El día empieza con dos cafés en Entre Ríos y México, entre plásticos que más que resguardar del viento, sólo concentran un calor denso que, por suerte, no nos hace sentir abombados. Todo lo contrario, el viento logra pasar y el sol se escurre entre los edificios no tan altos mientras él, que fuma Marlboro, me lee y yo, que fumo tabaco armado, escucho.
Marlboro lee que a Alejandro Rubio le dijeron hace tiempo que la poesía es demasiado exigente para permitir cualquier servilismo. A mí me sorprende el exigente, digo que la poesía es, en efecto, demasiado algo como para prestarse a algún servilismo (palabra que me resulta más que acertada)… la poesía es demasiado autónoma, aventuro y me quedo más o menos conforme con mi impresión.
Marlboro me apoda la niña de las certezas y, entonces, me hace dudar. Siempre tuve la habilidad de dibujarme cualquier situación a mi conveniencia, gracias a una retórica blindada que avanza corriendo todo límite y logra con eficiencia convencer, o, al menos, parecer delimitada, coherente, bien plantada. Beneficio o maleficio, diría Martín Buscaglia, esto me lleva a tener opiniones a veces herméticas, resistentes a cualquier intento de reformulación. Pero la duda está. Es siempre ese instante que agrieta el mundo y del que emerge, como mucho, una conclusión prematura: las cosas son así. ¿En qué momento me convencí de las deficiencias de la literatura del yo? Ahora la duda aparece resquebrajando ese veredicto antes tan sólido, no como lo que viene a propiciar una postura, sino lo que la debilita.
Están quienes en la literatura del yo ven la desacralización de las letras, tan necesaria como inevitable, a partir de la cual surgen las vicisitudes de lo cotidiano, donde está, claro, la Verdad del asunto. No la alta literatura decorada, donde lx que escribe se refugia detrás de palabras difíciles y termina aburriendo, sino donde el yo descarnado, con el que lx lectorx se puede identificar, viene a confesar su patetismo devenido genialidad, donde está esa casi pos-realidad que tanto vende y atrapa en el siglo XXI. Pero quienes no se interesan por esta corriente, postulan su comodidad, su tendencia a la masturbación desmedida del yo, su nulo valor y, quizá principalmente, el anhelo de la ficción. Esa aventura caprichosa e incontrolable que permite a quien lee y quien escribe imaginar. Ahí está el problema: la capacidad de imaginar.
Es innegable que el yo puede ser el punto de partida del que se despliegan infinitos mundos posibles, pero también puede ser donde van a morir, donde de tan arraigados en las certezas que unx tiene sobre sí mismx, se enroscan en una espiral que todo lo consume, hasta que deja de existir la otredad. Es este el verdadero peligro, un YoYoYo que poco puede ver por fuera de sí, que jura con fe ciega que en su particularidad está la universalidad y se olvida de que sus problemas del orden de lo psicológico, económico, amoroso, espiritual, epistémico son el producto contingente de un contexto material que condiciona.
Pero hay algo más. Eso que todavía no existe, que excede la historia y la especulación verosímil, que permite una proyección delirante hacia el futuro y potencia así la herramienta imprescindible para la supervivencia del presente: la duda en lo que ya conocemos.
Esta es la retórica blindada… una tendencia conclusiva y asertiva que lleva a precipitarse por no tolerar la tensión de eso que no se despeja tan fácil, que de tan latente resulta imposible de afrontar. Y tal vez mejor no buscarle la cura. Hay una gran diferencia entre explorar y buscar, le digo a mi amiga cuando se queja de lo harta que está de no encontrar amor. Esa forma entre el yo avasallante y la ficción sanitizada va a aparecer cuando dudemos un poco más de nuestras impresiones.