RAMOS MEJÍA CONSTRUYE UN PALACIO — Francisca Lysionek

Victorica
6 min readOct 6, 2022

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Retratos de Rosas en el despacho del gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof

Hace exactamente un año leí el texto que publico a continuación. Fue en el coloquio especial dedicado al libro Rosas y su tiempo, de José María Ramos Mejía, celebrado en El Vomito, después de haber pasado ocho lunes en ese mismo lugar, en un taller que coordinaba Juan Laxagueborde, leyendo y comentando el libro en grupo.

Una, para poder considerarse rosista, debe permanecer en un estado de dichosa ignorancia respecto al rosismo. Una, para denominarse anti-rosista, debe ignorar al rosismo como tal, y conformarse con los fantasmas míticos que lo sucedieron.

¿Por qué sería relevante en 2021 tomar una posición respecto a Juan Manuel de Rosas? ¿Tiene sentido portar la divisa punzó en unas legislativas? ¿Acaso nuestra Nación conserva todavía restos ocultos de las antiguas formas, las viejas prácticas, los modos de ser y de habitar un suelo que compartían aquél aglomerado de porteños sueltos de tradición? ¿Por qué, como tantas veces nos preguntamos a lo largo de nuestros encuentros de los lunes; por qué Axel Kicillof recibió con alegría el préstamo que le ofreció el actual Presidente, un gran cuadro de Juan Manuel de Rosas que procedió a colgar en su despacho?

Podríamos pensar que la lectura de Rosas y su tiempo no nos permite realmente correr el velo de misterio que cubre el busto de Rosas. Es decir, a pesar de que Ramos Mejía provee información de todo tipo, datos, nombres, fechas, trazados de orden psicológicos para caracterizar a todo personaje involucrado como agente o mero testigo, perlitas, datos de color, temperaturas, descripción minuciosa del paisaje, hechuras territoriales, caligrafías, color y textura del vestido; a pesar del denso desborde que caracteriza toda su pesquisa acerca de la época rosista, no parece llegar a alcanzar una explicación clara del fenómeno. Quizás por la cercanía en el tiempo, da cosas por sentado. El libro sigue sin terminar de operar como un manual descriptivo, lejos están sus intenciones de serlo, aunque sea la descripción, justamente, el recurso principal que utiliza para anudarse.

Para ser rosista, una debe permanecer ignorante del rosismo. Ramos Mejía nos permite seguir siendo rosistas. Entonces ¿Por qué leer Rosas y su tiempo? ¿Dónde reside la genialidad (si es que la hay) de este libro? La respuesta que encuentro es que leerlo permite tener una experiencia espiritualmente superficial, encantadora o de deleite ante lo primoroso de su forma, un acercamiento detenido, un tapiz de dimensiones inauditas, casi tan grande como la historia que narra. En este libro, el objeto de estudio solo interesa en la medida en que es atravesado por la psiquis del que escribe. Y cómo escribe Ramos Mejía es el objeto de este pequeño ensayo.

De alguna manera, Rosas y su tiempo puede pensarse como un gran palacio, rico en adorno y detalle. Los frescos de sus amplios salones narran una historia que no fue pensada para ser leída o recorrida en un sentido único. Me refiero a que uno podría agarrar el libro, seleccionar un capítulo al azar, y empezar desde ahí. Solo el prólogo es, quizás, indispensable para su comprensión. Consideremos solo algunos de los temas que Ramos Mejía trata en sus capítulos-frescos y proporcionemos, entonces, unas breves líneas que ejemplifiquen su procedimiento.

Acerca de la formación de Rosas, y el contexto en el que fue desenvolviéndose el tirano, nos informa:

“Estos años de ires y venires, de malandanzas y venturas por la campaña entera, recorriendo al par de ella la ciudad, el ejército y la sociedad, el cortijo y la venta, la pulpería y las trochas y caminos de toda la provincia, le dieron aquel conocimiento de la vida del que sacó después tanto provecho. La vida es una peregrinación, decía Cervantes, quien no camina ¿qué sabe de ella?, y quien no sabe de ella, por mucho talento que haya, ¿podría hacer o hablar algo que nos interese? Mayordomo, capataz y hasta peón de estancia, pulpero y pinche barrendero de tienda, comandante de campaña, líder de gauchaje alborotado, al mismo tiempo que niño consentido por la sociedad aristocrática de la ciudad natal; había sido todo y conocido toda la vida humana en sus varias formas”

A lo largo de los encuentros escuchamos a Juan alborotarse más de una vez por el uso de la palabra “todo” por parte de Ramos Mejía. El vacío que se sugiere detrás de la grandilocuencia, la carencia de significado, la vaguedad insoportable que se oculta entre las palabras que se enlistan para dar cuenta de la constitución humana del Restaurador… A pesar de comprender lo específico de Rosas, Ramos Mejía parece estar perdido, obnubilado ante la presencia de lo que desempolva.

En el capítulo IX, Ramos Mejía comienza describiendo lo que denomina “el tipo federal”, “familias de espíritus por analogías de sensibilidad y de pensamiento”, que en el caso de los porteños rosistas se establece “bajo la acción de una regimentación y disciplina de la vida, tan firme y uniforme como la que gravitaba sobre todos ellos” y permite “crearse un parecido tan grande como para darles un tipo físico común. Típico era, en efecto, el empaque federal (…). Contribuian a fijarlo todas sus desatinadas disposiciones sobre el traje y el rostro (…). El bigote debía conservarse a todo trance como rasgo genuinamente federal y unido a la patilla, afeitada de cierto modo indicado por él, daban al rostro aquella fisonomía peculiarísima, en la que un remoto parecido con la del león completaba el brioso aspecto característico”.

Prosigue Ramos Mejía sus minucias, dando cuenta de su investigación exhaustiva, pintando el retrato más vivo posible de algo muerto, un fantasma, a través de los ecos que le llegan y él recibe como un médium sofisticado.

Lo que hace al estilo de Ramos Mejía es su extrema internalización del documento, una adecuación mental al archivo disponible que le permite transformarse en la propia cosa que describe. Recuerdo la explicación que Carolina Sanín realizó sobre una performance suya en la cual subía al escenario con una cosa, a la cual debía describir en su papel con la mayor atención posible. Un efecto de inmersión tal, que Carolina se enamoraba de los objetos que pasaban ante sus ojos, se perdía en ellos. Ese perderse en la lucidez de la contemplación me recuerda al tratamiento que realiza Ramos Mejía de sus documentos y testimonios.

Proporcionemos un último ejemplo de la prosa alucinatoria, en numerosas ocasiones incorrecta, del autor. Recordemos desde dónde nos está hablando: como los viejos hombres que pretendían dominar todos los campos del conocimiento humano, el médico nos habla a la vez como fisiólogo, como flamante psiquiatra positivista, sociólogo patricio, detective chamánico, e incluso crítico de Arte con a mayúscula. El que mucho abarca… y ya sabemos como termina el dicho. Las contradicciones a las que permanentemente arriba intentando describir al tirano, ponen en evidencia la contradicción, inmensa en riqueza y osadía, del autor. Para Ramos Mejía, Rosas es un animal del instinto, a la vez que hombre de letras; tipo moral aberrante con ojos del color del cielo, cómico consumado solo comparable al burro o al buey, un espíritu sagaz, orgulloso pero primitivo, rebelde aunque esclavo de los impulsos heredados de su raza española, doblado de superstición indígena, moralmente deforme, melodramático, sujeto a nadie más que a su propia fuerza, bello a su manera.

Ese animal feroz y patético que describe Ramos Mejía bien podría haber sido, o no, Juan Manuel de Rosas. Este libro no nos sirve para hallar verdad alguna sobre el rosismo, pero que eso no nos ofusque: es la obra de arte sobre la obra de arte. Si Dios es rosista, Ramos Mejía es la exuberancia pagana, el escultor de un becerro de oro. El loco tejedor de un tapiz histórico que lleva puesto sobre su propio cuerpo.

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