Rosario Bléfari fue una artista que compartió secretos para enfrentar el día a día y el infinito. Tenía una sensibilidad inolvidable. En este ensayo nos cuenta maneras de aprender, enseñar y experimentar. Es una reflexión sostenida sobre sus vivencias, pero también sobre la relación entre el arte de componer y las técnicas. Apareció por primera vez en el n°14 ( septiembre de 2017) de la revista Mancilla. Formó parte del dossier especial sobre métodos.
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Llevo algunos años escribiendo algo que ambiciona ser un manual. Un manual de la canción. Llevo años, no porque se trate de una obra tan extensa y complicada sino porque avanzo muy lento, por intermitencia. Me entusiasmo y trabajo en él cuando creo que lo metódico puede adquirir otra forma, cuando soy capaz de asegurar que de algo sirve concentrarse por partes en lo que parece inabarcable. Pero me detengo cuando todo parece ser una puesta en escena, una simulación inútil. Es entonces cuando pierdo el tono y ya no sé bien a quién estoy hablándole ni cómo le digo todas esas cosas. Es a la inversa en realidad: cuando me pregunto todo esto, pierdo el tono. Cuando confío y avanzo no me preocupa nada más que el juego del manual, el juego de un método, su única verdad.
A los treinta años yo todavía no creía del todo si era posible mostrar o explicar algo relacionado con el hacer canciones. Al mismo tiempo la idea de programar, de inventar pasos, de poner títulos a supuestas unidades, como un invento propio, me atraía. A los veintipico había hecho un intento: escribí un programa y lo presenté en una institución de extensión universitaria sin suerte. Años más tarde me pareció que podía volver a intentarlo, alentada por mis amigos. Entonces me puse a escribir otra vez, pensando en cómo hacía yo las canciones y tratando de dividir ese todo para que se pudiera avanzar a ciegas, al menos siguiendo la lectura. Comprobé que algo podía escribir, por hacer canciones y por haber aprendido a hacer algunas cosas con manuales o métodos, o haberlos leído sin aprender nada también. Conocía ese lenguaje, su operativa, las estructuras y las voces de ese discurso.
Entender una parte sin entender el todo es imposible, sin embargo hay que empezar y seguir sin saber, avanzar sin ver, probar confiando en que después algo cambia. Internarse a examinar los muchos aspectos de un arte para intentar manejarlo suele provocar ansiedad e impaciencia. Como el fantasma del cuento de Edith Warthon “Después”, que no puede ser percibido nunca en el mismo momento en que aparece, así, eso que quiere comprenderse y que es abordado siguiendo el recorrido que otro propone, solo puede contemplarse en su totalidad después. A veces mucho después. La desconfianza acecha todo el tiempo, desconfianza en el método y en uno mismo. Los primeros pasos pueden parecer tontos, demasiado fáciles, tanto que se sospechan inconducentes o que no aportan más que lo que la lógica y la intuición indican. En otros casos parecen demasiado complicados, como si a partir de un momento faltaran peldaños. Un bla blá introductorio y un “ahora hacélo”.
Mi primer contacto con algún método de música fue en la década del setenta cuando fui a aprender guitarra a los 8 años en Bariloche y el profesor le hizo comprar a mis padres el Solfeo de los solfeos, de Lemoine y Carulli, editorial Ricordi; la Teoría de la música de Alberto Williams, editorial La quena y los primeros métodos para guitarra: el Carulli -Método Completo para guitarra- y el Sagreras -Las primeras lecciones de guitarra- también editados por Ricordi.
¿Quiénes eran los autores de estos libros? Ferdinando María Meinrado Pascale Rosario Carulli nació en Nápoles en 1770, Alberto Williams nació en Buenos Aires en 1862 y fundó y dirigió el Conservatorio de Música de Buenos Aires, Julio Salvador Sagreras nació en Buenos Aires en 1879 y fundó su propia escuela de guitarra. Fueron guitarristas, músicos, compositores, y dieron clases. Todo lo que mi maestro hizo por fuera de esos manuales, aunque los seguíamos, fue clave en mi primera educación musical. Por ejemplo, me hizo escribir una melodía con una letra apenas conocí las primeras notas en la guitarra, la armonizó con algunos bajos y podíamos tocar juntos la pequeña pieza.
Muchos años después, ya en el siglo veintiuno, mi hija recibió el libro de Irma Constanzo. Su método, 20 clases para aprender música tocando guitarra, lleva más de cincuenta ediciones y posiblemente sea el método más vendido de una autora en vida. Trae una grabación en la que se escucha a la mismísima Irma Constanzo tocando las lecciones y dando una idea perfecta de cómo hacerlo. Era muy distinto -aunque no por completo- a los que me tocaron en los setenta. Para empezar, los míos traían un aire viejo de España o de Italia. Sí, yo podía notar eso, distinguir esa voz sin saber nada del mundo. Esa voz se escuchaba en la introducción, en las primeras indicaciones, directas y prácticas, pero más que en ningún otro lugar se podía sentir en la forma de administrar la complejidad. La progresión elegida. Ese modo, que es un ritmo, constituye una voz. Esa personalidad que se define en cada decisión, en qué es fácil o difícil y cuándo aparece y de qué forma.
Sin embargo, hay que admitir que resultaba efectivo. Ahora mismo repaso el Carulli y revivo la sensación, después de las lecciones más simples del comienzo, de sentir que ya se está tocando música: aparece una melodía, se pueden distinguir las frases y las resoluciones de los finales, la sensación de empezar y terminar una unidad en las pequeñas piezas que constituyen cada una de las lecciones. La parte como digresión, el retorno como reposo conclusivo. Todo eso se va incorporando hasta que aparece, de pronto, mientras uno se desliza por un camino que adivina o puede empezar a predecir, algo nuevo, diferente. Eso es la dificultad. Cambia el patrón que ya detectamos o se abre una nueva bifurcación y ante lo nuevo tenemos que bajar la velocidad, sino tropezamos. La dificultad como lo que no podemos predecir. Una vez entendida y repetida un par de veces, la asimilamos y deja de ser un obstáculo, estamos listos para incorporarla al repertorio de predicciones.
Es que un método incluye el entrenamiento. El entrenamiento tiene que ver con la repetición y los reflejos ante la novedad. La misma partitura, es decir la composición misma de esa pieza que es la lección, incluye la repetición, repetición de estructuras rítmicas, repetición de cadencias, de partes enteras. Y también la repetición está presente en la noción de retomar. Hay lecciones que dan un paso atrás, otra de las estrategias de lo metódico: dos o tres pasos para adelante, uno para atrás.
Estudié con varios métodos. Los comienzos pueden resultar un poco demasiado graduales. Julio S. Sagreras, por ejemplo, considera indispensable tocar las cuerdas al aire una por una alternando índice y mayor sin saber todavía qué notas son, cuatro veces cada una, esa es la lección número uno. Hay un pentagrama y las notas están ubicadas en él pero, como considera que el practicante no las conoce, sus nombres están escritos con palabras. Está muy bien para quien jamás pulsó la guitarra ni tuvo siquiera una entre sus manos. El método está dirigido a esas personas también. A los que llegan a la guitarra y al método, a todo, al mismo tiempo. Eso es algo bueno, sin dudas, pero casi nunca se usan las primeras ni las últimas lecciones. “Vamos directo a esto…”, me guiaba el profesor y cuando ya llegábamos a las lecciones del final cambiábamos de método. No sé bien por qué. Es que a medida que se avanza los pasos son más y más largos. Lo gradual pareciera que empieza a ser un fastidio o como si el autor-profesor considerara que una vez alcanzado cierto nivel no hay nada más que graduar. De algún modo es el fin de lo metódico. El músico principiante está listo para otro manual que vaya por otros caminos o para navegar libremente en el mar de piezas que quiera tocar siguiendo el consejo de su maestro en persona para comenzar a armar un repertorio. En todo caso, no conozco ese recorrido porque me desvié por el camino de hacer canciones y tocarlas con otros músicos en formaciones más o menos rockeras.
Los profesores tienen su tarea muy facilitada con estos métodos, con los libros de música en general, es cuestión de ir abordando las sucesivas lecciones en cada encuentro. Y el método necesita a la vez del ser humano de carne y hueso que acompañe. Sagreras se dirige a ese sujeto de forma indirecta: “es conveniente que el maestro en esta parte…”. Los profesores marcan una lección para practicar en casa y al volver a la clase siguiente hay que tocarla, corrigen y prescriben la siguiente. Lo que le daba validez al asunto -en mi caso del siglo veinte- era un sello, la fecha y la firma al comienzo de la lección. El profesor podía tocar una vez la nueva lección o hacer que yo la sacara delante suyo para darme alguna indicación y luego era cuestión de que la practicara en mi casa. Muchas veces llegué a la clase sin haber hecho nada y tratando de disimular con mi lectura veloz pero era obvio que no había practicado. Y entonces no faltó mucho para dejar de ir a guitarra y que los métodos quedaran en un portafolios que se fue volviendo un viejo portafolios. Un día los vendí a todos.
Manual para leer manuales
Otro tipo de método implementan los manuales escolares. Mucho se puede escribir de ellos, hay cientos de trabajos académicos que analizan sus discursos según épocas y políticas educacionales de Estado. Solo voy a detenerme en esa voz extraña. Menos personales aún que los textos de música, ya no son el Carlevaro o el Rodríguez Arenas sino el Peuser, el Kapeluz. Son las editoriales las que imponen el nombre, salvo algunos de historia o de matemáticas donde el autor se asoma, o en otros tiempos se perpetuaba convirtiendo las ediciones en El Repetto, por ejemplo. En mi escuela primaria, en Bariloche, los manuales Peuser llegaban en paquetes desde Buenos Aires. Era emocionante llevarse a casa la bolsa de nylon transparente sellada donde venía el conjunto de libros de cada materia que usaríamos todo el año. Me encantaba el olor de esos libros nuevos, y la impresión en papel laminado brillante, en las que era imposible escribir. Me pregunto si lo harían a propósito para que no los escribiéramos (“nada que comentar, alumno”). Me imaginaba un mundo donde podía no ir más a la escuela y quedarme sola con los manuales y sería suficiente con seguir día a día los capítulos como si fueran piezas de música que se pueden ir sacando una a una.
Las ilustraciones en aquellos tiempos de pocas imágenes eran muy importantes. Ni hablar en las épocas de mis padres. Mi mamá me contaba que en su pueblo de La Pampa, Loan Toro, a principios de la década del 40, solía perseguir las hojas de diario que traía el viento para ver cosas impresas, textos e imágenes. Cuánto habré contemplado los detalles de cada ilustración: la cara de ese vendedor ambulante, la vereda de la Casa de Tucumán o algún paraguas de la plaza del 25 de mayo. En el museo histórico de Parque Lezama están algunos de los cuadros originales de los que se tomaron esas ilustraciones, a veces copias burdas a pocos colores. Ilustraciones, nunca fotografías. Si aparecía alguna fotografía era borrosa, los colores eran raros y parecían dibujos. Me gustaban los cuadernillos de actividades o las que se sugerían al final de los capítulos en los mismos manuales. Pero algo siniestro, una sombra, inexplicable desde la infancia, desplazaba las expectativas a medida que los recorríamos con o sin la maestra y quedaba una sensación de vacío. Toda esa capa de voces que todos percibíamos: el programa oficial del Ministerio y las intenciones de ese Estado, la función de la Editorial, su estética y su negocio. Y atrás de todo los autores, como empleados esclavos o algo así, haciendo maniobras para cumplir al pie de la letra lo que les pedían y no perder el trabajo, para colar de alguna forma sus propias ideas, si es que las tenían, o para que no se notaran sin querer. Y finalmente los maestros, terminando de dar a ese texto la categoría de lo indispensable como discurso único. Y esa mortificación por no tener alguna vez la versión correcta, cuando de un año para el otro se hacían modificaciones por cuestiones de censura, cambios de programa o por simples intereses editoriales, y ya no servía la versión heredada de hermanos mayores o la que nos habían comprado usada. Qué tensión en esas páginas. No hacía falta ser un experto para notarla. Bastaba ser un alumno, solo con esos libros sin acceso a nada más.
Pero la sensación de vacío no solo sobrevenía por esa tensión sino porque las ciencias a las que trataban de introducirnos eran como un hueso que nunca alcanzábamos a roer, una imagen que se desvanecía en cada lección, algo que nos dejaba afuera del mundo prometido en los títulos de las unidades. Los intentos de contacto con nuestras vidas eran ficciones, como las situaciones de reparto que planteaban los problemas de matemáticas y pretendían ser aquello que nos iba a pasar en nuestras vidas reales (campos perimetrados o dos manzanas repartidas entre cinco), o como las escenas cotidianas que muestran los libros para aprender la hora, donde todo ocurre en un país lejano de puntualidades y costumbres ordenadas donde los niños toman leche y cenan a las ocho.
La voz del manual
Pero encontramos también manuales en la vida diaria. Artefactos y procedimientos, ya sean comportamientos organizativos, trámites o maneras de llevar adelante un trabajo en equipo, requieren un manual de instrucciones. El manual es manejable y hace manejable aquello que no lo es sin él, se haga o no con las manos. Los manuales de instrucciones se guardan. En la casa puede llegar a haber un lugar especial para ellos donde van quedando como si se tratase de un archivo de documentos para la historia de la tecnología. Manuales de los más antiguos artefactos que ya ni existen: el manual de un fax, de una videocasetera, de un reproductor de cds. Puede uno probar revisar esa bibliografía en la casa de sus abuelos, o de sus padres, y se encontraran auténticas joyas: manuales de licuadoras Osterizer y lavarropas Eslabón de lujo. Hace poco encontré en una biblioteca el manual de un télex. Ya pocos saben lo que era.
Si analizamos alguno, puede ser el de un teléfono celular, de esos que vienen plegados millones de veces y en veinte idiomas, veremos que las instrucciones acerca de cómo hacerlo funcionar ocupan el mínimo espacio y que el motivo de su existencia parece ser algo relacionado con exigencias legales, esa serie de advertencias bajo el ítem “seguridad”, desde riesgos de electrocución hasta qué hacer con el objeto o sus baterías cuando se quiere desecharlos. Es decir, lo peligroso que puede resultar el artefacto, su potencial asesino, y cómo deshacerse de él una vez que ya no funcione (su deceso). El manual de instrucciones incluye entonces cuestiones sobre la muerte.
Muchas veces cuando compramos un aparato, electrónico o electrodoméstico, o un instrumento musical -algunos vienen con uno-, nos resistimos a leer el manual porque consideramos que hay una serie de nociones que ya tenemos y que nos permiten deducir el manejo de cualquier cosa. Muchas de estas nociones las incorporamos en inglés en la edad más temprana: power, turn on, turn off, battery. Nociones que tienen que ver con que el aparato funcione, se encienda, al menos para saber si no tenemos que salir corriendo a reclamar por el cambio. Ese conocimiento, que es posible que se haya adquirido con algún juguete, resulta casi siempre suficiente y hay manuales de instrucciones que parecen destinados a extraterrestres o completos inútiles. Quien se resiste a leer el manual, a usarlo, siente ansiedad por acceder a la totalidad en un solo paso. O en la menor cantidad de pasos posible. Sabe que eso es imposible pero la resistencia, en parte proviene de creer que con la intuición se aprehende esa totalidad más rápido. Una fe ciega en un entendimiento instantáneo, en una conexión directa y natural como un enlace neuronal. En un reality del 2013 en Estados Unidos, llamado Owner’s manual, dos hombres competían, a ver quién conseguía manejar y dominar mejor una máquina: uno con un manual y otro solo con su intuición.
Mi madre me dejó al morir su máquina de coser eléctrica marca Elna, una marca suiza, a la que tanto quería y cuidaba y con la que me había cosido mucha ropa. Pasaron los años y cuando decidí un día sacar la máquina de su caja y usarla me di cuenta que no recordaba nada de lo que me había explicado, ni siquiera cómo se enhebraba. Lo único que apareció en mi memoria fueron las palabras: “está todo en el manual”, algo que siempre me decía. Y así era, seguí los pasos con atención y puse a funcionar la máquina sin problema, incluso pude solucionar un problema leyendo la parte “cómo solucionar un problema”. Todo lo que atiné a hacer por intuición o sentido común no sirvió y corría el riesgo de descompaginarla, palabra que usaba mi madre. Seguir el manual era efectivo, era lo único que había que hacer, como una receta de repostería. Seguir las indicaciones al pie de la letra.
Del manual al tutorial
La voz del método y del manual es una voz que se supone sabe lo que no sabemos, y además tiene una autoridad, está validada por una educación recibida, un honor académico o un reconocimiento de algún tipo. En el caso de los artefactos los validadores serían el fabricante y la marca. Es interesante recordar lo que dice en El Maestro Ignorante, el filósofo francés Jacques Rancière, ese libro en el que Rancière se ocupa del pensamiento de Joseph Jacotot (1814–1830). Este maestro sostenía que el método de la explicación constituye el principio mismo del sometimiento.
Las explicaciones siguen a la orden del día, la variante es que cualquier persona que sepa hacer algo y quiera mostrar cómo lo hace puede hacerlo en un tutorial en Youtube. Hay tantos tutoriales que los hay hasta de cómo hacer un tutorial. Lo que me interesa es el impulso que precede a la existencia del soporte que hizo posible su manifestación. Me pregunto dónde desagotaba ese impulso antes de existir el medio, ese escenario que es el tutorial por Youtube. Sin dudas se produce una democratización del conocimiento de doble mano -aunque no sé si democratización es la palabra- que implicaría, no solo el derecho de todos a adquirir conocimiento, sino también el derecho a impartirlo.
¿Quién no ha jugado de chico a dar clases y de grande a explicar a quien quiera oírlo cómo hacemos el asado o cómo elegimos una fruta? ¿No es acaso el mismo impulso el que puede llevarnos en soledad a detectar y perfeccionar un patrón de movimientos, una coreografía afilada, para vestirnos, cocinar, estudiar, hacer cualquier cosa que hagamos? y en la medida que sentimos que encontramos una manera de hacer algo de forma eficaz, simple, rápida, original o lo que sea, ¿no hay un deseo de mostrárselo a otra persona y estar dispuestos a que nos copien? Que alguien use nuestra forma de hacerlo, incluso con modificaciones, termina de darle sentido a todo, y se vuelve una especie de validación, de igual a igual: validado por otro que probó el método.
Manual de instrucciones o manual artístico
Algunos instrumentos musicales y todos los aparatos electrónicos involucrados con la música y el sonido, vienen con manual de instrucciones. En muchos de estos casos el manual se empieza a involucrar con la composición musical y con asuntos estéticos. Pero lo hace desde un lugar lo más aséptico, delicado o recatado posible. Es pudorosa la voz del manual de instrumentos. Si debe referirse a esas cuestiones: notas, efectos, propósitos, es porque no le queda otra, pero no se quiere involucrar con el arte. Sin embargo, es ahí, en esa frontera, donde podemos distinguir su voz. El supuesto robot que escribe los manuales, estilo que aprenden y ejercen los escritores de manuales de instrucciones, se ablanda, deja ver que hay alguien humano moviéndose por detrás. El ingeniero, el técnico, se vuelve artista. El manual se instala entonces en una frontera. Para explicar ciertas posibilidades que ofrece la máquina, ciertas funciones, tiene que referirse al quehacer artístico. Entra como pidiendo permiso, pero las posibilidades que se ofrecen desde la herramienta son todo un manifiesto, y son una lección de música. En ese sentido un manual de instrucciones para un piano debería terminar enseñando a tocar el piano, es decir cómo hacerlo funcionar en todas sus posibilidades. ¿Para qué otra cosa sirve un piano que para hacer música? Explicar su funcionamiento y manejo es habilitar el cómo puede hacerse música. Su potencial.
Me pregunto si no ocurre lo mismo con el manual de un automóvil, ¿es posible aprender a manejar si seguimos cuidadosamente las instrucciones de cómo funciona el aparato automóvil? Creo que sí. Y ¿es posible hacer una canción siguiendo un método? por eso llevo tanto tiempo escribiendo mi manual, entre manual y método. Un texto que provoque una práctica, que ponga algo en acción incluso para poder ser comprendido como texto.
El manual pedagógico del poeta
En el prólogo, Juan Bonilla escribe que cuando a Pound le encargaron escribir un manual pedagógico “ya ha sido tachado de bobo ambicioso y le han atribuido una genialidad imparable que le permite destacar en disciplinas tan poco vecinas como la Economía y la Traducción”. Pound escribe el ABC de la lectura, insistiendo en la necesidad despejar el camino e ir directo al objeto de estudio. Es una invitación a vivir la experiencia de la lectura como creadores. El lector como escritor. Advierte en el primer capítulo, (se nota su vehemencia en el uso de mayúsculas): “El MÉTODO apropiado para el estudio de la poesía y la literatura es el método de los biólogos contemporáneos, esto es, un examen atento y directo de la materia y una continua COMPARACIÓN de cada «muestra» o espécimen con todos los demás”. Pound se está enfrentando a algo importante: el pasado y la mentalidad de los editores y de los hombres más poderosos de la burocracia literaria y docente a lo largo del medio siglo anterior a 1934.
Mientras tanto, sigo escribiendo mi manual para hacer canciones. Pero no hay gradualidad en mi manual, no existe un progreso posible que se produzca gracias al entrenamiento, no hay nada que se le parezca a ir de lo simple a lo complejo, tal vez esto quiere decir que no se trata de un método, pero quién dice que lo metódico no puede tener infinitas formas. Mi forma tiene que ver con la dispersión más que con la progresión. Con el tratar de hacerlo todo a la vez y lidiar con eso. El trabajo a partir de la dispersión surge como una forma de aprovechar aquellos impulsos contra los que a veces luchamos, tal vez a causa de máximas que nos advierten “enfocar”, “concentrar”, “ir por partes” y de alguna forma amenazan: “si empezás muchas cosas al mismo tiempo, no terminás nunca nada” o “el que mucho abarca poco aprieta” y cosas por el estilo.
Si el problema fuera la pérdida de tiempo podríamos comprobar que atender muchas cosas a la vez nos puede insumir la misma cantidad de tiempo que empezar y terminar las ideas de una serie, una por una. Hasta acá la defensa de la dispersión solamente consistiría en ponerla en pie de igualdad con el “ir por partes” que un profesor de piano que tuve un corto tiempo llamaba el método de Jack. Pero hay más que eso. Encarar muchas cosas juntas o irse por las ramas puede ser un método válido de trabajo por otras razones. El sin rumbo, habitualmente condenado, pueden suministrar hallazgos y un tesoro: el planteo de un cuerpo de obra desde los comienzos, en su vastedad y con sus límites a la vista, la posibilidad de tener un plano general de un grupo de elementos iniciales que inauguran obras diferentes pero concebidas bajo un mismo impulso. Después irán creciendo a destiempo, cada una según su necesidad o la nuestra y además, pueden dialogar entre sí. Creo que quien puede nadar es esas aguas, sin abandonar ninguna de las semillas dispersas y leyendo con paciencia sus ritmos de crecimiento individuales, ya está en marcha. Solo se necesita trabajo y confianza en cada núcleo, en cada encrucijada.
En mi manual hay muchas islas de orden flotando a la deriva, dejándose llevar. Cada isla es lo que en los métodos tradicionales o en los manuales constituyen las unidades, los capítulos, las lecciones. Y en las islas se juega el juego del método. Pero avanzo por intermitencia, como decía. En un momento todo me parece un gran disparate y al siguiente me parece que está bien que así sea porque todo el asunto de los métodos y manuales es un disparate. Y a veces, me anima pensar que puede terminar siendo un texto que para alguien funcione no para hacer una canción tal vez, pero sí como uno de esos programas de cocina que se disfrutan por el solo hecho de ver a alguien hacer sin hacer. Ver la explicación y darle una categoría de hecho en sí, sin fin utilitario prolongado en la acción (mi primer propósito) y ser leído como un tutorial del que alguien se pueda llegar a reír o que pueda causar ternura, o al menos piedad, por el empeño puesto por su oficiante en una tarea imposible. Tal vez, solo por eso, valga la pena.