QUIENES SE QUEDARON PINTANDO — Emilia Tessi

Victorica
10 min readApr 11, 2024

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Juan Pablo Renzi, 1977.

¿Qué hace un artista cuando el mundo se cae a pedazos? No, el mundo no se está cayendo a pedazos, sólo hay una sensación de que el mundo ya no es el mismo que antes. No hay quien piense en retrospectiva sin un pre o post pandemia, no hay quien le pique de igual manera la palabra covid o cuarentena. El hecho de que se pueda marcar un momento de corte, implica un duelo. El dolor radica en saber que algo cambió, que el tiempo ya no es el mismo que antes, y que con ello un montón de formas quedaron enterradas. Lo doloroso es reconocer que si bien hay un momento de quiebre, aún no se sabe bien qué es eso del pasado que quedó sepultado.

Pienso en lo romántico, de cómo pre pandemia pensaba en que si bien el mundo era hostil, lo tenía entre mis manos. Mis dos mejores amigos: la fascinación y la ambición. Ahora no hay un sólo día que no me sienta anonadada. No puedo creer que lo que estudié de los libros de historia durante el secundario, hoy sea portada del diario. En tan sólo cuatro años el mundo fue testigo de una pandemia, del avance del liberalismo y con ello, las ultraderechas, un genocidio y guerras; mientras tanto el hipercapitalismo trae nuevas drogas, tecnología y jueguetes sexuales, pero a su vez, nuevos problemas ambientales y de salud mental, así también como hambre y déficit habitacional. Entonces, ¿qué hace un artista mientras sus nuevos mejores amigos son la angustia y la ansiedad?

Hay quienes encuentran su taller como un refugio, otros que se alimentan de la comunidad, algunos que aprovechan las movilizaciones para hacerse enunciar, y otros que simplemente el seguir y el quehacer es lo único que les queda. En mi caso, hace tiempo que no toco un pomo de óleo. Recién me reencontré con la pintura, pero porque quería pintar de nuevo mi habitación, y si bien el resultado fue satisfactorio, lo único que pude pensar es cuándo todo se va a calmar. El presente que vivimos es un presente delirante, tan delirante que no hay lugar a fantasías ni idealismos. Es tan delirante que la imaginación quedó atrás, porque todo lo que alguna vez imaginamos, ya se hizo realidad, pero lo angustiante es que no se cumplió a lo Disney World, sino más bien a lo que realmente es Disney, una empresa multinacional.

Creo que ya no es posible cambiar el mundo, seas de la profesión que seas: artista, ingeniero, arquitecto o abogado, total el mundo es de unos pocos empresarios. Una entrevista con Cristina Piffer y una charla con Laura Códega me hizo ser testigo de escuchar al igual que la lectura de un manifiesto, que el artista no es un agente de cambio social. Hago el ejercicio retrospectivo y pienso que pre pandemia quería cambiar el mundo a través del arte. Hoy en día siento que es la estupidez más grande que alguna vez pensé. De todas maneras, algo en mi día a día refuta esto último. A mis pequeños alumnos, les insisto que la hoja es la posibilidad de transformar la realidad, de cambiar el orden de las cosas: pintar pieles azules y cielos verdes, crear nuevas especies y ciudades. Hace poco le dí una clase de pintura a mi mejor amiga que hoy en día está enferma, y pudo por primera vez, distenderse de toda su realidad hospitalaria. Pienso en mi taller también, el único lugar en el que me puedo abstraer del mundo y la realidad: “la pintura para evadirse del mundo es una manera de estar en él” me supo decir una vez, una sabia amiga antropóloga.

Pienso en nuestros antecesores, los viejos artistas del S XX, que frente a un siglo de terror, creían eufóricamente en el arte. Quinquela que llenaba su barrio de murales para darle color e identidad a la zona. Los integrantes de Ejercicio Plástico que pensaban el mural como un arte más democrático y social frente a los elitismos del mercado del arte. La importancia de la docencia en Spilimbergo y Batlle Planas. Las ciudades utópicas de Kosice y el nuevo lenguaje de Xul Solar. La política en el arte, Tucumán Arde y el CAyC en la plaza Roberto Arlt; los artistas que salían a la calle para dialogar con el público sobre la política circundante. Las obras que retratan realidades injustas y contradictorias, desde Sin pan y sin trabajo de la Cárcova, a Manifestación y Juanito Laguna en Berni, y La civilización occidental y cristiana de Ferrari. Las pinturas del humano en la luna de Forner. Los afiches de Romero y el optimismo de Maresca en relación al rol social del artista.

En contraposición a estos artistas eufóricos que supieron ser disruptivos y hacerse enunciar, me detengo en los que se quedaron pintando a solas en su taller en los momentos más catastróficos. Los pintores del nuevo realismo argentino de la década del setenta: Suárez, Renzi y Giuffré. Imágenes distantes y solitarias, retratos del cotidiano; platos, teteras y vasos, plantas sobre una mesa, paredes lisas o ventanas de fondo. Pinturas meticulosas, en las que no se duda del rigor y la constancia, de la habilidad y la técnica del artista. Obras en las que no se titubea de la perseverancia. Veo sus pinturas y si bien la fiel reproducción de los objetos no deja huellas del autor, instantáneamente me imagino a los artistas en su taller pintando horas y horas, obstinados por los detalles, yendo todos los días. Me pregunto cómo no podían perder la constancia bajo el horror de su presente, cómo no se les iban las ganas de pintar. Recuerdo la frase de mi sabia amiga antropóloga y se me esclarecen los pensamientos: la pintura para evadirse del mundo es una forma de estar en él. Si ellos pudieron yo también puedo.

Suárez y Renzi, el primero de Buenos Aires, el segundo de Rosario, a ambos los unía el hartazgo y el fracaso de la década anterior. Los años sesenta supo ser revolucionaria dentro del arte, desafió las instituciones, unió la vida con el arte, y le apostó a la política como herramienta de transformación social. Sin embargo, las instituciones encerraron las acciones disruptivas de los artistas bajo la categoría con la que éstos estaban discutiendo: obra de arte. Como consecuencia, Suárez abandona las prácticas aprendidas a lo largo de esta década, y retoma la pintura, al mismo tiempo que se instala en el campo. Con ello se desprende a lo largo de los setenta, una serie de pinturas realistas con el fin de ya no modificar la realidad, como lo supo ser el arte de los años sesenta, sino más bien para recuperar el sentido de ella. La pintura al ser escueta, se decide de forma inmutable qué es lo que vale la pena pintar. Suárez pintaba de manera realista para entender qué cosas de la realidad son valiosas, allí volcó fragmentos de las casas donde vivió.

PAblo Suárez, El patio de la oficina, 1977

En cambio Renzi, luego de Tucumán Arde, se distancia del arte y recién lo retoma mitades de los setenta a través de la pintura, según él para no morirse o volverse loco. El resultado también son pinturas realistas, al igual que Suárez, mesas con recipientes y plantas, ventanas y paisajes, pero Renzi va un poquito más allá y se anima a la figura humana. Tanto Suárez como Renzi se basaron en sus antecesores, si el primero vió a Lacámera, el segundo a Schiavoni.

Juan Pablo Renzi, La Luz de afuera, 1977.

Lo curioso es que si la década de los sesentas estaba desesperada por romper con la tradición, es decir, abrazar nuevos lenguajes para hablar de la manera más cercana con la realidad circundante; los artistas del nuevo realismo argentino de la década del setenta no sólo recuperaron una de las prácticas más tradicionales como es la pintura, sino también a quienes marcaron el rumbo regional de este oficio: Lacámera, Schiavoni, Molina Campos, Pueyrredón, Gramajo Gutiérrez y Cándido López. Me pregunto cómo es que en una de las peores décadas de nuestra historia, los artistas no sólo se aíslan en su taller sino también se aferran a la tradición.

Veo las pinturas del último pintor realista de la década del setenta que mencioné y observo que paseó por todos los géneros tradicionales de la pintura: el retrato y el autorretrato, el desnudo, la naturaleza muerta y el paisaje. Sin embargo, Giuffré da una vuelta de tuerca y allí donde habían flores y frutas para explorar el género de naturaleza muerta, hay gallinas o chanchos muertos; allí donde había una pintura de la pampa para estudiar el género de paisaje, se encuentra una escena de un cuadro en una casa; allí donde estaba la cara del artista en primer plano para incursionar en el autorretrato, se muestra la tela blanca con las primeras pinceladas, y al fondo, el reflejo del propio rostro del artista. Tradición contemporánea.

Héctor Giuffre, Paisaje, 1974

Escritor de cinco manifiestos a lo largo del tiempo, las obras de Giuffre esconden una teoría de la pintura. El realismo, a diferencia de Suárez o Renzi, no era un lenguaje pictórico sino más bien una manera de conocimiento, una filosofía de la pintura. Entre el artista y su realidad, se crea un tercer elemento: la pintura. Para Giuffré las obras son resultados de la relación del artista frente a su realidad. Pintar es conocer. Las pinturas de Giuffré retratan la realidad precaria del artista.

La pintura para no morirse o volverse loco como dijo Renzi, la pintura como para entender qué cosas valen la pena como sostuvo Suárez, las obras como resultado del vínculo del artista y su realidad como creyó Giuffré, me hace entender que estaban aislados en su taller porque estaban dialogando con las posibilidades de su entorno. No les quedaba otra más que pintar. El arte no los necesitaba, ellos necesitaban del arte (como dijo una vez el tío de Magdalena Testoni). La pintura llama a la constancia, la constancia a las preguntas y las preguntas a las respuestas escondidas en quienes vivieron pintando hace tiempo atrás. Tal vez la tradición los ayudó a entender por dónde seguir y así construir una identidad nacional, lejana a la que estaban construyendo quienes estaban en el poder de aquel entonces.

De esta manera, proclamar al igual que un manifiesto, que el artista no es agente de cambio social, es tan importante porque se le está diciendo a los antecesores que no: que todo lo que creían ya está, ya se hizo, ya se escribió. Sus obras son un archivo de nuestra historia, un testimonio de que lo peor ya pasó, que si bien el presente replica atrocidades del pasado, los artistas siguieron siendo artistas. Creo que hoy en día la historia no se escribe por disrupciones. El mundo de hoy es tan delirante que el mercado busca capitalizar disidencias mientras nos gobierna la ultraderecha. Me pregunto entonces qué es lo que queda de ellos, de nuestros antecesores, qué es lo que queda hacer, y dónde está el realismo hoy en día.

En un presente donde las imágenes reinan más que las palabras, donde el algoritmo es la realidad de cada uno, y la velocidad es lo que impera en la producción, me cuestiono qué tan pertinente es el lenguaje realista en la contemporaneidad. Hoy en día la norma es el estilo: pincelada, paleta y tema, así el artista es más fácil de reconocer y por lo tanto más fácil de capitalizar. Las pinturas de Renata Di Paolo que expuso en el 2023 en Casa Proyecto refutan esto último. Pinturas realistas, afán por la técnica y la constancia, que no se encuentran en pos de lo surreal o la fantasía. Pinturas de objetos, algunos sobre la vereda y otros sobre la mesa. Las cosas de la realidad que valen la pena pintar, cómo diría Suárez; las cosas que construyen la realidad de la artista, como creería Giuffré. Las pinturas de Di Paolo eliminan toda huella del autor porque lo que se está pintando son fragmentos de la realidad precaria que vive la artista; un cumpleaños más, otro lazo u otro moño más encontrado sobre la vereda. Pintar con la urgencia y la necesidad de Renzi. Pasar horas en el taller pintando lo que en el cotidiano es cuestión de segundos.

Renata Di Paolo, Enojada con mis ilusiones, 2023.

Ser artista es bancarsela. Es estar entre la espada y la pared. No hay quien de este oficio que no se haya preguntado por qué y para qué. Creo firmemente que ser artista es una decisión, y en la jura, uno queda comprometido con las preguntas que demanda el oficio. Por lo tanto, ser artista es estar en constante diálogo con la realidad. Es difícil creerse este cuento cuando varios son los privilegios que uno tiene como para encontrarse en la toma de decisión de ser artista o no. Sin embargo, para serlo hay que negociar, hay que ser consciente de las bases y condiciones, de los puntos de partida y las metas. Hay que saber qué renunciar en pos de poder ir tantas horas durante la semana al taller. Hay que aguantarsela también, no abandonar la constancia y bancarse estar encerrado en el taller pintando cuando afuera habita la sensación del caos, como lo supieron hacer los citados pintores de la década del setenta.

Lo que nos queda de nuestros antecesores son sus obras, sólo y nada más que sus obras, brotes de la relación del artista y su realidad. Obras como ejemplos, actitudes del artista frente a su presente. Memorandums de la historia. Y con ello un legado que es tarea de cada uno saber qué hacer con eso. Elijo a quienes se quedaron pintando, sin ser eufóricos ni gritones, sólo firmes con sus creencias, pensando, conociendo, siendo constantes y técnicos, sin abandonar su realidad precaria. Obstinados en seguir pintando. Como dijo Suárez una vez: “el arte es una actitud permanente. El pincel está en la cabeza del pintor. Mi pintura no tiene nombre. Es expresionista, es realista, es gestual, es subjetiva, es objetiva… es casi todo. No tengo ninguna pretensión de afirmarme en un estilo. Mi arte es un testimonio de lo que me pasa a medida que vivo. La vida es lo más importante y el arte es una forma de vida que me ata a ella”.

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