Desde que le fue atribuido el nombre Anabella Papa Montovani nos demuestra que la realidad la sindicó como especial, como marginal y no le dio alternativa alguna. Lo intentó, fue a la Universidad Nacional de la Plata y después se dedicó a lo suyo, autoenseñada. Afortunadamente, no sabe hacer otra cosa más que reinventarse a cada rato.
Sin mucho esfuerzo por ninguna de las tareas que más adelante especificaré, Anabella logra deslumbrar a sus colegas y decepcionar una y otra vez a instituciones, galeristas, coleccionistas, curadores. Me pregunto si ese es el capital más valioso y desapercibido que un artista puede contener en su obra, además de vivir la vida con la valentía que eso implica.
Los ascensos profesionales son de una valentía considerable también, no tanto por la pérdida de la libertad que implican y la exposición que oprime sino por el posible descenso que lo sucede casi inexorablemente. Proteger el alma de este tipo de montañarusas emocionales, la preserva para que pueda seguir encarnando etérea y liviana el hacer del arte verdadero.
Son grandes palabras las que uso, pero me parece justo aplicarlas al trabajo de Anabella. Una artista libre en su hacer y a la vez incisiva e insistente en la continuidad, la cantidad y la calidad. La diversidad la acompaña, si no es esta la artimaña más peligrosa e interesante que un artista puede tener, que lo convierte en inclasificable, inasible y ecuménico, está muy cerca.
Las muestras pueden estar diseñadas para que cada comprador se lleve una partecita de lo mismo y, que al ver ese pedacito, cualquiera que pase por la pared de la que cuelga diga “eso es un Papa!”, o las muestras pueden ser pensadas para llevarnos por un viaje de lo inesperado, de lo conectado pero no de lo repetitivo. Más bien de las inimaginables posibilidades de la imaginación ajena. Sabemos que desarrollar un cuerpo de obra unificado y diverso es lo más difícil. Y el desarrollo de una marca de un artista, le impone casi siempre, como dice Jacoby: “seguir ordeñando la vaca”. Anabella tiene vacas, cabras, ovejas, gallinas, gatos, perros, espárragos, cortinas, hilo, aguja, plastilina, chocolate, macetas, flores, espirales y con todo eso hace un clericó.
Quizá sea por esta práctica de todos los tamaños, irregular y por la poca voluntad de Anabella de difundirla, que se nos pasa por alto adentrarnos en su trabajo. Además de que la desarrolla en los confines de su hogar, vive en Barcelona, una ciudad que en su circuito contemporáneo no pareciera tener espacio para entender lo amateur.
En los grandes museos y galerías internacionales se muestran artistas rescatadas, que sobrevivieron ocho, nueve décadas solo absorbiendo la vitalidad de la propia producción y las palmadas en la espalda de sus colegas, amigos y familiares. Las fantasías de reconocimiento post mortem empiezan a dirigir el corazón y el pensar, mientras se realizan otras tareas, se barre el piso, se limpia una ventana, se cose un botón.