Victorica
10 min readApr 14, 2022
Chingolo comiéndose los pasteles. Ilustración de María Guerrieri

Hace poco más de un año Zeta llegó a El Vómito con una mochila estallada de dibujos y pinturas. Era de noche y no había luz en la casa, así que alumbramos con linternas de celular las pinturas que iba sacando mientras hablaba sin parar. Nosotxs estábamos en un momento dulce de autopercepción, creíamos que teníamos claro qué queríamos hacer en el espacio. Pero no contábamos con este personaje, que aún no sabíamos si era un genio o un embaucador de plaza Dorrego que venía con el cuento del tío. Era obvio que nuestra pretendida autopercepción y su absoluta certeza unidos por nuestro encanto por lo desopilante daría buenos frutos. El truco estaba hecho, fuera lo que fuera. En esa época yo vivía con Malena en El Vómito así que empecé a pasar mucho tiempo con él charlando, grabando notas de audio y tomando notas. Un día fuimos a Montechingolo y en todas las plazas había pisteros, grupos de amigxs bebiendo birra como quedados en el tiempo y unas bandas tributo de rock espectaculares financiadas por asociaciones evangelistas.

A medida que la muestra se desarrollaba yo fui escribiendo este y otros textos con cierta compulsión, intentando atrapar con las manos una atmósfera que se desvanecía como las palabras se desvanecen en el aire. Hace poco releí este texto y no entendí nada, hasta que de pronto entendí todo: la sintaxis enredada, las asociaciones remotas, las descripciones preciosistas, las hipótesis fuertes y opacas y el dramatismo grandilocuente general. Toda esa escritura afiebrada es, ahora entiendo, la escritura de alguien que se está enamorando. Quizás ahora que el amor fue correspondido, o quizás porque tengo el narcisismo borracho, le daría al texto la forma de una fábula. Pero no está bien desahuciar, y menos a las ideas.

Las promesas del arte

I

Como campanas que tañen, los sonidos de ‘Montechingolo’ recuerdan algo de tanto en tanto. Más que la homilía o el mediodía, Montechingolo nos recuerda su falta de imagen, su mito. Apostada con cierta languidez sobre un cruce de vías de ferrocarril, una cuadrilla derretida de edificaciones se derrama de hacia la capital de forma imprecisa, disolviéndose en otros nombres que el recorrido del 33 va desgranando: barrio de Santa Teresita, Villa Sapito, Sarandí, Avellaneda, Dock Sud y de ahí al puente de la Boca. Durante el recorrido zeta me habla de algunos planes urbanísticos del primer kirchnerismo que quedaron truncos, señalando fábricas abandonadas y edificaciones a medio hacer que atestiguan sueños y fracasos entre ranchitos y murales de Néstor. Llegando a Chingolo la monotonía del paisaje se interrumpe por momentos, como si alguien hubiera dado pinceladas a capricho sobre la yema desfigurada de concreto y ladrillos; la congruencia del paisaje se interrumpe cada tanto por terrenos sin edificar que se confunden con las casas a fuerza de personas y malas hierbas. Acá unas sillas y una mesa, allá dos porterías, al fondo un kiosquito con imponentes altares para la palabra impresa.

En un diario publicado en Segunda Época en el que relataba su lectura diaria del periódico, Walter Arancibya decía que, al contrario que las noticias, el periódico no existe porque se le preste atención. Al contrario, es su cualidad física lo que le otorga ese poder, lo que le permite organizar y disponer los cuerpos en torno a ciertos ritos. Algo parecido pasa con Chingolo y su falta de imagen: al contrario que las noticias o que cualquier barrio que ubiquemos con facilidad y del que se nos hable con frecuencia, no es tanto una circulación de información lo que le da el peso de existencia como esas sillas, esas porterías, el kiosco, las vías del tren semienterradas; es un peso físico casi opaco lo que organiza los ritos de zeta. Ese “fuera de circulación” para lx común citadinx hace que los sonidos ‘Montechingolo’ se recubran de cierta impenetrabilidad, de una referencia borrosa en el mapa, de rumores, de culpa de clase o, con un poco de suerte, de tañidos de campanas.

Más allá de toda poética de la periferia y el cosmos de la vida en el interior de la provincia, la condición insular de Montechingolo tiene síntomas y raíces más específicos. Por ejemplo, la mochila que zeta tenía que cargar con ladrillos y materiales para la muestra. Él no habla tanto del estar en Montechingolo como de las idas y venidas, de lo que le ocupa el tiempo de bondi y las peregrinaciones en la ciudad. Cuando existía el tren desde Chingolo hasta Avellaneda unx podía bajar en el kilómetro 36 con las bicicletas y pasar un domingo en el campo. Después de que Perón nacionalizara los ferrocarriles, con la Revolución Libertadora llegaron diferentes compañías americanas para fomentar los bondis en detrimento del tren. Y de pronto, la relación con el paisaje cambió de nuevo. Las paradas estaban mucho más orientadas a una estrecha funcionalidad laboral y el recorrido no te llevaba al ras de las praderas, los páramos y las poblaciones vecinas. La insularidad la decide la capital pero los bordes que impone a Montechingolo no son colindantes con ella: lo que queda fuera son los domingos en el campo, los páramos, una relación menos rezagada con el espacio y el tiempo, ese tipo de cosas.

la cuchita de zeta y sus cachibaches rondando

II

Esa lógica centro-periferia territorial sirve como metonimia para pensar la producción de zeta como una singularidad periférica. Cuando veo sus obras pienso en los bordes que colindan con el sentido común que recubre los espacios entre las obras, las muestras y las figuras de artista a las que estamos acostumbradxs. Parándome un momento en esos bordes, no puedo evitar reparar en ese recubrimiento de sentido común, un colchoncito que da un margen generoso para suplantar el contexto de producción de una obra, ensoñándole una segunda naturaleza que todxs aceptamos sin mayor reparo. Mirando al otro lado de la divisoria, entiendo que la obra de zeta se resiste a esa suplantación, que el peso de su realidad material no deja margen para que el sentido común la torne algo más asimilable. Hay algo áspero en su figura.

Desde esa vigilia áspera se me presenta difusa pero evidentemente que lo que sea que apuntale o explique su producción artística tiene que ver con decisiones y contradecisiones políticas que cambian la ruta de transporte y la relación con el paisaje. De ahí al recorrido del 33 a Montechingolo, pero también con el precio de los terrenos en provincia y el hecho de que una familia pobre viva en una casa grande que se vuelve un espejo incómodo. Una casa que favorece la acumulación y el desorden, que en un momento se convirtió en un aguantadero y que, quizá, es de esos tiempos del aguantadero que zeta tiene una relación muy particular con la soledad y con cierta sociabilidad empalagosa que vuelve chicloso el tiempo. Unx puede encontrarlo fácilmente solo por horas en cualquier esquina de una fiesta igual que lo puede encontrar vagando en loop de un escenario a otro con amigxs, tejiendo una deriva en la que se permite encapricharse por un momento con ciertas personas, imágenes o ideas.

Siendo incapaz de hacerlo de un bocado con el pensamiento, utilizo el tiempo irreal de la escritura para desentramar el lugar que el arte ocupa en una vida que se juega entre esas tensiones. Un lugar que depende de anclajes muy frágiles para no ser centrifugado, convertido en la nada misma o tal vez en algo más asimilable para el sentido común, para la maquinaria que naturaliza unx artista y su obra. Cuando pienso en zeta, el sentido de su obra emerge de la contradicción entre el lugar insólito y fundamental que el arte ocupa dentro de una vida que continuamente se resquebraja en otras direcciones, arrastrada por las penurias de su ser civil. ¿Cómo es que existe algo así? Desde esta incongruencia Sensibilidad Política Inmediata emerge como un misterio, pero también como una promesa.

zeta pintando sus trampantojos

III

Es difícil hablar del arte como promesa sin ser ingenux, acomodaticix o catastrofista. Hasta que no conocí a zeta esa promesa no me preocupó en absoluto, pero de pronto la empecé a sentir como un fantasma que rondaba sus idas y venidas, las charlas que teníamos, el silencio de la sala mientras trabajaba y también a la noche, cuando dormía en el colchón o dejaba una luz prendida al irse.

La formación de ese fantasma tenía que ver con la falta de plata, de casa, de laburo, etc., pero sobre todo con cómo eso afectaba a su sensibilidad, siempre hermosa y exacerbada. A menudo él lo ponía en palabras, profería expresiones como “…vivir de esto” o “dedicar mi vida a esto”, dándose el privilegio de señalar con el dedo porque lo que nos rodeaba, la muestra en curso, era una instanciación extraña de la promesa del arte. Una instanciación extraña, pero no un espejismo. En una polarización súbita, como dos campos magnéticos que erizan un puñado de virutas de metal, los fantasmas y la instanciación trunca de las promesas del arte se ponían en evidencia mutuamente en una tensión que recaía sobre un cuerpo mortificado.

Cuando no estaba en la muestra estaba en el bondi a Montechingolo, o yendo de una casa a otra a comer o a consolarse, o parando en tal o cual estación de subte a conseguir un poco de wifi, o acompañando a su madre al médico, o teniendo largas reuniones familiares para evitar que se desmoronara lo poco que quedaba en pie, o durmiendo con su gran amor para evitar que desapareciera lo que, en verdad, era lo único que quedaba. Cuando estaba en esas otras vicisitudes, la muestra seguía vibrando en la distancia como una obsesión. Más de una vez me dijo que mientras discutía o contaba plata o se le olvidaba comer o pensaba en combinaciones de bondi, los pasteles que tenía que consumir pintando le atravesaban y el espacio se le aparecía con una certeza obsesiva.

Durante un tiempo pensé que la muestra era una vía de escape, una fuga, pero era demasiado atribuirle la capacidad de evasión: lo único que hacía era tensionarse entre los fantasmas y las promesas truncas del arte, como las virutas de metal entre dos campos magnéticos. A veces la tensión dejaba un poso de éxtasis en las miradas, en las conversaciones, en los gestos. Otras veces sentía que algo me empujaba fuera de la sala, me disuadía, como si fuera a ver algo horrible o interrumpir una intimidad. Sin poder disolver la tensión, lo único que podía hacer era intentar sostener ese cuerpo: darle algunas palabras de calma, de esperanza o fascinación, entender cuándo tenía que sentarme en una esquina a esperar que pudiera decirme lo que necesitaba decirme, ofrecer comida, un té, un baño, alplax. Cosas prosaicas y tangenciales que por momentos desplazaban las especulaciones crítico-artísticas hacia un cuidado raso y torpe.

parte de la cristalización de la muestra

Finalmente, llegó el momento en que los pasteles se terminaron y no pudo pintar más. El día de la cristalización zeta colgó todos los cuadros que había estado haciendo durante tres meses en la sala. No sé cómo rebajar la carga dramática, pero la verdad es que a esa altura estaba por romperse en pedazos: a medida que todo iba estando preparado dentro de la sala, el afuera amenazaba con derrumbarse y arrasar con todo. ¿Cómo describir su estado? Supongo que si no fuera porque no podía estar en otro lugar que no fuera la muestra, diría que tendría que haber estado en el hospital. La gente fue llegando y él se dedicó a clavar las obras sin hablar con nadie, como un cristo cansado. Las clavó mucho más arriba de lo que todxs pensábamos y el efecto fue muy imponente. Después de esa noche volvió a venir alguna tarde para recibir gente y matar el tiempo, más como un compromiso o un apego tonto que por una necesidad. El tiempo libre en la sala lo inquietaba y lo aburría, el afuera de su ser civil iba entrando una vez que la promesa del arte parecía difuminarse y empezaba a resonar con ecos extraños, como cuando unx recuerda un sueño o un ataque de pánico.

Intentando recomponer esos ecos en este texto, entiendo que las promesas del arte surgen de la mano de cierta resistencia ante su imposibilidad, de una promesa instanciada que por un tiempo se ensimisma más allá de todo. El resultado no es una fuga poética ni un gesto prometéico, el resultado suele ser agridulce y esperpéntico. En mi pueblo se dice “qué pena, lo que hemos bailao…”para capturar el sentimiento que surge cuando unx recuerda momentos en los que la vida fue vivida por fuera de sus contornos, con un furor que se piensa como irrealizable de nuevo. Es un gesto de complicidad algo melancólico y juguetón, una puñalada a la vida de siempre, una forma de acallar los fantasmas.

Después de releer el texto y ver a zeta tramando cosas todo este tiempo después de la muestra, entiendo que siempre hay otra vuelta posible para hacer travesuras con las promesas del arte. En un cuento casualmente llamado Chingolo, el protagonista (que comparte nombre con el título) es un niño que siempre toca su tambor a la sombra de su árbol favorito, un gomero fabuloso. Un día descubre un extraño agujero en el tronco del árbol del que aparece un pequeño duende que le ofrece convertirse en lo que quiera. Sin dudarlo, Chingolo elige convertirse en tigre para romper todas las restricciones que el mundo adulto y sus instituciones le imponen por ser infante. Uno de los primeros síntomas que tiene de esa transformación misteriosa es que empieza a soñar diferente: “este sueño que tengo no es mío, es un sueño de tigre”. Después Chingolo monta en bici, juega con globos, diablos de lana y monitos de celuloide, ríe a carcajadas mientras agota la ciudad y busca algo para comer. Como el mundo no está hecho para niños-tigre (aunque sí para tigres de zoológico, que gozan de cierta reputación), mientras Chingolo devora pasteles en una confitería las fuerzas del orden comienzan a perseguirlo. De un gran salto, Chingolo se mete en el agujero del gomero donde el misterio comenzó y sale de vuelta bajo su apariencia de niño. Cuando los agentes le preguntaron si había visto a un tigre respondió “Pasó, pero se fue”, mientras se reía a la sombra de su árbol favorito y le asomaba la cola entre las piernas.

el arte sigueeeeee

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