La estrella de madera — JJ Romero

Victorica
12 min readFeb 21, 2022

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Mi primer salario lo cobré a los 15 trabajando en el hotel donde trabajaba mi tía Marcela. Ella había empezado como mesera y poco a poco había escalado posiciones hasta que llegó a ser encargada de la logística de eventos. Tenía un depósito a cargo en el cual habían muchas sillas y mesas, telas para vestirlas, manteles, bandejas pulidas por otros chicos que me caían muy bien porque siempre me convidaban de sus gaseosas. Yo les sonreía, eran todos medio musculosos o con cuerpos fibrosos que yo admiraba porque pocas veces veía cuerpos así. Pero también les temía. Nadie entre mi familia o mis amigos de la escuela podía jactarse de tener cuerpos como esos. Además yo no salía mucho de mi casa. En realidad mi casa estaba lejos del centro, por lo que hacía falta tener auto para hacer casi cualquier cosa, y en mi casa solo había un auto, que era el que usaban mis padres para ir a trabajar y no les gustaba llevarme a ninguna parte.

Me contrataron como botones por la temporada de vacaciones. Al entrar me nombraron en la categoría junior, que no refería al nivel de entrenamiento sino a la edad, y que recién inventaban porque yo era el botones más joven; después de mí todxs tenían más de 30, así que yo era el único que entraba en esa categoría. Entre todxs me entrenaron, creo que me tenían un cariño especial por la transitividad y abundancia del cariño que le tenían a mi tía.

Mi función era recibir el equipaje de las personas, les daba la bienvenida con una sonrisa y un gesto ceremonioso que hacía con la mano, y cargaba sus maletas en una carretilla con forma de campana dorada con ruedas habilitada para tales fines.

Era un trabajo que me aburría, porque no llegaban muchos huéspedes. Pero me entretenía mirando a lxs recepcionistas hablar entre ellxs y contarse cosas, y yo intentaba imitar sus gestos al relacionarse y también las formas en que trataban a las demás personas del hotel. Una de las primeras cosas que me enseñaron fue la de sostener la mirada fija en el huésped una vez que se descargaban las maletas en la habitación y había que esperar la propina (que muchos corazones fríos de cristal igual no daban). La idea era hacerle sentir al huésped que estaba pasando algo por alto, que hacía falta un último paso antes de desbloquear la posibilidad de disfrutar sus vacaciones, o al menos de su estancia en el hotel. Lxs otrxs botones eran muy buenxs, trataban muy bien a la gente aunque la gente muchas veces fuera antipática. Las condiciones eran extrañas. El hotel no era muy lujoso y aunque la ciudad era grande, el hotel se encontraba en un pequeño valle entre montañas, casi en la periferia de la ciudad. No era una ciudad muy rica en lugares turísticos o para visitar, más bien era una ciudad mayoritariamente industrial. No había mucho para hacer. Todo lo que había era como una gran autopista, eso lo recuerdo.

Yo quería ser masajista, pero no me dejaron porque decían que hacía falta una certificación que yo a mi corta edad no tenía. Cuando llegaba la hora del almuerzo me gustaba asomarme al comedor para escuchar a los masajistas del hotel reírse y charlar de los cuerpos que habían tenido que afrontar durante la mañana, parecían tener una complicidad que yo no veía en ningún otro grupo de trabajadores del hotel, y me hacían fantasear, supongo que las cosas que veía en las películas que pasaban por el cable a la medianoche me hacían pensar en eso.

Todo parecía muy divertido, o al menos parecía una comunidad alegre y vivaz. Tal vez era la forma que encontrábamos de que el trabajo no nos abrumara demasiado. Pero había gente que tenía turnos de hasta 12 horas. Algunxs a veces estaban tristes o amargadxs, aún así nadie le reprochaba nada a nadie.

Cuando terminaba mi turno, antes de volver a casa, me gustaba visitar a Carmen, que era amiga de mi tía y era una de las personas a cargo de la cocina. Ella me invitaba a hacer tequeños en una mesa de metal del tamaño de tres mesas de comedor. El procedimiento consistía en espolvorear harina sobre toda la superficie de la mesa, y estirar la masa con un rodillo hasta dejarla muy delgada, lista para ser cortada en cientos de tiritas con las que se envolvía el queso. Luego Tulio, el novio de Carmen, que también trabajaba en la cocina, se encargaba de meterlos en una cesta de metal grillada y de ahí llevarlos a la freidora.

Con Carmen hablábamos de cosas relacionadas con el internet. En ese momento era algo nuevo para mí y totalmente desconocido para ella. Hablamos mucho sobre los blogs que yo estaba descubriendo porque me los recomendaba César, que iba en el mismo grado que yo de la escuela, y era un adelantado en temas de tecnología. Creo que por eso me gustaba, porque en él veía la posibilidad de aprender de cosas que nunca imaginé que podía aprender, como la moda y el animé.

Carmen era muy ágil y muy perceptiva, y por eso me quedó grabado un comentario que hizo una vez sobre uno de sus hijxs, también adolescente:

–Tiene un chip parecido al tuyo (yo le había hablado recién de chips)

Y yo no entendí el comentario hasta mucho después, y ahora solo lo puedo relacionar con un poema de Valentín que habla de “la luz homosexual”

Carmen era como mi maestra favorita, solo que en lugar de libros me dejaba llevar comida a mi casa. Estaba muy atenta a lo que sucedía a su alrededor. A veces cuando hablaba se le iba la vista para mirar cómo estaba todo, si a alguien le faltaba algo, y eso le parecía un indicador de que las cosas iban más o menos en sintonía con los cronogramas. Era nerviosa pero lo había aceptado y no parecía desesperarse más solo por el hecho de darse cuenta.

Su novio Tulio, además de cocinero era dealer. Cuando algún cliente le preguntaba a algunx de lxs botones por sustancias ellxs los llevaban a la cocina, donde Tulio lxs esperaba en los refrigeradores industriales en los que se guardaban la carne, el queso, y los fiambres en general. No era raro porque muchas veces se ofrecían esos tours a los anfitriones de una fiesta para que escogieran qué tipo de comidas ofrecer, y así se podía camuflar el intercambio.

Yo conocía esos refrigeradores porque ahí me mandaban a buscar el helado para los postres. Ayudaba a Carmen a servirlos en esas copas de vidrio que son muy angostas abajo y luego muy anchas arriba y generalmente agregarles una cereza, una frutilla, y una sombrilla de papel de colores de las que se ponen a los cócteles en la playa. Yo me ofrecía a llevarlas a las mesas ya preparadas en los salones, y Carmen me hacía un guiño con el ojo que significaba algo así como: guarda un poco de helado en un pote plástico y no le digas a nadie, y te lo llevas. Y yo salía a la plaza luego para comer el helado.

Así descubrí también los pasillos oscuros del hotel, espacios de concreto crudo sin trabajar, que iban a servir como conexiones o descanseros entre salones, pero que por falta de dinero y un descenso en la lista de prioridades, terminaron como depósitos improvisados de mesas y sillas rotas, nidos de víboras y ratas. Era un lugar de sensaciones frías y punzantes, pero unx se veía recompensadx por los cuartos ocultos en los que desembocaban. Habitáculos con pilas y pilas de carpetas con archivos del hotel, o estanterías repletas de metales cromados y latas de Brasso. Un saloncito albergaba telas con todos los patrones imaginables para mí hasta ese punto de mis 15 años, las que usaban para hacer cortinas y manteles, vestiduras para las sillas y decoraciones generales de los salones.

Pensaba de nuevo en los muchachos que pulían esos objetos, tenía el pensamiento de que parecía suficiente ser ellos para limpiar y abrillantar, mirarse en el reflejo y decir con confianza: sí, esta es la superficie que mejor puede reflejarme.

Me acuerdo que Carmen contaba que uno de ellos había trabajado en un circo como acróbata, y que había tenido que dejarlo porque le tuvieron que sacar líquido de la rodilla. Era la primera vez que escuchaba que a alguien podía sucederle algo así, y cuando Carmen me explicó que eso pasa cuando se golpean demasiado, me quedé muchos días pensando y luego tomé el teléfono para alertar a Daniela y Marta, que yo veía que se tiraban al suelo de rodillas.

Me fascinaba la idea del circo, me sentía extático imaginando ir de gira por otros estados y ciudades y durmiendo en carpas, siempre acompañado. Me imaginaba que todxs corrían por las habitaciones desnudxs cantando canciones antes de dormir. Lo cierto es que por entonces no se pensaba mucho en los problemas del circo con los animales, que seguramente sufrían.

Luego estaban también los chicos del bar, que eran muy amigables y nos saludábamos con la cabeza cada vez que yo pasaba a mirar la pileta. Me gustaba tomar pausas y sentarme a observar las olas que se formaban y pensar en Joaquin, que era uno de los chicos del bar. Una tarde que vino a dejarle un trago a alguien en la pileta me dijo que tenía unos minutos libres y que podía acompañarme. Yo lo tomé como un cumplido y por eso le conté que yo tenía una tortuga hace 10 años que se llamaba igual que él. No sé si fue esa vez o fue otra que estábamos los dos juntos muy cerca de la pileta, y una nena empezó a salpicar agua con los brazos y nos bañó por completo. Así que tuvimos que pedirle a Carlos el de la lavandería que nos prestara camisas nuevas, y cuando estábamos en el baño, viendo a Joaquín desnudarse se me aceleró el corazón y quedé paralizado. En un momento me apoyó la mano sobre el hombro para no caerse porque el pie se le había quedado atrapado en el pantalón y no podía terminar de ponérselo.

No sé lo que sentí después– lo que empezaba a visualizar era el pulso agudo y medio desgarrador del encariñamiento.

Lo mejor de todo en el hotel, además de poder colarme en algunas fiestas, fue enterarme de las reuniones clandestinas que hacían los sábados para repartir entre todxs las cosas que iban encontrando olvidadas en las habitaciones y en las áreas comunes del hotel: maquillaje, drogas, perfumes carísimos, papelitos con números de teléfono e indicaciones para llegar a lugares, publicidad de servicios de acompañantes, bolitas de billetes arrugados, entre otras cosas. A mí me tocaba de último por ser nuevo, pero igual conseguí por ejemplo una lapicera traslúcida de colores que se iluminaba cuando la punta se asentaba sobre el papel para escribir. Esa se la regalé a mi hermana.

Una tarde se me ocurrió una idea. Fui a la casa de César y le ofrecí un pote de helado a cambio de que me enseñara a usar Paint. Al principio solo pasábamos horas jugando al ahorcado o plasmando en dibujos pixelados nuestras interpretaciones de las situaciones pintorescas de la escuela, como el profe de matemáticas cayéndose de la silla, Sor Lucy apuntando un borrador de pizarra a Elisa porque no dejaba de hablar, o el de historia que una vez se puso a llorar porque según su cuenta el 96% del salón había reprobado un exámen.

Cuando creí haber aprendido a usar la mayoría de las herramientas de Paint hice un volante ofreciendo masajes y los repartí por debajo de la puerta de las habitaciones, pero los descubrieron indignados por un potencial cliente que fue a preguntar por el servicio a recepción agitando el volante en la mano. Por suerte no supieron que yo los había hecho porque había inventado un correo electrónico falso.

Me dio mucha lástima porque además la imagen que había usado era un dibujo que me hizo César inspirado en un cuento de Marcel Schwob que nos habían mandado a leer en clase de lengua: consistía de dos árboles estilo robles entrando por una ventana para acercarse a un plato de sopa que hay sobre una mesa. Me lo había regalado el fin de año anterior, junto con una foto en la que yo aparecía sentado en una computadora de su casa y se veía en la pantalla el logo de Habbo Hotel. Recuerdo que era una época de muchos exámenes en la que tuvimos mucho tiempo para estar juntos. No nos gustaba hacer tareas solos o estudiar y utilizábamos los exámenes como excusa para que yo fuera a su casa, y luego de concentrarnos mirábamos videos de comedia, íbamos a patear la pelota en un terreno baldío que había detrás de su casa, o estábamos horas chateando en la computadora desde una misma cuenta, aclarando “soy JJ” o “César por acá” aclarando en cada chat según correspondiera. A César además lo dejaban estar hasta tarde en la computadora. Como era hijo único lo consentían mucho, y por eso además era un poco celoso. A mi me controlaban un poco más. Tenía que enviar un sms cada hora para reportar cómo estaba. Quizás por eso me encantaban las insinuaciones de desconocidxs en Habbo, la posibilidad de que en cualquier parte del mundo alguien pudiera interesarse y llevarme a una vida más libre. César era muy bueno haciendo amigxs, su avatar tenía un sombrero con orejas de conejo, y decía cosas como que “la búsqueda de acompañamientos no ve límites en los avatares”, refiriéndose yo creo que a una experiencia metafísica con el juego. Y además había dilemas de resolución de dinero que nos parecían cercanos y resonaban en nuestras vidas, aparecía una idea de la economía que yo creo que ya teníamos que haber aprendido en la escuela pero no sabíamos. En el peor de los casos en nuestro pequeño mundo había muchas cosas por descubrir y eso nos mantenía tranquilos.

En octubre de ese año hablé con todxs en una asamblea y les dije que nos veíamos el próximo año. Por una parte, iba a poder pasar más tiempo con César y eso me tenía muy alegre. Por otra parte, mi formación con películas independientes que trabajan la melancolía me indujo un estado de bruma medio fantasmal.

–Siempre puedes visitarnos cuando quieras –me decía Carmen, y yo sé que iba a hacerlo, pero no sería lo mismo.

–¿Y tú quieres lo mismo siempre?

Esa pregunta me hizo reflexionar. ¿Quiero lo mismo siempre? Carmen me vio sufriendo un poco para responderla, así que continuó ella:

–Te hace falta un poco de estructura, algo de pie en tierra, eso nomás mi vida, te ves bastante bien.

En diciembre de ese año, Carmen y Tulio anunciaron su renuncia para instalar y dirigir una nueva posada en Mérida, a la que querían llamar “Clavelito colorado”, en referencia a una canción de Simón Díaz que les encantaba y a veces sonaba en un reproductor de cd’s ovalado que Carmen llevaba al trabajo para distraerse un poco.

Yo ya empezaba a armarme el plan de trabajar ahí en las próximas vacaciones aunque había prometido que volvería al hotel, y Carmen me dijo que yo era bienvenido aunque no quisiera trabajar, y que podía decirle a César.

La última tarde que trabajé en el hotel por el verano me quedé pensando en el sonidito que hace la máquina que marca la hora de entrada y de salida en las tarjetas de los empleados, como un sonido fantasmal que había estado siempre detrás de todo. A las personas que trabajaban en las oficinas llegué a conocerlas poco, sólo recuerdo que mi tía le tenía mucho aprecio a Juan y a Mónica, que tenían una pizarra de acrílico que nos parecía rara porque las pizarras que conocíamos eran para escribir con tiza, y en la pizarra tenían un calendario con todos los eventos de la semana, y había muchas manchas de rotulador porque estaba cambiando todo el tiempo. Yo iba tan solo para pedirles papel y alguna lapicera cuando teníamos ganas de jugar al ahorcado en la recepción, o al stop.

Esa tarde también llegó una combi blanca con la comitiva del equipo de fútbol de Yaracuy. Se iban a hospedar una semana por motivo de un torneo que tendría lugar en la ciudad el fin de semana. Me ilusioné con verlos entrenar todo el día en los jardines, y hacer visitas esporádicas al baño fingiendo que me había manchado de grasa la camisa. Pero para mi decepción no bajaron nunca a entrenar y solo se dedicaron, según los comentarios de los masajistas en el comedor, a relajarse en sus habitaciones, desde las que solicitaban sus servicios dos o tres veces al día.

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