LAS VIDRIERAS DE BRUNO GRUPPALLI — Juan Laxagueborde

Victorica
5 min readMar 5, 2025

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Como si este ensayo fuese parte de una conversación ya empezada con el trabajo de Gruppalli, se me ocurre que en su nueva serie de pinturas hay un realismo parcial. Extiende, trafica y transforma su serie anterior expuesta en el CC Recoleta. El conjunto abandona aquellos fondos puros de naturaleza siniestra y se pone colorido. Sentimos una melancolía de occidente, a la vez tropical, totémica y porteña. Surgen naturalezas muertas que se distorsionan, retratos, obsesiones adolescentes, telas de jean, botas, cueros, cuerinas, camisas hawaianas, referencias literales deformadas al borde del animismo, bodegones artificiales. Ese pedazo de realismo no llega a ser total porque no es fácil que lo sea. Pero más que nada porque se encuentra con nuestros imaginarios y antes se había encontrado a Bruno en plena tarea de rectificar, agregar o sacar. Bruno practica un realismo mental en la medida en que tiene problemas con el realismo sin más. El naturalismo copia, el realismo exagera para comprender lo real por sobre todas las cosas. Como lo real es lo que nunca se sabe, queda el arte. Por ejemplo esta serie de pinturas que no son sociales, sino que ejercen el realismo antisocial del pueblo entre sus idolatrías de dormitorio, de boite o de banquina. Quieren inventar estructuras para ordenarse en un mundo de placeres bajos y manifestaciones frescas de las ganas de vivir, sin desmerecer las dificultades, las mesetas y la esclavitud a la que nos somete lo que repetimos.

Aparecen como de una ola salada de sentido marcas, logos y un materialismo del mejor cortado por una cuchara loca que nos convida de la seguridad del anclaje psicoanalítico con la permanencia del fetiche. Porque, como decía Osvaldo Lamborghini, no se puede mimar un objeto sin amarlo. El objeto está definido siempre por su encanto. Las pinturas se arman con stickers pintados de objetos que vienen de estanterías distintas. Por lo tanto, Bruno se encanta primero con los objetos y después con ponerlos siguiendo al pincel, sin perspectivas ordenadas, sobre unas mesas flotantes. Me lo imagino haciendo unos flyers a escala humana, sin las cualidades digitales, con la arbitrariedad de la plástica. Actúa con la minería de su memoria juvenil. Evoca, desidentifica y transforma en imágenes colgantes algunos iconos del capitalismo o de la contracultura que lo entusiasmaron y que a muchos nos suenan. El sticker pintado es una herramienta novísima para los collage, para estas mesas revueltas erguidas. Sirven, también, para que obras importantes de nuestro siglo de nacimiento se olviden de sí mismas en el anonimato del vínculo espontáneo, sin tener que decir quiénes son (aunque en buena medida lo sepamos).

En su computadora mental tiene un catálogo del que elige a gusto, salpicando la tela de significaciones pop y elegantes. Toca las opciones de su fanatismo, regula y pondera un longplay de New Order o una botella de Averna. La mansedumbre petit de una copa le gana en magnitud a un Chagall, la gravedad de una cabeza de piedra puede menos que la etiqueta pegada sobre el vidrio hueco de un ron. La síntesis de un peletero anónimo puede más que Brancusi. Ahora da un paso para atrás y se vuelve a comprometer con lo que ve, barniza con una mueca de tranquilidad cada cuadro y lo entrega. Ya en sus clavos, como testigos de la vida cotidiana de este siglo tristón y tenso, replican los pasos anteriores. Son los dueños, los ocurrentes dueños de cada cuadro, quienes ahora se ríen nerviosos, sin saber si tienen ante sí el relato de unos caracoles de la memoria objetista del siglo pasado o la guardia máxima para los ruidos menores del amor por las cosas que nos vencen.

¿Pero en las pinturas qué pasa? A cada unx le pasa algo, pero siempre hay una constante para todxs. No son ni siquiera escenografías, son más inútiles. Se parecen a vidrieras de mueblerías de la avenida Belgrano, con sus atracciones de hotel familiar, sus mercancías confortables y sus cositas de polirrubro apoyadas, que no sabemos si están a la venta.

¿Quién decide cómo decorar una vidriera? Una revista de hace una década por aquí, una jarra con el asa biselada en pliegues pequeños que se encordan firuleteando por allá, el reinado tenso de un tulipán púrpura de plástico en un florero aflautado…

Las mesas de Bruno casi no se ven, ni patas tienen. Por eso son mesas revueltas, porque la mesa es solo soporte de memorabilia. Atributos, una wikipedia dramática y blanda con pocos elementos. ¿Cómo no van a ser atributos si son pedazos clásicos que atraviesan la experiencia cotidiana de tantos? Se escucha la balada del siglo XX entonando noticias de lo que no salía en los diarios. Se ayuda de la planificación achicharrada de colores para recomponer mitos, para cocinarlos en el traslado de la escena del arte popular al relicario del cuadro. Por un segundo son mesas servidas en tandas, atrás del vidrio, vistas desde la vereda justo después del momento en que alguien las amaneró. El artista desaparece como un mago para aparecer como un personaje que sabe estar ahí. Probablemente sea lo que más quiera. Así como están las cosas en este punto del tiempo, es justo soñar con las tentaciones del bienestar del arte inolvidable y las mieles posibles de algún lujo austero, lejos de los toallones con los nombres del dueño.

Me pongo más cerca de uno de los cuadros y me doy cuenta que la palma de la mano del protagonista es como un pedestal para el yo. La utilidad se apoya en la metáfora y el ánimo pide prestadas estatuillas o mentones para sentir una especie de peso informal, distraído, tedioso e inevitable. El punto final donde empieza la neurosis, la causa del arte cuando no quiere apostar a una suerte normal, la que silba siempre el formalismo de moda. Los temas de peso se resisten a ser temas y las formas finales de los objetos son como peces afuera del agua, eléctricos sin saber qué tiene el tiempo guardado para ellos.

Cada pintura es un párrafo, una expectativa de narración para seguir narrando. Son estructuras complementarias con la casualidad de seguir y seguir. Puestas una al lado de la otra son postales para decir lo que cuesta decir, mostrando de qué vive el recuerdo. Del otro lado de la voz nos dan el pase libre para que añoremos nuestras propias colecciones.

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