MI ESCRITORIO Y MI BALCÓN — Julieta Proto Boca

Victorica
4 min readNov 6, 2024

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uno de los dibujos de aquellos días

En mi escritorio pandémico, como pintar con la mano derecha era muy rápido, empecé a hacer todo con la mano izquierda, como si ese detenerse del tiempo, esa nueva vida de lentitud, era necesaria aplicarla también a mis trabajos.

Si hurgamos profundo en aquellos recuerdos del 2020, quienes algunos tendrán más enterrados que otros, seguro nos vamos a encontrar con una o dos actividades que habíamos practicado hasta la obsesión, encerrados en nuestras casas y contando con un tiempo extra que jamás imaginamos que tendríamos. Si pienso en alguna se me ocurre, plegar incansablemente un bollo pegajoso de harina, agua y “masa madre” en la heladera, elegir un director de cine y ver una detrás de otra sus películas o practicar cualquier tipo de ejercicio físico que se pueda hacer en el espacio de 1 o 2 m2, o en mi caso saltar la soga intentando esquivar milimétricamente cada artefacto de mi departamento.

Siguiendo una recomendación de mi terapeuta, a finales del 2019 me arme de un pequeño espacio donde poder trabajar en mi casa. Era un escritorio entre el sillón y la mesa de la cocina, que miraba a la pared. Sin saberlo en el momento, éste se convertiría unos meses más tarde en mi principal refugio durante la cuarentena.

Tenía una caja nueva de marcadores y una de lápices de colores que había pedido como regalo de mi cumpleaños y también un block de hojas Hahnemühle Nostalgie de 84 x 60 cm que pasaron a ser los elementos de mi pack esencial para dibujar en mi escritorio. Pareciera, como si todas las decisiones que había tomado unos meses atrás hubieran estado fríamente calculadas para este momento.

Cuando me sentaba en la silla de mi escritorio desplegaba una hoja que ocupaba casi todo el espacio disponible y trazaba las primeras líneas esquemáticas de mi dibujo. La imagen siempre basada en una fotografía, guiaba la ubicación de esas líneas azarosas que trazaba con mi mano izquierda y mis ojos cerrados. Cuando terminaba este primer momento del dibujo, abría los ojos para encontrarme con esa imagen que vería por primera vez. La hoja cubierta de líneas subdividía el papel blanco en diferentes espacios que luego llenaría compulsivamente con planos pintados con lápices o marcadores de distintos colores.

Siguiendo, si se quiere, la lógica de colorear el mandala para calmar la ansiedad, me pasaba horas y horas escuchando música y completando cada espacio blanco de la hoja con un color. Las herramientas me pedían un ejercicio activo de mi mano, muñeca y brazo, que por momentos se volvía tan demandante que tenía que turnar entre la izquierda y la derecha.

Este impulsivo ir y venir de mi trazo para convertirlo en pintura, me permitía intercambiar el uso de la línea para ser las veces de plano y convertirse al instante en una línea, una letra y luego una palabra. Estas palabras podían decir, hablar, o simplemente esquematizar unos trazos que se asimilen tímidamente a algún lenguaje. Podría utilizar estos grafismos para guardar secretos o para declarar mis pensamientos neuróticos.

Por momentos, mi mano pedía escribir una palabra tras otra y pintar planos con textos que podían ser fragmentos de las novelas y libros que estaba leyendo en ese momento y necesitaba compartir, o también la letra de alguna canción que estaba escuchando. Sin darme cuenta, cuando daba un paso atrás, encontraba en mi papel dos, tres o cuatros personajes que hablaban entre sí incoherencias o reflexiones sentimentales. Era, me doy cuenta ahora, yo misma buscando en mis libros la conversación que me faltaba en la vida real. Recuerdo leer diarios de diferentes escritores, como si necesitara de relatos de una vida antes de la pandemia. Porque en ese momento el cambio había sido tan abismal que sentía que nunca volveríamos a vivir como lo habíamos hecho hasta el momento.

Gombrowicz fue uno de los escritores que leía mientras realizaba estos dibujos, un polaco que en su Diario Argentino contaba las aventuras en su estadía acá entre 1939 y 1963. Reflexionaba sobre el arte, la Argentina y el vínculo que se generaba desde su mirada extranjera con la cultura de aquellos años. Reflexionaba Witold: “El arte es ante todo un problema de amor; si queremos conocer la verdadera posición del artista debemos preguntar: ¿de qué está enamorado?”… ¿De qué estaban enamorados los argentinos? Y yo me preguntaba ¿De qué que podíamos estar enamorados nosotros en la naciente nueva generación de los 20 habitando un mundo a través de nuestras ventanas y balcones? ¿Estarìamos predestinados a ver el mundo trágicamente como la Julieta de Shakespeare? ¿Me habría convertido yo en esa Julieta, o sería todo parte de una gran fantasía como la de mis dibujos?

¿Sería entonces que estábamos desprovistos de posibilidades para enamorarnos o que el contexto nos impedía sentir amor, sentir felicidad?
El amor, sin dudas, estaba velado por un gran paño que nublaba nuestros pensamientos. Uno que continúa hasta el día de hoy imposibilitándonos un vínculo de libertad, ya que ese mirar el mundo desde nuestro balcón se volvió el único lugar desde donde sentirnos seguros.

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