Un espacio extratemporal en el segundo piso de una galería comercial de la calle Florida. Es una pequeña sala de proyección con butacas de cine y todo. Se puede fumar y tomar whisky. Luces bajas, un halo anaranjado al ras del mobiliario, complementan una atmósfera casi yanqui y setentera. Los que van, sin embargo, no lo hacen de saco y corbata, o con inmundas cantidades de spray en el pelo. Son jóvenes del siglo XXI, acostumbrados a hacer sociales con un pucho y un vaso medio lleno, no así a sentir que el futuro les pertenece, a entrar en una sala de estas características y habitarla a sus anchas, con la comodidad brillante y casi clásica de la burguesía de otra era.
Esta noche se proyecta La terraza de Torre Nilsson. Antes de que comience la función y se apaguen las luces, quien así lo desee puede acercarse a las pinturas-afiches que cuelgan de la pared, realizadas en el taller de pintura dictado por Bett Pavetti. Las piezas en cuestión fueron las protagonistas de otra velada, hace poco más de un mes, en ocasión de la inauguración de la muestra Pelimanía. Los artistas son Juan Ignacio Allerman, Sofia Vera, Ignacio Sialle, Rocio Ribeiro Mendonça, Candelaria Mele Helguera, Jose Gonzáles, Piero D’Alessandro, Maria Luisa Tygier, Andres Fichendler y Juan Francisco Masabeu. Cada una de las obras se corresponde con el cartel de una película específica, algunas entrañables, otras un poco más snob. Debajo, en lugar de un epígrafe, un texto publicitario-poético que incita al espectador a elegir la peli para que sea proyectada, en una suerte de concurso celebratorio. La noche de dicho evento ganó El bebé de Rosemary.
Algo llamativo en las pinturas vuelve a capturar mi atención esta noche, eso es su similitud, un notable parecido en determinadas decisiones, sin que esto de la impresión de que fueron realizadas por la misma mano. Una leve tensión hija de otra tensión centenaria, que podría haberse sentido en el taller de Rubens, Zurbarán o cualquier otro monstruo de esos. Es perfectamente común que algunos se inclinen a revolear los ojos cuando un académico o académico-wannabe desenrolla el papiro de lo ya infinitamente conocido y arranca con el sermón de la muerte del autor y otras sentencias explicativas. En el universo de las artes plásticas, la cuestión del artista como autor individual de su obra por supuesto fue puesto en cuestión hace largo rato, y desemboca en nociones aberrantes de la contemporaneidad como el “arte colectivo”.
En términos historiográficos la cosa más o menos se resuelve con la simpleza de señalar que Rubens o cualquier otro gigante similar no hacía sus pinturas sumido en la más íntima soledad, bajo la luz tenue de las velas, portando la pesada carga de ser un genio incomprendido sobre sus hombros; sino que con el implacable espíritu de un liberal libertario, montó una verdadera empresa, de altísimo nivel productivo y envidiable recaudación.
En el Cineclub de la calle Florida, las pinturas del taller de Bett pertenecen a un tipo de taller distinto al de Rubens, ya que no se trata de una empresa sino de una instancia educativa. Acá no tenemos varias manos operando sobre la misma tela, sino una cierta cantidad de personas trabajando en su propio cartón de forma individual, bajo la guía o instrucción de alguien.
Rubens compartió algunos años del siglo XVII con otro pintor, italiano, más conocido por su trabajo como crítico y teórico, Bellori. De todo aquello sobre lo que Bellori reflexionó me interesa su concepción acerca de la Idea, bien aristotélica, una forma primigenia de las cosas, perfecta en sí misma, arruinada luego por la materia, siempre imperfecta. En ese sentido, para Bellori el trabajo de los artistas estaba claro: alcanzar en la tela el mayor grado de perfección al que se pudiera aspirar, y esto era solo posible mediante la Idea formada en la mente del pintor. Una Idea mental que rinde honores y supera a las ideas de la naturaleza.
Más allá de la sospecha que este tipo de reflexiones puede generarle a un argentino en el 2024, me gustaría tratar de aislar algunas partes de estos conceptos tan anacrónicos y ver qué utilidad hay allí. Desmerezco entonces la cuestión de la perfección, casi por presión social, pero rescato que el artista puede tener en su cabeza una Idea tan formada y acabada que en la enseñanza no puede evitar sino transmitirla a sus estudiantes. No estoy diciendo ninguna novedad, es muy usual ver cómo el discípulo emula o incorpora rasgos formales cedidos de forma consciente o inconsciente por su maestro, y sin embargo me sorprende cuando veo estas pinturas el alto sentido formal que implica esta Idea. O dicho de otro modo, esta Idea es forma, antes que ninguna otra cosa.
Esto tiene mucho sentido, ya que la pintura es eminentemente forma, sea quien agarre el pincel veterano o neófito, no se puede escapar de esta condición esencial, que en este caso vuelve a las pinturas de la muestra Pelimanía, más raras de lo que jamás podrían haber sido si esa rareza hubiera sido parte de una búsqueda intencional. Es un pensamiento un poco tenebroso, como jugar a la ouija en un pijama party: un grupo de amigos que se junta a la medianoche a pintar, cada uno en su propio cartón, ninguno deja que los otros espíen la obra en proceso, con recelo apoyan el brazo para tapar la visión de los ojos curiosos, y así trabajan, un poco divertidos, un poco competitivos. Cuando finaliza el tiempo, todos dan vuelta a la vez sus cuadros, para revelar ante los demás la propia obra. Tres, dos, uno… un escalofrío recorre las espaldas, ojos desorbitados, un suspiro se transforma en chillido cuando se termina de dimensionar que lo que está pasando pertenece al orden sobrenatural. Todos los cuadros son idénticos.
Aunque este no es el resultado literal de Pelimanía, sí me atrevería a pensar en un momento de posesión de aquellas manos pintoras, algo de trance o de hipnosis. No un espíritu demoníaco, sino la grupalidad misma ejerciendo el peso de la unidad en lo diferente. Es una de las mayores atracciones de la muestra, la visión en conjunto, y este efecto, no buscado pero innegable, se come cruda a cualquier curaduría, montaje o cosa así, porque logra lo que estas prácticas contemporáneas quieren conseguir y de lo cual solo tenemos resultados parciales: una coreografía, no afuera sino adentro de las pinturas. Entre la ouija y el nado sincronizado está Pelimanía.
Vuelvo a esta noche, en la que se proyecta La Terraza, con sus personajes principales siendo otro grupo de amigos, muy distinto al que hizo las pinturas-afiche de la muestra. Dije al principio que la juventud que visita al Cineclub no parece encajar del todo con el entorno, algunos juegan a ser de otra época con vestidos de estampado extravagante, otros tenemos que escabiar y mucho para sentir que estamos hechos a medida; pero estos asuntos no habrían preocupado a los muchachos protagonistas de La Terraza.
De la película me impactan sobre todo dos cosas: los peinados espectaculares y la actitud insoportable de este grupo de chetos imberbes que nacieron para comerse el mundo. Y helos allí, en la punta más alta de esa montaña de cemento, mirando todo desde arriba, sumidos en fantasías insignificantes de una gloria sólidamente apuntalada a la fortuna de la estructura familiar. Pero ellos desconocen esta sustancia básica de su existencia, se rebelan contra “los adultos” del edificio, incluidos padres y madres, como si estos no fueran los garantes de la mismísima condición de posibilidad que a su vez les facilita instalarse con comodidad inaudita en aquella torre de marfil.
Esta contradicción perturba y molesta. A lo largo de toda la película se puede sentir en el cuerpo cómo alguien te pincha con un escarbadientes y luego susurra en tu oído “el único oligarca que ilumina es el que arde”. Aún así, no puedo evitar preguntarme si algún joven destartalado del siglo XXI mira a estos adolescentes de antaño y genera algún tipo de identificación aspiracional. Lo mismo que me pasa a mí cuando veo esos trajes de baño y se me cae el alma y la ética al piso, y pienso que podría abandonar todo con tal de ser Graciela Borges tomando sol en la terraza con dos ponytails hechas así nomás y gafas negras de secretaria puta.
Antes hablaba de la Idea de Bellori, ahora me gustaría irme unos cien años más atrás y traer otra gran discusión del arte presentada, por supuesto, por Vasari. De sus emblemáticas biografías se desprende uno de sus mejores conceptos, de valor inigualable para la teoría artística, este es el de “maniera”. Por un lado, significa estilo, particular del individuo así como regional y temporal. Pero también es uno de los factores por demás conocidos que dan lugar a la belleza: invenzione, disegno, ordine, grazia y maniera. Estos últimos dos a veces se utilizan de forma intercambiable, y eso no es menor, más bien es lo que más me importa del término para pensar en los chicos de La Terraza.
En la Italia de los siglos XIV y XV, la palabra “maniera” era bien elogiosa, implicaba cierto refinamiento cultural, estaba asociada a la elegancia y a la vida cortesana. Los manieristas del siglo XVI consideraban que el arte más difícil de alcanzar era el arte de esconder el arte, es decir, la obra debía aparentar haber sido realizada con facilidad, la intención era la de disimular el esfuerzo, todo en la tela debía parecer estar puesto ahí con naturalidad. La bella maniera es grácil, elegante, distinguida, delicada y aliciente, sea la Virgen del cuello largo o Graciela Borges tomando sol. Esa máscara, la de las chicas que se bastan a sí mismas, es una de las armas más poderosas de la vieja burguesía, tan efectiva que al día de hoy todavía le dan uso pobres chicas alienadas y sin herencia, como si significara algo.