En este momento, en algún lugar de la Quinta de Olivos, cuelga una pintura gigante de un león con traje y banda presidencial. La obra es un retrato hiperrealista que un artista de Gualeguaychú le hizo llegar al presidente Javier Milei unos meses después de que asumiera el cargo. Cuando se conoció la noticia y las fotos del óleo empezaron a dar vueltas en redes sociales, el artista explicó que lo pintó más o menos en tres semanas, que es una obra muy importante, que no hubiera tenido el mismo impacto si la hacía de 70 por 50; contó que a Milei le sorprendió el tamaño de la obra: “Es como una escala natural y como que te metés adentro, ¿viste?”.
El león humano que representa a Milei está de pie, mirando al frente, con la mano izquierda apoyada sobre el respaldo del sillón de Rivadavia y la derecha sosteniendo el bastón presidencial (el que sabemos que tiene talladas las caras de los cinco perros del presidente). Es muy entendible que quien habite la residencia presidencial imprima su sello con la elección de las obras de arte que decoran sus salones y jardines. El cuadro cuelga del mismo clavo del que tal vez, hasta el año pasado, colgaba alguna composición de Del Prete, una de las efigies de Hlito o el retrato de Manuel Belgrano que hizo el caricaturista Hermenegildo Sábat, autor de dibujos célebres como el Gardel de alas doradas, o las Cristinas tachadas, o la Cristina de ojo negro tras recibir su merecido (el nombre de estas obras es ficticio).
En 2020 Alberto Fernández eligió una serie de obras valuadas en más de $190.000.000 que pertenecían a la colección de la Cancillería y del Museo de Casa Rosada, y entre las que se destacaban el Boceto para el monumento a la bandera de Fontana, las pinturas El último payador y Juanito cazando pajaritos de Berni, Sur de García Uriburu, algunas instalaciones de Víctor Grippo y otras obras muy conocidas de León Ferrari, Aizenberg, Pettoruti, Lacámera, Spilimbergo, Xul Solar, Kenneth Kemble, etcétera. Para sorpresa de muchos, a la lista de más de 30 obras le faltaron artistas mujeres (la pintora Lola Frexas es la única), dato que en su momento nadie se dio cuenta de endilgarle al presidente que le puso fin al patriarcado.
Antes de Fernández (ft. Fabiola), el matrimonio Macri-Awada compartió techo con piezas de artistas contemporáneos argentinos como Pablo Siquier, Eduardo Hoffmann, Matías Duville y Pablo Reinoso. En su despacho en Casa Rosada, el expresidente colgó la obra La Bombonera de Pérez Celis, que lo acompaña desde su primer mandato como jefe de gobierno porteño. La ausencia de retratos de próceres y héroes nacionales molestó a su sucesor, que enseguida descolgó las Diagonales de Mac Entyre y puso en su lugar a alguno de los personajes ilustres de la historia nacional: Güemes, Mariano Moreno o San Martín (recordemos que el Belgrano, de Sábat, fue para Olivos y que el retrato de Rosas le gustó tanto al gobernador Kicillof que Fernández decidió dárselo hasta que termine su mandato).
Ese punto final que Fernández le puso al arte geométrico en los salones de la Patria irradió líneas de luz para los costados: aunque no lo logró, quiso también erradicar para siempre a los animales de los billetes. Sorpresas de la vida: cuatro años después tenemos una reversión de Belgrano y a la heroína afrodescendiente María Remedios del Valle circulando en los billetes de $10.000 y un león con cuerpo humano colgado en la casa presidencial.
¿El arte visual colabora con el arte de gobernar? ¿Se gobierna mejor mirando esculturas informalistas, cuadros con juegos sensoriales, series elegidas por reconocidos curadores, o mirando retratos de uno mismo que acercan los humildes practicantes del arte del país?
Creo que fue Cristina la que estrenó, con la “Escalera Carpani” y el Salón de los Pintores y Pinturas Argentinas, la tradición de imprimir a través del arte la huella de su designio político. Digo estrenó porque siempre hubo pinturas decorando las habitaciones del poder, como testigos inertes de locación fortuita y accidental — el objeto es el animal doméstico perfecto, escribió Baudrillard — , pero en la decisión de sacar y poner obra, de decidir qué mirar y qué mostrar al fondo de cada ademán político, empezó a armarse una nueva definición del arte y de los artistas.
En aquel acto de inauguración (mayo de 2011) Cristina habló de los pueblos originarios, de la lucha de éstos por nombrar las cosas, de los ascensores y el avance de la industria nacional, de los paisajes, de las luces led, de las pinturas que gracias a los marcos se transforman en cuadros (esto, dijo, fue una idea de ella). Dejó también esta frase: “Los pintores terminan siempre de algún modo reflejando lo que ven, como los actores a la sociedad que viven y palpitan. Yo siempre digo que el arte está íntimamente vinculado con lo que nos rodea y, si no, podrá ser algún ejercicio personal de alguien pero no es arte”. Habría que medir la distancia entre esa cita y esta — ya célebre — de Oscar Ivanissevich: “Entre los peronistas no caben los fauvistas y menos los cubistas, abstractos, surrealistas; peronista es un ser de sexo definido que admira la belleza con todos sus sentidos”. En la última entrevista que dio, hace unas semanas, la expresidenta puso un Carpani al lado de su escritorio, quizás como recordatorio o como señal de estoicismo.
Seguro desde mucho antes, pero evidentemente desde las elecciones del año pasado, hay una sensación bastante palpable de que el malestar pasa más por lo estético que por lo programático de la política. Estilizar al sujeto popular ya queda como un gesto raro (veamos lo que pasa ahora mismo con la muestra de Mondongo en el MALBA). Cuando eligió al arte abstracto, el gobierno macrista estaba tal vez sugiriendo una negación rotunda de ese gesto, que además se combinó con la ausencia de un relato heroico (recordemos que en este período el Salón de los Próceres Argentinos pasó a ser una oficina más en Casa Rosada) y con el poco encanto que, con algunas excepciones, el rostro del expresidente de Boca suscitó en los retratistas argentinos. El “volver mejores” de Fernández fue un intento de renovación también en términos visuales: un peronismo medio esnob y de popularidad enclenque necesitó una curaduría experta que reivindique lo nacional pero con la sofisticación que sólo el verdadero arte argentino puede dar (esa tarea estuvo a cargo de la gran “visibilizadora” del arte, Valeria González).
Ya muy lejos de la abstracción de los tiempos de Macri, lo que hay ahora es una inversión. Ni héroes nacionales ni sujetos populares: el tema de las pinturas es el presidente, pero ya no como en los retratos de reyes y emperadores que conocemos del siglo XVI sino como covers de fantasía, modestos y patéticos, que pintores ignotos de provincia hicieron por encargo o por entusiasmo propio.
El león no es el único retrato de sí mismo que Milei se cruza cuando surca sigiloso los ambientes de la residencia presidencial. Hay otro que lo muestra con los atuendos y la estampa de Napoleón Bonaparte. Es una copia de la obra Napoleón abdicando en Fontainebleau, del artista Paul Delaroche, que exhibe la imagen del emperador derrotado y listo para recluirse en la isla de Elba. También hay otro hiperrealista que una pintora mendocina hizo por pedido de un empresario, basándose en una foto que eligió Karina Milei, y un díptico que un artista platense hizo del presidente sacudido y colérico junto a Jesús Huerta de Soto, referente de la escuela austríaca. A ellos se sumó el último retrato que le regaló, el mes pasado, una institución liberal española y que lo hizo llorar profundamente. Al presidente lo conmueve la carga intencional que su propia imagen contiene cuando otros la recrean. Es esa carga, como una fe de vida permanente, lo que necesita para gobernar.