivencia que se demostró tan deseada como difícil y, finalmente, imposible.
Pero eso no fue todo. Me permito recordar una anécdota que tuvo, para mí, un valor de irónica revelación. En ese primer tercio de los ochenta, un día cualquiera, el suplemento cultural de Clarín publicó una nota donde se mencionaba la categoría “campo intelectual”. Hasta ese momento, sólo en Punto de Vista se había hablado de Pierre Bourdieu (como sólo en esta revista se escribió primero sobre Raymond Williams, Juan José Saer y, más tarde, Sebald). Leí la frase con curiosidad sorprendida, porque Punto de Vista, aun cuando nada parecía indicarlo poco tiempo antes, había hecho llegar algunas de sus obsesiones teóricas a los medios (que, como autómatas de la primicia, siempre fueron avaros en reconocerlo). Del margen del margen pasábamos al centro del margen, aunque en este tránsito nada iba a ser sencillo porque, al mismo tiempo que teníamos que inventar la nueva Punto de Vista de la democracia, había que pensar las relaciones de la revista con otro mundo, el de los medios y las instituciones, que hasta ese momento no habían sido nuestro problema porque eran inaccesibles.
Durante la transición democrática Punto de Vista publicó la posición que habían mantenido sus miembros contraria a la aventura militar en Malvinas. Ese artículo, escrito por Carlos Altamirano, había estado precedido, durante la guerra, por un documento donde la denunciábamos y nos sustraíamos a la fiebre guerrera de masas. De esa coyuntura de extrema soledad, me queda el recuerdo de una carta polémica que yo envié a los exiliados en México cuando ellos no cuestionaron la invasión a Malvinas, y la llegada al consejo de dirección de Hilda Sabato, que había compartido con la gente de Punto de Vista los meses de insoportable delirio patriótico. También en los primeros años de la transición, la revista comenzó a revisar el pasado de la izquierda de donde provenían sus miembros. En una coyuntura donde nadie quería pensar los años setenta, ese acto de crítica política nos trajo ataques envenenados. Pero, más allá del negacionismo parcial de nuestros adversarios, la revista se propuso tomar el tema del momento: la memoria del pasado inmediato, sobre la que Hugo Vezzetti trabajó durante casi dos décadas.
En estas tres cuestiones, Punto de Vista se adelantó al debate, como se había adelantado a una lectura de la literatura argentina en relación con la historia reciente, que hoy no conserva ninguna novedad pero que la tenía en los ochenta, cuando fue una clave interpretativa. Señalo estos temas como podrían señalarse otros. Tengo la impresión de que respecto de Malvinas, de la crítica de los setenta, de la memoria, y de lo que entonces era lo nuevo de la literatura argentina, la revista sintonizó el presente como debe hacerlo una publicación que no aspira a la actividad conservadora de recopilar buenos artículos, sino a que viren los ejes del debate.
Precisamente porque la revista pudo ser contemporánea de su presente, estuvo en condiciones de cambiar: se fueron algunos, entraron otros al consejo de dirección. Y con los nuevos, como Adrián Gorelik, llegaron temas a los que Punto de Vista les dio su marca. Se habló de ciudad y de cultura urbana cuando esa no era la moda. Durante los años noventa, viví obsesionada por la idea de que una revista debía definirse por lo que traía como novedad estética e ideológica. Pensé (y pienso hasta hoy) que es preferible que una revista se equivoque a que permanezca igual a sí misma cuando las cosas cambian o cuando los temas se banalizan. Una revista define problemas que le son propios, porque no los elige en el carroussel de las novedades periodísticas nacionales o internacionales, sino que demuestra su capacidad para hacer las preguntas y abrir los debates que no se escriben en otras partes. Por supuesto, en el caso de Punto de Vista, dimos una batalla por la modernidad estética depreciada por todas las ondas, incluso las que hoy se apilan en el depósito de los chirimbolos obsoletos. La revista no se atuvo a las tendencias, pero supo reconocer que los tópicos de la modernidad debían ser reformulados críticamente. En los últimos años, Federico Monjeau, Rafael Filippelli y Ana Porrúa fueron articulaciones muy diferentes de un giro estético de la revista que, al mismo tiempo, siguió creyendo que la política y la estética debían convivir en sus páginas no porque sus relaciones fueran sencillas sino precisamente por lo contrario: porque son conflictivas, y Punto de Vista siempre vivió del conflicto.
Una revista tiene que reunir cualidades paradojales; ser, al mismo tiempo, un instrumento preciso y nervioso. Por eso es tan difícil y tan absorbente hacerla, porque una revista no puede encarar el presente con intermitencias ni confiar en un capital acumulado. Cuando se dirige una revista el alerta es constante frente al acostumbramiento (que es mortal) o la incapacidad para conocer su actualidad (una revista vive en tiempo presente). Sólo cuando una revista es un instrumento imprescindible para quienes la hacen, sólo cuando no pueden imaginar que podrían reemplazarla por otra cosa, una revista sale bien, es decir no sale tranquila y ordenada, sino inquieta, irritante. Una revista independiente nunca puede descansar ni sobre su pasado ni sobre lo que cree saber de su presente. Únicamente en estos términos vale la pena dedicarse a ella. En estos términos podrá eventualmente marcar una diferencia.
Dije al principio que Punto de Vista es la influencia más importante de mi vida; fue agotadora, absorbente, atacada, incluso detestada. La necesité para ser lo que soy porque nunca creí que alguna otra institución podía darme más de lo que esta revista me dio durante treinta años. En primer lugar, un grupo de intelectuales que, en sus momentos más intensos, tuvo una fuerza colectiva; en segundo lugar, una escritura: no un lugar donde escribir, sino una manera de escribir sobre literatura y política. Si tiene algún valor lo que he escrito, lo mejor lo he escrito en Punto de Vista; no hay nada que me guste más que ese impulso que, después de leída una novela o en medio de una coyuntura política, me conduce de modo irrefrenable a escribir para la revista. Ella (no sus lectores) me pedía lo que yo terminaba escribiendo.
Durante mucho tiempo, algunos compañeros tuvieron como yo la certeza de que Punto de Vista era la clave de bóveda de su vida intelectual. Quizás me equivoque, pero creo que ahora soy la única que necesita esta revista tanto como la necesité en el pasado, hace treinta años o ayer mismo. Se puede hacer una revista con diferentes grados de inclusión, pero el deseo de revista es indispensable. Ese impulso tenía un fondo colectivo que hoy percibo debilitado, distraído. Entiendo que Ana Porrúa y Rafael Filippelli no deben sentirse descriptos por estos dos adjetivos. Pero no alcanza, porque Punto de Vista ha sido siempre una revista de arte e ideas.
Podríamos seguir produciendo buenos índices y recibiendo buenos artículos, pero algo ha comenzado a fallar y es mejor reconocerlo ahora, cuando no se ven consecuencias, que en un capítulo decadente. Una revista que ha estado viva treinta años no merece sobrevivirse como condescendiente homenaje a su propia inercia. Por eso el número 90 es el último.