JORGE LANATA: EL FUNAMBULISTA QUE SUPO MORIRSE — Alejandro Modarelli

Victorica
4 min readJan 10, 2025

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Sobre la cuerda de la historia reciente, el periodista más famoso del país, Jorge Lanata, fue el mejor dentro de las acróbatas morales desde Bernardo Neustadt en la televisión o, por hablar de la gráfica, Jacobo Timernam. Creo que había mamado de ambos, en dosis bien administradas. No es que haya traicionado a un partido político ni abandonado una fe, sino que fue fiel a su propia ambición y a su propia pasión de abolición: era un pibe piola de un suburbio menor de Buenos Aires, de una familia de clase media herida por la tragedia de una madre inmóvil en su cama (lo estuvo durante cuarenta años), esmerado en la lectura y seductor, con todos los sentidos alertas desde demasiado joven, para comprender el contexto y detectar sus oportunidades. Tanta intensidad para hacer florecer el narciso, solapando el ego con el éxito, al que pronto se acostumbró y del que, sospecho, se aburría por monótono, requería soportes químicos y ansioso llenado hipercalórico. Morirse, más que un deseo, fue el momento lógico y definitivo dentro del río de la acción.

Fue el producto más acabado de una estirpe que había aprendido espontáneamente el arte de la simulación en la lucha por la vida, como tanta otra criatura de la naturaleza sin otra ideología que la que le proveen los cambios de entorno, en su caso la herencia italiana aspiracional en un país cautivo de plutócratas y, sobre todo, el ojo puesto en las permanentes transiciones epocales.

A los 26 años tuvo la audacia de reunirse con los mejores de sus colegas periodistas y escritores para fundar Página 12 en un cuchitril, un templo matero del progresismo socialdemócrata, en el que los fotógrafos laburaban en el baño. Había sido testigo de la derrota de la izquierda revolucionaria de los años setenta, que, a juzgar por su novelita Muertos de amor, publicada por Alfaguara no hace tanto, despreciaba. Morir por un sueño que no fuese el programa del éxito y el sucedáneo de los juegos mortíferos en la lucha por alcanzarlo, no podía ser más que un mamarracho sentimental y un error conceptual, antes y después de la caída del Muro de Berlín.

Por lo tanto, abrazó como oso el liberalismo de izquierda en tiempos del Nunca Más. Y en una entrevista más o menos reciente se desentendió de los seguidores de Página 12 que lo creyeron un héroe colectivo de las grandes causas populares.

Cuando el periodismo gráfico angostó la franja de lectores y la clase media pasó definitivamente de París a Miami, entendió que el amor del público, persistente si el objeto de fascinación comprende sus mutaciones ideológicas y culturales, precisaba de la tele para seguir la telenovela republicana de la corrupción. De pronto, el enemigo de “la corpo”, el denunciante de Clarín y sus operaciones por conservar el dominio de la política, la economía y la cultura del país, mutó en la vía regia para solazarse en la cima de la importancia. A partir de la guerra de Clarín contra el kirchnerismo, el grupo mediático no compró al periodista, sino que concretó el más próspero contrato entre ambas partes, con el mejor funambulista de los medios de comunicación y el poder impenitente. Ya después del 2013, el peronismo progresista languidecía víctima del cambio regional y su rigidez orgánica. Emergió, entonces, el Lanata que una clase media borracha por los nuevos experimentos periodísticos (las operetas fabulosas) y las acrobacias denuncialistas de PPT, aplaudía en los cacerolazos contra el gobierno, mientras atravesaba esos cuerpos automatizados en su auto con chofer. De la oficinita matera de Página 12 al sueño cumplido del atrevido de Sarandí: codearse en el ascensor de su casa con la oligarquía financiera y terrateniente. Un lujo para elegidos, como José Ingenieros (no hago equivalencias intelectuales sino sociales) tomando whisky con el General Roca.

De la intelectualidad progresista porteña, el equilibrista del propio ego, pasó a convertirse en prótesis mediática de Mauricio Macri, y en contertulio de la derecha latinoamericana en la cadena SER española, junto a Alvaro Vargas Llosa; premiado por la Fundación Libertad, epicentro de la crueldad neoliberal más refinada, simuladores del respeto de las instituciones democráticas, pero justo en el momento en que la adhesión popular a la democracia liberal se derrumba en Occidente y surgen los monstruos más impresentables, como Trump, Bolsonaro o Milei.

“A tanto no puedo”, habrá pensado Lanata. El funambulista habrá encontrado en ese teatro repugnante de furia y estupidez plebeyas de la derecha alternativa argentina, o en la grosería pendeja que en su exceso lo excedía también a él, una posibilidad que deshechó. Lanata quería que lo ame un público engañado por las luces que emanaban de su viveza letrada, no idólatras de un jocker. “Cuando me harte, me voy a casa a escribir”, sostenía. Aunque no fuese buen escritor. Eran los resabios de la típica educación de clase media de un nacido en los años sesenta.

A tanto no quiso llegar. Advirtió que con Milei asomaba otra derrota más: el liberalismo republicano tradicional, del que Macri buscó ser la versión más moderna. Entonces encontró el camino para su último salto exitoso, esta vez al vacío espectacular de la muerte.

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