En Operación Masotta, Carlos Correas describe una etapa juvenil en la que la universidad era solo uno de los espacios en los que se formaba. Con Sebreli y Masotta, su grupo de amigos, vivían alertas a saber qué lecturas eran las pertinentes, se pasaban las traducciones nuevas en los pasillos, compartían sus bibliotecas, discutían en los bares. El grupo se formaba en el sentido pedagógico y en el sentido de adquirir una forma, unas maneras: sus estilos. Porque esa primera parte del libro es una suerte de explicación estética de su amistad; su amistad la primera escuela, anterior a las demás y a todos sus proyectos futuros. Más allá de la devoción de Correas por su amigo (que me recuerda al mimético amor de Catherine por Heathcliff en Wuthering Heights: “I am Heathcliff!”), tiene una obsesión: la manera en la que las personas se determinan entre sí, se devuelven reflejos deformados, se imitan. Por eso Operación Masotta es en parte biografía de Masotta y en parte autobiografía.
La obsesión por la imitación está todavía más clara en su ficción, Los reportajes de Félix Chaneton. Ahí es procedimiento y es tema y ocupa al narrador detective durante todo el caso. Se vincula, en principio, con una pasividad sexual: la imitación como forma de entrega, de sumisión. Pero la veneración de la bajeza que implica el procedimiento de pasividad (que imita de Genet) se dirige primordialmente a sí mismo: Correas parece haber sido un pionero de los recursos de la confesión y el auto-desprecio. En el dossier en su homenaje que publicó la revista El Ojo Mocho después de su muerte, el obituario de portada habla de “un estilo tan sutil como exigente del desprecio de los demás pero sobre todo por sí mismo”. Y en la ficción, el narrador parece explicarlo cuando menciona que un elemento constituyente de esta pasividad, una de sus búsquedas, es “la pregunta acerca de si la declaración de las propias miserias posee alguna fuerza para acercarse a los demás hombres, la pregunta acerca de si hay un modo atractivo de manifestar la impotencia”. Una idea de Correas: la exposición de las miserias como canal de fraternización, de asociación.
Pero su hombre, Masotta, ya había hecho décadas atrás la exposición pública de sus miserias en el “Salón de Artes y Ciencias”, durante la presentación de su libro Sexo y traición en Roberto Arlt. Masotta también fue pionero de la confesión y el auto-desprecio, y en forma de conferencia. Pero esos temas no me interesan tanto por el momento, porque quiero saber si al costado de eso hay alguna teoría sobre la educación, la formación y las instituciones educativas.
Lo que se pregunta Masotta en esa conferencia es quién era el Masotta que escribió el libro y quién el que está presentándolo ocho años después; el tema es la depresión que sufrió entre ambos, la “enfermedad, mezcla de neurosis y de angustia”. Masotta probaba la idea de la exposición de las miserias para dejar apuntado que, a partir de su experiencia pudo entender la relación entre su locura y la economía, entre su miseria mental y el problema del dinero. Podría haber sido el origen de un gran economista pero, en cambio, su período de recuperación en terapia fue el primer retazo de su destino con el psicoanálisis. La conferencia, en ese sentido, resulta ser también un texto sobre su formación, sobre la constitución de sus intereses.
Hay muchos sentidos de la palabra formación y hay todavía más maneras distintas en las que unx puede activamente formarse. La conferencia de Masotta se llamó “Roberto Arlt, yo mismo” porque la lectura de Arlt y su experiencia con Arlt fueron su formación. Hace unos años, me choqué de sorpresa con uno de los sentidos de la palabra formación cuando un amigo trotskista me invitó a una formación de teoría económica marxista y ecología. “Así le decimos en la militancia a los encuentros para pensar”, me dijo cuando le pregunté por la palabra. Es el uso setentista de la palabra, que se refiere a que hay que formar a los militantes. El encuentro fue en el barrio de Constitución en una biblioteca popular y centro cultural (recuerdo que en la biblioteca estaba el libro Historia de la Matanza de Alberto Samid). Había un pizarrón, aunque no suficientes sillas y eso que no éramos muchos. Sobre el pizarrón estaba escrito: “1 kg de yerba= 200 pesos”. Durante un rato, un compañero al frente explicó por qué el paquete de yerba tenía ese valor, con la crítica del valor y sus actualizaciones contemporáneas. Los marxistas habían invitado a jóvenes (casi adolescentes) militantes del cambio climático pero su rol terminó siendo pasivo. Evidentemente, se trataba de empezar por la infraestructura del problema, formar para entender las causas de los problemas del cambio climático.
De las decepciones en la arena política surgen los intentos por entender; se deposita una esperanza en la racionalidad. ¿Tenemos que comenzar a formarnos en educación financiera para entender el desquiciado escenario político en el que nos encontramos? Hay varixs artistas que están listxs para empezar o que ya anduvieron estudiando, algunos incluso animándose a invertir.
Hay una sospecha obvia. Es la sospecha de que, si en el proceso de entender y analizar el por qué de los últimos resultados electorales suspendiéramos las consabidas y lanzadas teorías de la imagen y de las redes sociales -teorías que llevan a pensar desde una falsa premisa de un desbalance en las competencias digitales según sectores sociales o políticos-, quizás nos encontraríamos de cara a los logos inexpresivos de fondos de inversión como BlackRock. Para otrxs, más que una sospecha es la convicción de que el mercado explica todo; de ahí la moda incel de TikTok que promueve una “educación financiera” libre haciendo sorna al viejo mandato de graduarse en la universidad. Por otro lado, mucho millenial asegura haber sido la prueba fallida de ese mandato universitario en lo que se refiere a su promesa de estabilidad.
Podríamos preguntarnos, desde el eco de la sorna (doblemente agresiva para los estudiantes de humanidades y artes), qué hicieron con nosotrxs las instituciones educativas por las que pasamos, en qué lógicas sociales nos formaron. Me gusta que las universidades se estudien, que se estudien a sí mismas, que la estudien sus estudiantes. Uno de los problemas que seguramente surja al estudiarlas es el de su utilidad o, en palabras menos crueles, su finalidad. Enfrente, está la pregunta por la finalidad del arte. Lo que me interesa es descompartimentar las disciplinas para pensar la finalidad de la formación en un sentido más amplio.
Lxs artistas están pendientes de poder tener cierta lucidez ante las circunstancias de crisis, sienten esa exigencia. Incluso les gustaría adelantarse y ya tener el chiste de vuelta. Visto así, la vanguardia es hacer algo incongruente con el momento a partir de una comprensión avanzada del contexto. El artista podría hacer algo más allá porque entender le concede la posibilidad de un grado de abstracción.
“Sobre cada utopía en retirada / el cielo se abre / para mostrarla a contraluz”, dice Juana Bignozzi mirando “La carga de la caballería roja” de Malevich, el cuadro de las milicias que vuelven. Es una imagen muy elocuente sobre el desencanto con la militancia, una idea asfixiante -como un pensamiento dialéctico pesimista. Es la historia como farsa o peor, como paso en falso constante. Bignozzi renuncia primera; es la voz de la aguafiestas de lo nuevo (“que no hay nada más patético / que la canción del verano la canción del momento / pasado ese verano pasado ese momento”). Lo nuevo es la vuelta de lo anterior con otro disfraz. En la repetición el militante va a llegar a las verdades siempre tarde; el artista las puede vislumbrar pero desde lejos, con los contornos borrosos.
El estudiante, en cambio, suspende la finalidad, la mediatiza. El alumno puede perder parcialmente la neurótica sensación de vida individual, de persona íntegra. Un taller, una clase, un seminario, puede ser un laboratorio de miserias y esperanzas. Al conservadurismo neoliberal hay algo que se le escapa de las manos, en una especie de vicio oculto de su propio discurso. Le desespera que ciertas áreas del conocimiento se liberen del ámbito privado porque es demasiado sensible a su razón instrumental.
En abril de este 2024, comenzarán las clases en la Escuela de Las Deudas, un espacio de prácticas cooperativistas y estéticas en el barrio de Boedo. Aunque ya se dictaban en el espacio algunos talleres, el esquema que están armando hoy incluye más de 30 docentes. Habrá seminarios de 2 o 3 clases y otros más largos, unos pocos anuales. Darán las clases algunxs artistas visuales, músicxs, cerrajerxs, electricistas, entre otrxs. Parece haber un optimismo en la mezcla y, sobre todo, en el ensanchamiento de las prácticas y los saberes. El espíritu del estudiante es móvil y no tendrá que preocuparse por la “solidez” de su conocimiento: los talleres o seminarios de la escuela se están preparando lejos de las lenguas protocolares y técnicas con las que son tratadas en sus instituciones guardianas. Me imagino que la práctica colectiva de la educación le enseña al arte su negatividad, le da la paciencia que requiere para pensar el mundo. Además de los seminarios y talleres, la escuela quiere contar con un espacio mensual de intercambio abierto entre lxs alumnxs. Por lo que entiendo, la idea es que su forma tenga más que ver con la asamblea que con la clínica de obra. Quizá sea un hacer lugar a la vida de los participantes, a sus inquietudes, a la exposición de sus miserias, para ponerlas a la luz de los estudios de la escuela.