Una cuestión en especial me llamó la atención de Serena, la muestra de Elisa Palacio en sala Sabattini. Después de años y años en los que se notaba una diatriba permanente contra el amateurismo en el arte, e incluso se martillaba también sin razón contra grandes artistas que no son amateurs y que tienen una larga historia en sus quehaceres, estamos ante un resultado concreto. Elisa coronó su propio y extenso proyecto amateur, que excede a la pintura y que no quiere decir otra cosa que amar sin especulación lo que se hace.
Pensándolo ahora, ya las pinturas de Jacki Golbert en El Vomito hace tres años anticiparon esto que digo. No por casualidad Elisa y Jacki son las inventoras del ciclo que reverenció sin humo bares y kioscos, antes de que una cuenta de Instagram se llevara los laureles, el dinero y por qué no las consecuencias nefastas de exagerar melancolía. Elisa y Jacki demuestran que se puede amar lo que se hace y seguir haciendo otras cosas, que la totalidad de la acción puede ser tan valorable como las partes que la componen: las pinturas, la técnica, el estilo, la no participación en las preocupaciones malsanas de los artistas desarrollistas.
Pero en este texto me quiero detener en la muestra de Elisa, que es una persona próspera, en la saga de lxs porteñxs hacedores, desinteresadxs y modernamente folklóricxs; en la saga de Roberto Mariani, Sara Gallardo, Pat Pietrafesa u Osvaldo Baigorria, también dibujante. Desde ese piso le agrega una variable a sus maneras de intervención contornista y se pone a pintar. Ya no importan los resultados sino el hecho mismo de ocuparse de otra cosa con el mismo ahínco y la misma tozudez cariñosa que ciudadanxs así le dan a lo que hacen.
Sus pinturas forman parte de toda una historia reciente de reivindicación de unas pinturas así, es decir de una vida así, de un oficio así, de una relación con el arte y lxs amigxs así. Por fin aparece una pintora “de domingo” con la vitalidad de toda la semana. Es como si la cantinela del “arte ingenuo” -a esta altura ya medio trabada- se renovara con su muestra. No porque participe o no partícipe de ese género amplísimo y contradictorio, sino porque parece habernos enseñado que se puede saltar sus barreras y demostrar más variables culturales que propendan a discutir las que ya están afónicas.
Una pintora que no era pintora y ahora sí, decide mostrar lo que hizo de manera organizada, con el cuidado de una celebración y la arbitrariedad de un detenimiento. No es profesional ni tampoco tiende a la profesión. Es la primera muestra a la par de otras cosas que hace. Eso es ser amateur: hacer todas las cosas con el mismo amor y con la espada atenta para combatir la fiebre nerviosa.
La serenidad es importante porque ralentiza al arte, a su rueda. No estamos hablando solamente de las pinturas de Serena, del paisaje compinche de una aurora boreal, los esquemas de las ciudades vistas de lejos, las sierras de Punilla, el clima pastoral e incluso el universo porteño de la basura, al que Marcelo Galindo le dedica buena parte del texto de sala. Elisa parece permanecer inquietamente serena en varias cosas que hace y ejerce la cautela ante el sistema, ante las garras de la organización todosentido del arte. Me da la sensación de que en la muestra se entiende todo, que ese entendimiento es buscado y que se entiende más si conocemos todas las demás obras desmaterializantes de Elisa. Como si dijera que no ser sistemática, descreer de la soberanía del arte, es poder decir algo más que el arte para que no lo diga el sistema. Serena parece ser una vida que sospecha del sistema, del código impropio del arte cuando viene de otro lugar que no es el propio despliegue de la vida al tun tun. Y si digo vida me refiero al espíritu y a la materia, al extrañamiento y a la falta de plata, a las vacaciones y a la jornada laboral, a los seres queridos y a los enemigos.
Todos participamos del mismo sistema, pero hay gradientes, hay deseos puestos o no puestos. Podemos participar del sistema pese a nosotros. Ahí se genera cierto tipo de práctica, cierto tipo de -vamos a decir- conciencia, cierto tipo de iniciativas distintas a las que tiene aquel que participa contento, con ganas, aquel o aquella que aplica al sistema para exponerse a sus virtudes y condicionamientos voluntariamente. Elisa vive en esta ciudad, hace lo que puede como cualquiera de nosotrxs, pero no es condescendiente, no tiene ganas de hacer lo que no quiere. Tiene ganas de hacer lo que quiere. En el medio queda una muestra así, como registro y reflujo de una discusión que afecta a sus amigos, a los neutrales, a los fastidiados por lo que consideran precario o disfuncional y a los que ni se enteran pero a la larga les llega. Podemos decir que esta es una época de ecos, de resonancias, donde todo y nada se está poniendo en juego. Pero mientras tanto es mejor hacer, mantener, predicar con ejemplos de este tipo, hospitalarios, confiables y fáciles de organizar. Elisa es socióloga y puede hacer sociología pintando u organizando, sin necesidad de citar a Bourdieu o a Becker, poniendo lo estudiado a trabajar para las ocurrencias.
Las pinturas contribuyen a esto, pero el todo es lo más importante. Trabajan para un clima general, para una sensación mayor que incluye a Elisa y a la mochila del espectador también, a su historial reciente, a su situación. Pueden haber reminiscencias a la tradición colorística y morfológica de un Francisco Gandolfo. un Gramajo Gutierrez, o un serrano cordobés Fray Guillermo Butler (uno de los artistas favoritos del serrano bonaerense Alzetta). También me acuerdo de esa anécdota que contaba Borges: que Lugones le había contado a su vez que cuando era niño, en muchas casas del norte de Córdoba, la gente adornaba la sala de estar con cartas españolas, como si fueran pinturas u objetos pop, pero en 1890.
La pintura de la tenista Serena Williams es la que pone en riesgo todo lo demás, la totalidad que espera por fuera de esa pintura. Porque hace acordar al esfuerzo y la sacralidad del cuerpo deportivo, a los padres infumables que estimulan hasta la locura a sus hijxs deportistas, a la extenuación y a la gloria siempre pasajera. Todo eso es lo contrario al resto de las pinturas. Como si las demás le dijeran a Serena que se serene, que largue todo, que ya está, que se siente en una piedra y se tome un vaso de agua mientras recuerda las tardecitas calurosas de Nueva York y las escenas de Flaushing Meadows, donde Stefi Graff iba siendo destronada a medida que entrábamos al siglo XXI. ¿O será que la pintura de Serena viene después del título Serena y de paso homenajea al tenis y a Gabriela Sabattini, a la sala donde esto sucede? De la sala hay que decir que también es serena, que tiene adentro una marquería, que está viendo si quiere acelerar o mantenerse y que pudimos ver ahí muestras serenas (Ulloa, Amigo, Pérez Andrade, Rosetti) pero en busca de los signos que apremian al arte para inventar uno nuevo. Ese parece ser el camino de lo que pasa ahí, puesta una cosa al lado de la otra, sin olvidar el recital legendario de Lenin Tiene Hambre o el taller de la pintora Bett Pavetti.
Con cada artista se sedimentan en el lugar sus anhelos y pesadillas, sus obras y sus visitantes. Elisa suma a todo esto, que hicieron y que hizo, el recuerdo actual de Lobos, los bares, las plazas, los kioscos, la sociología, la sospecha por la ciudad y la conversación alterada por el maní, la cerveza y una angustia empatada por una voluntad a velocidad crucero, que no desgaste pero que no pare.
Las celebraciones conmemorativas son cada vez peores, cada vez más veloces y se olvidan rápido. Hay exhibiciones que son campos yermos, abiertos a que las cosas del arte crezcan entre el gentío, la preocupación o la evasión. Hay otras que son como autopistas donde nada crece, como injertos caprichosos en el trazado cotidiano, como alardes sin espíritu. Hay un arte del cálculo y uno de la serenidad. Uno está viciado de propósitos que no dejan ver nada. Ejemplo: la exhibición El aprendizaje infinito, en el MAMBA, compuesta de muchos objetos e iniciativas valiosas pero desordenada y omnisciente en su hechura, radial, latifundista y desalentadora en su extensión. Lo mismo había pasado en las dos muestras anteriores, que pretendían peinar a la naturaleza y a la ciudad en paralelo. Las tres se nutrieron de un pensamiento calculador, agendístico, intervencionista de oficina. Por el contrario, la serenidad de exhibiciones como la de Elisa, que puede dar con esas dimensiones culturales sin tener que remarcar con argumentaciones impostadas lo que las obras pueden dar solas, participa de una reflexión colectiva a la que no le insufla otra cosa que un escenario, un contexto. Mantiene el contexto de conversación y brindis en un momento de poco entusiasmo, para no decir de atontamiento y desorientación, en el que nos vemos metidos sin saber siquiera qué pensar.
El arte no parece tener mucho que hacer, pero quién sabe qué tiene que hacer. Entonces, mientras tanto, más vale participar de lazos sociales así, interferidos por imágenes así. Elisa y lo que arma alrededor parece decir que del pozo se sale con imaginación. Y esta no es una idea utópica sino práctica, dándole a la rosca en falso hasta que nos cuadre algo. Elisa se demora ante lo que tiene cerca y hace de la rareza serenidad para elaborar el desánimo, para que prospere alguna otra simbología del autocontrol, más afirmativa y social. A esto un sector de la filosofía le llama acontecimiento. Una bohemia tranquila desatenta a los pormenores de la voz melosa de algunos streamers o la fruición suicida de buena parte de la sociedad civil. O más bien atenta de a ratos, dialectizando rasgos de la cultura contemporánea para atrasar un reloj y adelantar otro.