Sobre algunas obras en la casa de Bruzzone (II) — Francisca Ulloa

Victorica
5 min readJul 15, 2022

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La batalla de Curupaytí según Benito Laren

Si uno mira una pared con los cuadros de la colección de la Guerra del Paraguay de Benito Laren, y después se da vuelta y en la pared de enfrente mira los de Lux Lindner, podría pensar que está viendo un espejo deformado. Deformadisimo. Si la parte de Laren es la cara ingenua de la guerra, la de Lindner es la cara siniestra. Pensemos un relato así: había una vez una guerra que se peleó hace muchísimo tiempo, cuando en el país ataban caballos en plaza de mayo para que descansen. No está muy claro por qué fue, pero ganamos, y tampoco sabemos bien qué tuvo de bueno ganar. El paquetito final es un pequeño capítulo de la presidencia de Mitre mucho más atravesada por enfrentamientos contra caudillos provinciales, historias que parecen una película como Kill Bill. Mucha sangre, cuchillos, cabezas que ruedan, picas que las sostienen.

Bruzzone, de esta colección, eligió quedarse con dos representaciones de la batalla de Curupaytí. Dentro de esta guerra, es el último momento donde el ejército paraguayo parecía tener una chance de ganar y es la GRAN derrota del ejército argentino. Ese día Candido Lopez pierde la mano y Sarmiento pierde a su hijo, Dominguito. Nosotros ganamos los cuadros preciosos de un manco y, un poco menos estimulante, el último libro que va a escribir uno de los escritores más manijas del país y, algo que no es poco, presidente durante una parte de esta guerra.

Laren expresa este “había una vez una guerra”, allá en el pasado. Los materiales que usa dan esa idea de tachas de un sillón viejo que mantiene el color sorprendentemente bien. Los soldaditos celestes parecen estrellitas. Estrellitas hechas de cadáveres de gente como fueguitos artificiales que estallan lejos al lado del humo y el cielo. Los que miran, una retaguardia brillante y roja, tienen los cañones preparados para que no termine el show. Algunos andan en caballitos que parecen de una calesita sacada de Sacoa, y en el primer plano ondea una tierna banderita paraguaya. Ese es el único registro de que este cuadro es una historia “real”. La obra, entre lo pop y lo viejo, materializa el rol que tiene la guerra en la memoria colectiva. Una cosa que parece vieja pero en realidad no tanto. Una cosa que parece terrible pero ni idea.

La obra de Lindner es, en cambio, una cosa que ni idea pero es terrible, una cosa que es bastante nueva pero en realidad no tanto. La máquina de picar carne está en ese limbo entre las tecnologías o técnicas viejas, pesadas de hierro, que tiran humo y vapor. Es EL principio de la era industrial, y lo que trae consigo un aviso: vamos a picar todas sus carnes. Los monstruitos que la rodean tienen cara de pánico. Como si abrieran la boca y agitaran los brazos -si se escuchara sería un gritito grutal de indecisión. La bandera en Linder está vacía. Da igual quién flamea un pedacito de tela, la máquina no distingue.

La batalla de Curupaytí según Lux Lindner

Esto de que sean covers de la historia tiene una potencia de resignificación de un periodo que ya está etiquetado y catalogado en la máquina del relato. No creo que se trate de revisionismo. Quizá sea volver a revisar desde la pintura. Revisar es más bien acomodar el ojo de lo contemporáneo cuando se mira a sí mismo. Estos covers desarman lo pasado por gusto y placer del presente, lo trae como un agente de inquietudes actualizadas. Me gusta que la hayan hecho en conjunto. Me da una sensación de complicidad tierna. Además, tiene toda esa mística medio borgiana medio oriental de la creación de algo completamente que se legitima en la capacidad de plasmar una nueva identidad artística en diálogo con otra anterior. Digamos, en ambas obras, Lux Lindner es más Lux Lindner y Benito Laren es más Benito Laren. Los cuadros de Lindner incorporan esta intertextualidad que roza con la ironía, un dibujo sobre un fondo blanco. La remasterización en Laren es una marca personal, decorada con materiales brillantes y estridentes. De Cándido queda sobre todo la falta de sentido. Un hornito de barro que me pregunto para qué servía. Los árboles ajenos de lo que pasa alrededor. Los caballitos montados. Estos elementos que no salen en ningún texto sobre guerras: no hay una épica bélica como había antes en esos cuadros románticos y gloriosos. Hay estrellitas y carne picada. Hamburguesas (con pedacitos de la mano hábil de Candido) y fuegos artificiales (o Dominguito saltando por el cielo).

Esto me parece esencial: lo qué sigue estando. Tiene casi un valor profético, y estos cuadros parecen revelar que el horror es más horror porque no tiene sentido. Hace poco leí una frase: “La parte principal de este arte reside en liberarse de todo aquello que se aleja del goce de la vida o lo obstruye y distancia al vivo de sí mismo”. Me hizo gracia porque estas obras me parecieron lo contrario. Podría ser así: “La parte principal de este arte reside en liberarse de todo aquello que se aleja del horror de la vida o lo obstruye y acerca al vivo de sí mismo”. No creo que uno se frene a ver estas obras por goce, sino por espanto.

Digamos que el tema que eligieron fue una aniquilación, la única guerra total de todo Latinoamérica. Por ejemplo, a Acosta Ñu los paraguayos le dicen la batalla de los niños porque su ejército estaba hecho con pequeños soldaditos de seis a ocho años. Se agarraban de las piernas de los soldados brasileños llorando que no los matasen e igual degollaron a todos, y después prendieron fuego el monte de al lado que era el lugar donde estaban escondidas las madres. Unx supondría que un evento así, con un infanticidio masivo y una masacre poblacional, se miraría de esta manera:

Así es como yo creo que se mira el horror. Pero Candido, Lindner y Laren no pintaron nada que se mire así. Y ahí está la continuidad, el peor horror es el que se mira como si siempre hubiera sido posible. No digo que los soldados que fueron a la guerra hayan sido una banda de carniceros deseosos de que todo esto pase, hubo un montón de motines y oposición. Pero de pasar, pasó.

Capaz Bruzzone piensa lo mismo que yo. En su casa tiene objetos tiernos de un montón de eventos horribles. Balas de esta guerra, que supongo que las sacaron de un campo lleno de cadáveres — imaginate escarbar entre huesos — puestas al lado de una pistolita hecha de una piedra rosa muy bonita. Un mazo de cartas de truco con fotitos de personas con nombre y rango militar iraquíes para que los soldados yankees, jugando, se aprendan a quiénes tienen que matar rápido. Una técnica muy pedagógica. Capaz a Bruzzone también le gustan las obras que cuentan lo horrible al borde del ridículo, porque no se guardan nada.

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