En 1924 un grupo de alumnos de un colegio nocturno, trabajadores de la fábrica Rigolleau, empezaron a acumular libros dentro del aula. Ahora, enfrentada a la fábrica y con la vía del tren de por medio, existe la Biblioteca Popular Manuel Belgrano. Se dice que durante un tiempo funcionó dentro de un vagón en desuso, pero no hay registro fotográfico. Se dice también que en el jardín de la biblioteca había un aljibe. La única prueba es que cada tanto una parte del suelo se hunde. Hay que rellenar con tierra y escombros ese pozo.
El edificio está bautizado: La María, año 1908. Era una casa de familia. Queda poco de eso. El nombre tallado sobre el marco de una ventana, los techos altos, la penumbra, la humedad como hecho fundacional de todo edificio en el Río de la Plata. La entrada a la biblioteca es extraña. La puerta principal del zaguán está cerrada. Abre una puerta chiquita, a la derecha, que da a una sala con un mostrador. Detrás las bibliotecarias y detrás los corredores de bibliotecas oscuros, hondos.
Siempre algo extraño hay en estos lugares. Capaz sea la cantidad de papel que apelmaza los sonidos, la cantidad de pasillos que dificulta cualquier tránsito de luz. Sobre todo cuando es así, cuando se accede a un sitio silencioso en el centro de la ciudad. El desconcierto que supone este espacio en la esquina de la estación de Berazategui. La velocidad es tan distinta que parece una pausa. Todo resulta temporalmente desplazado.
Para llegar a la sala de lectura hay que atravesar un marco de madera con detectores antihurto. Son unas antenas amarillas. No se entiende cómo ni para qué ni cuándo funcionaron. Así también todos los objetos. Cuando te acercás a las computadoras, existe una pequeña chance de que los monitores cuadrados liberen electricidad estática. Algunas mesas llevan clavadas máquinas de escribir. Quietas, limpias. Eso es lo que sorprende: hay vejez pero no hay herrumbre. Ninguna puerta chirría, nada se cae a pedazos.
La sala de lectura forma parte de la misma habitación enorme que el recibidor y los corredores de libros. Unas paredes de madera compartimentan el espacio. No llegan hasta el techo, cumplen la función pudorosa de un biombo y dejan a los libros en un lugar aparte. En la sala de lectura están también la mesa de novedades y el sector juvenil. Pero no interesa tanto la parte de la biblioteca que podría ser una librería. Lo que importan son los pasillos donde cabe el ancho de hombros de una sola persona, los interruptores de luz que hay buscar, que aparecen azarosos entre los estantes.
La imparcialidad del orden alfabético supone avanzar de libros en perfectas condiciones a otros destrozados (por uso y por tiempo), de irlandeses a argentines, del canon a gente cuyos libros tan solo recalaron ahí. Seguís las letras en los cuadrados de cartulina verde. Apenas se encuentran a veces ordenadores escritos con fibrón negro: idiomas, teatro, ensayo, poesía. La imparcialidad del orden alfabético hace que Neruda quede cerca del suelo y que una hilera de distintes González esté en el lugar más visible.
Hay una parte nueva del edificio. En los años noventa le hicieron una extensión. Se nota por lo chato y lo luminoso que contrasta del cuerpo principal. El anexo tiene una hemeroteca (columnas de cajas fechadas de diarios y revistas) y la sala de lectura silenciosa (las sillas de madera plegables, la pizarra blanca). Eso es todo. Además, de la parte vieja, quedaron sin mencionar el antiguo despacho de la bibliotecaria, abarrotado de libros sin ingresar, y la sala infantil.
Una biblioteca de alguna manera funciona como un freezer. Acá están las primeras ediciones y los libros que nunca fueron reeditados. Todos, seguramente, se encuentran en algún archivo bajo tierra. Habrá alguna institución encargada de conservarlos en óptimas condiciones. Pero eso queda lejos. Queda lejos de cualquier persona corriente, pero sobre todo lejos de la casualidad. Alguien abre un libro y encuentra que está firmado. De pronto la literatura queda cerca, está físicamente en contacto con une.
El carácter físico de las cosas no es desdeñable. El espacio que ocupan. Para quienes leen con frecuencia se trata de una preocupación. Leer y regalar, leer y vender, leer y liberarse de los libros con el objetivo de que la casa no estalle. Es difícil que una biblioteca individual alcance dimensiones extraordinarias, que alguien conserve más allá de lo conscientemente querido. Ni hablar de los monitores cuadrados o de las máquinas de escribir. Lo viejo, lo que parece obsoleto, lo que se vuelve indeseado, molesta porque es real y entonces ocupa un espacio.
La Biblioteca Popular Manuel Belgrano es precisamente una casa inhabitada que se permite el vicio: acumular. Con más de 47.000 libros, se renueva y permanece. Después de cien años expone en una vitrina los primeros cien libros ingresados. Siguen ahí. Todas las salas son pedazos de un único cuerpo y pronto las novedades van a estar en los pasillos. Su capacidad de acopio es el pozo del aljibe que vuelve a abrirse en el jardín.