Lloran las rosas — Sibila Gálvez Sánchez

Victorica
5 min readJun 14, 2022

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Hace poco, por una pregunta que me hicieron, me acordé de que cuando era chica dibujaba las paredes de mi habitación. Las dibujaba todos los días, cada vez que podía. Es decir, cada vez que mis papás no estaban o estaban distraídxs. A veces también escribía una y otra vez, en diferentes tipografías y con diferentes colores, como en una especie de trance, frases que escuchaba o leía en lugares públicos: las malvinas son argentinas, por ejemplo. Las malvinas son argentinas, las malvinas son argentinas, las malvinas son argentinas. Las palabras se camuflaban entre las flores celestes del empapelado, a las que yo además sumaba corazones y bichitos (en particular, arañas y mariposas).

Las pinturas que Melina Chaldú exhibe en “Como una alimaña atraída por la luz” me trajeron de vuelta ese recuerdo. Rosas, velas, murciélagos y arañas en conflicto, disputándose el espacio, en avanzada por momentos, con gestos defensivos también. ¿Qué conjuro despliega la artista cuando pinta una rosa, y otra rosa, y otra rosa? Son rosas amenazadas, veneradas o custodiadas por bichos asustados o dispuestos a vengarse de la humanidad. Hay romance y hay violencia, hay corazones rotos y está el amor de las amigas; hay sangre y hay agua, y a los cielos puros que hacen resplandecer el jardín, les siguen el misterio y el vértigo que da la tormenta inminente.

¿Qué van a buscar lxs artistas a la naturaleza? ¿Y qué encuentran? Miro las pinturas de Chaldú como si leyera un poema sobre el amor. Un poema sobre el amor no es un poema de amor. Este poema por momentos me desagrada. En los poemas de amor sería posible dejar las palabras ancladas, clavadas a un costado como postas, mientras nos alejamos a velocidad. Esos son poemas que están hechos para algo en particular, que tienen un porqué. Con un novio de mi adolescencia nos escribíamos poemas de amor en un blog al que nombramos “Cartas y trenes”: una comunicación epistolar en formato poema de la que no hablábamos en nuestras conversaciones cotidianas. Si queríamos saber si el otro tenía algo romántico, amoroso o sentimental para decirnos, teníamos que abrir el blog y ver si había una entrada nueva. El poema de amor es estático. Podemos acercarnos a él, usarlo como herramienta, y después olvidarnos.

En los poemas sobre el amor hay algo parecido a una invitación a sentarnos a mirar de cerca una pelea. Sucede algo parecido a la apropiación. Quizás leamos poemas sobre el amor para ponerles nombres definitivos a las cosas que nos pasan. Ver todas esas rosas colgando del techo como títeres de un titiritero que se retiró del oficio se siente como mirar la demolición de un edificio o el estrago del fuego sobre un auto abandonado. El gesto del conjuro, que hace eje en el pasaje vida-muerte, se repite y toma nuevas formas en cada rincón de la galería. Pétalos, espinas, ramas secas, venenos y cadenas. Libertad y sujeción, redención y pesadumbre.

(Fue Simmel el que se imaginó una revolución social desatada por la distribución desigual de las rosas.)

El montaje, precario a propósito, me hace volver a mis paredes. Repetir hasta el aburrimiento un gesto conocido. En la insistencia, el gesto pasa de ser familiar a ser ajeno e incómodo y, entonces, el reto de mis padres aparece como una araña gigante que yo misma invoqué. Se vuelve aterradora la fuerza de las palabras convirtiéndose en imagen y evaporándose, como cuando se repite un nombre propio hasta desfigurarlo y volverlo extraño. En los movimientos mecánicos que producen flores y bichos en serie no hay sólo práctica y ejercicio. También hay ritual y, sobre todo, hay consigna: las rosas de Chaldú son mis malvinas argentinas.

¿Qué novedad nos traen las flores y los bichos? ¿Por qué insistimos en ellos? Una alimaña no es un bichito inocente. La alimaña es un enemigo de la civilización, una plaga que tenemos que eliminar. Un murciélago no puede ser inocente. Sin embargo siento que, con sus alas completamente extendidas, me brinda contención. ¿Y si, en vez de pensar un arte que nos reconcilie con la naturaleza, pensamos en una naturaleza que nos reconcilie con el arte? De pronto, mientras camino y conecto las obras como si jugara al memotex, siento que sellamos un pacto que consiste en evitar ciertas conversaciones.

Una de ellas es la que repite que tenemos que hacer algo frente a la catástrofe ambiental que nos atraviesa. Que hay algo de esa crisis que aún estamos a tiempo de revertir. Y entonces flores -quizás los elementos menos naturales de la naturaleza-, montículos de tierra, texturas, hojitas y experimentos vegetales y minerales de todo tipo, encarados desde y con el arte, vienen a configurar una advertencia, un mensaje o incluso, ambiciosamente, todo un aparato discursivo sobre la necesidad de restablecer cierto vínculo perdido con lo natural.

Un arte hecho a la medida de un debate que opone naturaleza versus progreso no puede ser más impotente. Una especie de futurismo a la inversa que no estetiza la velocidad de las máquinas sino el derrotero imaginario de un planeta sin humanos.

Las rosas de Chaldú son lindas por eso: porque no nos advierten nada. No intentan ser rosas de verdad. Al contrario, son rosas secas o arrancadas o de plástico, falsas, son rosas que bien podrían ser personas. Y se repiten sin nada que busque atarlas entre sí. Por eso pienso en mis malvinas argentinas que son solo palabras, sin relación con nada, sin historia y sin soberanía. Esas malvinas que llamo mías porque encontré en ellas el disfraz para pintar las paredes sin que me reten (tanto). Estoy cansada del arte de laboratorio y tubitos de ensayo. Fotografiar el crecimiento de una planta con fines estéticos se parece mucho a un gesto fúnebre. Veo que tratan como novedad a esa apropiación que de la experimentación escéptica y aséptica hace el arte. Lo que me interesa de las flores de Chaldú es que no hay ciencia en ellas, sino tradición y obsesión. Dos cosas que, puestas en tensión, se parecen bastante.

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