MIREN ESTA PINTURA — Sibila Gálvez Sánchez

Victorica
3 min readJul 18, 2023

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Al embrujador me dan ganas de cuidarlo; muchacho joven, gallero nigromante reposando en la línea que dibuja la silueta de una sombra. Sus pómulos brillan; atrás hay una mancha que parece un charco de sangre. Quiero decirle vení, vení al lado luminoso, traé un poco de oscuridad para acá.

Sostiene una pluma de gallo como si fuese un pincel. Tal vez está por empezar a pintarse a sí mismo. Y pasa algo raro con sus ojos, con todas las líneas varias y hacia todas direcciones que dibuja su mirada.

El embrujador es una pieza que, en 1919, pintó Cesáreo Bernaldo de Quirós, artista admirado por Perón (que lo visitó en su casa de Entre Ríos en 1946) y a quien Lugones llamó “el pintor de la Patria”. La obra fue presentada en una muestra individual en la galería del marchand Federico Müller, donde provocó un fuerte impacto, y fue adquirida entonces por el Estado para formar parte de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes.

Ahí lo ví por primera vez. Una tarde de domingo, hace algunos años, mientras reptaba como un fantasma embobado por esas salas oscuras. Su mano, áspera en textura y suave en gesto, sosteniendo la barriga tibia del ave ritual, me sacudió la babia de golpe.

Una historiadora del arte la describe así: “Es un óleo de gran tamaño concentrado en una figura singular, la del dueño de oscuros poderes, que le da nombre. Esta relación entre la imagen y la palabra, que se establece también en el caso de las obras con varios personajes y aun en aquellas con contenido narrativo, no es ajena al carácter esencialista del discurso pictórico de Quirós, abocado a ‘fijar la vida pasada, la vida guerrera y romántica de esa provincia [Entre Ríos]’”.

En el cierre que supone esa relación entre imagen y palabra de la que habla, queda sin embargo un cabo suelto: el efecto. El embrujador embruja. Pienso que quizás incluso el propio Bernaldo de Quirós fue cayendo rendido ante el hechizo misterioso del muchacho mientras acomodaba sus trastos o mezclaba rojos y negros o salpicaba chispas blancas en el dorado de su cara. Y creo que yo también fui y todavía soy víctima de su encantamiento.

Parece improbable que haya quienes quedan exentos de ese hechizo. En realidad parece improbable que cualquier arte pueda pensarse como menor a un hechizo; como palabras que le dan nombre a imágenes o imágenes que le dan sustancia a las palabras. Como fijaciones o estabilidades o mojones en cierta calzada evolutiva. Que la inclusión de El embrujador y de otras 29 obras de Quirós en el Bellas Artes haya provocado la renuncia de Romero Brest (que había asumido el cargo de director en 1955) es una prueba de esa improbabilidad. Digo, Romero Brest vio en la entrada de este pintor de provincia una desproporción, un desajuste de potenciales consecuencias fatales y secuelas desconocidas. Y tuvo primero enojo y después miedo.

Romero Brest pensativo, años antes de que los De Quirós le torcieran el brazo

Pero ordenar el impacto, exponer los efectos o intentar hacer una historia del arte que reemplace la explicación y la representación por la caza del rastro material que deja el estar parado un rato largo frente a un cuadro es quizás más tarea de brujo que de historiador.

Cuando vuelvo a mirar la pintura de Quirós para describirla o para ver si encuentro alguna cosa nueva, sus ángulos, sus honduras, su aparente inquietud (o su inminente sobresalto) me llevan a un terreno extraño, a ese pantano turbio y silencioso en el que magia y arte se equiparan.

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