Hace un rato estaba escuchando la canción Mi diablo, de los 107 Faunos, y me enteré por un posteo de Alejandro Modarelli de la muerte de Juan José Sebreli. La canción dice en un momento “Perfume de la alta noche / quiero saber por qué / desperdicio mi prosa gentil / en un universo hostil”. Modarelli, al lado de la foto de Sebreli con dos muñecos lamentables y la pintura original de Roux atrás, escribió: “Si hay una palabra que puede ser potente y bella es la del resentimiento creativo de un Genet, de un Lemebel. La de Sebreli fue hambre de asimilación a la oligarquía”. Sin embargo, después de atar estos dos cabos y aceptar, me gustaría escribir unos párrafos.
Había nacido en 1930. Fue un ensayista autodidacta, lucacksiano y sartreano juvenil, adlátare fallido de Victoria Ocampo, vecino de Constitución, filoperonista de Evita, fundador de la FLH, adorniano de derecha, ultraliberal, prejuicioso, misántropo, arquetipo de una forma intelectual en crisis, sarcástico, profesor de talleres particulares incluso en Punta del Este, donde asistió Mirtha Legrand, en una anécdota que le robamos a la década del noventa para decir algo, antipopulista, ídolo de conductores de radio Mitre, kitsch. También fue uno de los fundadores de la revista Contorno en 1953, el que escribió el primer texto del primer número, enojado con la juventud y con la fiesta, pidiendo “hombría” y renegando de las vanguardias que hacían las cosas porque sí. Ese texto va quedando viejo y clásico a la vez, porque la seriedad y el bartoleo son una especie de vaivén en las discusiones argentinas. Muchos lo conocieron por sus opiniones políticas confundidas, que de alguna manera y con una complejidad que no quiero comparar, porque su trayectoria es caracoleante y tupida, preparó un poco esta imaginación pública que ni siquiera sabemos definir.
Le ponía buenos títulos a sus libros: Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, Martínez Estrada, una rebelión inútil, Eva Perón: aventurera o militante, El riesgo de pensar, El vacilar de las cosas. Ahora leídos así tienen un tono liviano, new age casi. Es que su escritura era historicista, pero se iba acomodando en la eficacia acorde pasaba el tiempo.
Las páginas más lindas se leen en El tiempo de una vida, su autobiografía aparecida en 2005, donde recuerda las amistades con Carlos Correas y Oscar Masotta, cuando creían que el mundo era un pañuelo para llorar soñando. ¿Cómo fue la Buenos Aires de Sebreli? ¿Se lo va a recordar pese a él mismo? En algún punto es el último de una época, se murió una memoria apelotonada de atracciones culturales maldichas y pensamientos al borde de la petulancia pero ordenados por pulsiones, característica entrañable.
Cuando tenía veinte años, ese mismo 2005, supe de Sebreli por una entrevista en la televisión. Se sumaba a que alguien me había recomendado un libro suyo: Mar del Plata, el ocio represivo. Era inconseguible y lo sigue siendo. Uno de esos días lo crucé en el bar El Olmo, que estaba cerca de la facultad de Ciencias Sociales y era un reducto clásico del yire gay de la avenida Santa Fe, que en ese momento desconocía. Me acuerdo que me invitó a su casa (!!) y no acepté por cautela. Pero sí lo acompañé unas cuadras caminando y charlando; creo recordar que me habló mal de gente que admiraba, pero el tono de viejo carcamán chismoso me gustaba. Vivía en Juncal y Pueyrredón.
De repente esos días Ana Lis, mi novia inolvidable, que me acompañó cuando no sabia quién quería ser, lo consiguió y me lo regaló. Ahora lo abro y leo la dedicatoria, que tiene las marcas jóvenes de una prosa tierna, descreída y expectante. Sumo todo lo que escribí en este breve requiem y me doy cuenta que Sebreli es un lindo recuerdo, como un papelito al viento, suelto en lo que aprendí, que canta ya vuelto fantasma para que pueda pensar en las personas que quiero. Sin que él lo sepa, claro, y sin que sus contradicciones arruinen nada.