Publicado originalmente en la revista Mancilla n°6, noviembre de 2013
La publicidad no miente: a los argentinos nos gusta compartir, nos gusta el encuentro, nos gusta, además de los celulares y la cerveza, la amistad. La amistad es el beneficio que obtenemos a cambio de nuestro antiestatalismo y nuestro inmoralismo: de la débil anomia que nos arruina. Ya Borges observaba, al ver una película donde un policía encubierto se ganaba la amistad de un gángster monstruoso para entregarlo a la ley, que para un argentino, creyente en el culto de la amistad y en el carácter mafioso de la policía, “ese héroe es un incomprensible canalla”. Y se consolaba tibia e irónicamente con que el “pobre individualismo” que esa falta de fe en la autoridad moral del Estado abonaba podía ser un dique nacional contra las ideas totalitarias que en medio de la Segunda Guerra se disputaban el mundo. Ni el fascismo ni el comunismo, en efecto, dominaron la Argentina; sí lo hicieron un autoritarismo corto de miras y una democracia de partidos populares transformistas. Como consecuencia, la aceptación general de que el Estado no es ni puede ser moral, substrato social del éxito de los grupos dirigentes que se beneficiaron del autoritarismo y la democracia, no varía ni un poco en su dogma de fondo, sólo cambia sus argumentos coyunturales. Si antes el Estado era por definición únicamente represivo, un límite arbitrario e irracional contra las fuerzas creadoras de la sociedad –el alfonsinismo y el menemismo sacaron un rédito suicida de esta creencia-, desde el principio de la década de los 90 el Estado es intrínsecamente corrupto, idea que pasa siempre del segundo al primer plano cuando la economía tiene problemas. Imaginemos, como ficción útil, al Hombre Argentino atribulado bajo una ley que cuando no lo mata le roba. ¿Puede sentir algo más que rabia y desaliento, puede tener otra participación política aparte del voto estratégico, que elige el mal menor, y el cacerolazo, que desahoga la indignación? ¿No es acaso prístino que este ciudadano que teme al que debe protegerlo y muerde la mano del que intenta ayudarlo ni de lejos se parece al sensato miembro de la sociedad civil que libremente decide y apoya el sistema de representación democrática? Si la historia de los argentinos los lleva a desconfiar del Estado, lógicamente, los detentadores temporarios del poder del Estado tampoco pueden confiar en los argentinos; cualquier intento de administración racional o transformación moderada tiene que contar desde el vamos con un escepticismo acerbo o cool, que tachará de fanáticos y autoritarios a los que sí conserven la confianza en sus representantes un año después de emitido el voto. Ante este descrédito a priori de los hombres que se ocupan de la cosa pública, ¿qué otra satisfacción les queda a éstos, sino enriquecerse lo más posible, actitud que el argentino dice detestar, pero por lo menos encuentra comprensible? Ese es el círculo vicioso en que una acepción ruinosa de la política tiene atrapado a este gobierno y a cualquiera que lo reemplace. Las veleidades fundacionales de Videla, Alfonsín, Menem y Kirchner se frustran y se acumulan como capas en una memoria colectiva y unos hábitos mentales para contribuir aún más a que la Argentina ni siquiera se anime a preguntarse qué tipo de sociedad quiere construir. Al no obtener respuesta esta pregunta desde el pueblo ni desde sus representantes, se hace lo que quiere el poder económico, que como en muchos países periféricos cree que, si no fuera posible la salvación de los pocos a costa de los muchos a largo, a corto plazo siempre se puede saquear por demás, fugar las ganancias a centros mundiales, por definición más estables, y dejar que los costos de las crisis planificadas los pague el pueblo, con la compensación psicológica de haber comprobado una vez más que el Estado es chorro, asesino, burocrático. Y vuelve a girar la perinola, hasta que en algún momento los poderes no argentinos decidan que este territorio es demasiado rico para confiarle su administración a un hato de irresponsables indignos de manejar un maxiquiosco. Pero el argentino es muy amiguero. La amistad es la zona segura donde la desconfianza pública revierte en confianza privada. Cada argentino cree contar con al menos media docena de personas que no lo van a cagar, exentas del juego total de victimarios y víctimas, de exitosos coyunturales y fracasados eternos, de estafadores y estafados, de ilusionistas y engañados. La amistad establece una paridad relajante, una relativa suspensión de la microfísica del poder. Tomás Abraham afirma: “No tener amigos no es un pecado, es una cruz, la cruz de la interioridad”. El hombre solo se siente débil, y lo es. Más si no puede creer que ninguna norma, ninguna ley, pueda protegerlo de una intemperie salvaje donde, repetimos, los que deben cuidarlo son sus principales enemigos.
De ahí el éxito propagandístico de un motivo: la política kirchnerista que divide a los amigos. Con eso sí que no. El argentino puede a mediano plazo aceptar el carácter inevitable de violaciones a los derechos civiles y sociales ante cuya amenaza otros pueblos se levantarían como un solo hombre, pero jamás puede aceptar disentir políticamente con un amigo querido. Es que la política, no ya en su schmittiana acepción conflictiva irresoluble, sino también en la liberal de debate civilizado de ideas entre miembros de una sociedad que ha acordado modos permitidos y prohibidos de discusión, es lo que por principio está excluido de la idea argentina de amistad, porque evoca inmediatamente la invasión de un espacio idealizado de la vida privada por el horror de la vida pública. Otro círculo vicioso: así como la desconfianza en el gobierno hace que los gobiernos fracasen y confirma la desconfianza, la expulsión de la política de la esfera de la amistad hace que cualquier disenso político se manifieste de modo tan acre e irrespetuoso que destruye la amistad, con lo cual se confirma la prudencia de no hablar de las medidas del gobierno en los asados.
Pero volvamos a la sentencia de Abraham. ¿Por qué la falta de amigos nos condena a la cruz de la interioridad? Para la idea del humanismo en crisis según la cual cada individuo es un microcosmos aislado que no puede establecer ninguna relación auténtica con un semejante, que no puede acceder siquiera a la noción del semejante –cfr. la opinión de Proust, según Beckett, sobre la imposibilidad de la amistad verdadera- esta sentencia es propia de cobardes que no quieren enfrentarse al hecho de que están irremisiblemente solos. Lo que sucede es que, para refutar el argumento de Beckett., si uno no es un artista anacoreta, que se redime en la obra, la soledad destruye al individuo que debería proteger en su aislamiento orgulloso. Lo vio con claridad Bataille: “Si no comunica más, un ser aislado entristece, se consume y siente (oscuramente) que por sí solo no existe.” Esto es un efecto del tedio, de la repetición de lo mismo, y es ese tedio lo que nos impulsa a salir de nuestra inercia de mónadas y buscar comunicación, compañía, también amistad: ahí volvemos a ser lo que somos por medio de ser más que lo que somos.
Para algunos, la amistad es cruce intenso de pensamientos; para otros, es juntarse a jugar a la play. Podemos pensar solos y jugar a la play solos, pero la repetición de estas actividades lleva al tedio, que es la percepción fatal del paso del tiempo vacío y homogéneo, que lleva a la aniquilación de lo que creemos ser. Para fugar de esta cárcel, solo hace falta la compañía no forzada. Es casi mágico: el mismo tiempo, de a dos o más, parece fluir menos aceitosamente, parece no acercarse con el compás irreversible de una marcha fúnebre al momento en que la luz se apagará para siempre. Nuestros amigos alejan la idea del fin inevitable de la mente por las horas que pasamos con ellos y les estamos agradecidos por ello, por ello les debemos nuestro afecto y nuestra lealtad. Los momentos con nuestros amigos son un asilo temporario en la inmortalidad.
Esto es lo que podríamos decir en defensa de la amistad. En su contra podríamos decir que excluye radicalmente la idea de fraternidad universal. Si tengo un millón de amigos, ninguno es mi amigo. Porque uno de los placeres de los amigos es hablar mal de los que no son amigos. Ahí podemos ejercer la crueldad verbal que en otras situaciones, incluso en el amor, nos está vedada. Todos los amigos, como cotorras lengualargas, están separados en distintas pajareras y no quieren salir de ahí. Por eso es que frecuentemente tenemos la sensación de que nuestro grupo de amigos nos limita, no nos deja decir o hacer cosas que fantaseamos decir o hacer y que diríamos o haríamos si tuviéramos otro grupo de amigos. Esos deseos coartados se depositan en el fondo de nuestras conversaciones y las enturbian inexpresamente, creando en algunas ocasiones lo que toda amistad, al revés del amor, considera inimaginable: la separación, la ruptura. Se crea así un personaje de éxito efímero: el tránsfuga que, emigrado a un grupo distinto, informa a los miembros de éste de datos valiosísimos para la maledicencia sobre sus ex amigos. Otra forma de amistad, aprendida en la adolescencia y que deja huella, es el corro de torturadores que abusa de un diferente, practicando lo que nuestro decidido abandono del idioma castellano ha bautizado bullying. Nada es más cohesivo y placentero que esta actividad. Nos unimos en el permiso que nos damos para hacer lo que tememos que nos hagan y así postergamos indefinidamente el encuentro con nuestra debilidad inalienable. Esto nos da un entrenamiento imprescindible a la hora de apreciar espectáculos que llenarán con largas horas de entretenimiento nuestras vidas adultas, como el ajusticiamiento mediático de personajes que no se ajustan a la norma que han instaurado los mismos medios.
Ninguna de estas críticas hará mella en el consenso general que dicta que la amistad es sagrada para todo argentino, porque precisamente la amistad se blinda ante cualquier objeción moral, sobre todo aquellas que apuntan a construir un sistema de convivencia superior a los contactos personales. La amistad, o su ideal, ofrece una esperanza a aquellos que imaginan que pueden conformar un lazo social a su medida al margen de la ley y el Estado, y colabora así en perpetuar la cómica, vista a distancia satelital, paradoja de la Argentina: un país fascista compuesto enteramente de antifascistas.