UNA ENTREVISTA DE 2012 A JAVIER TRÍMBOLI — Juan Laxagueborde

Victorica
15 min readJun 2, 2024

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Entrevista publicada en la revista Mancilla n°4, noviembre de 2012. El título con el que salió en papel fue una frase de Javier: “Cuando ocurre un acontecimiento vencen un montón de libros y aparecen otros que se creían perdidos”.

Juan Laxagueborde: Nicolás Casullo decía una frase un tanto tremenda: “La pregunta ‘¿qué nos pasó?’ es un triunfo de la barbarie”. ¿Cómo se relaciona esta idea con la reflexión sobre el pasado?

Javier Trímboli: Entiendo que muchos estuvimos atrapados por esa imagen de las mal llamadas “tesis de la historia” de Benjamin, la del ángel de la historia que no puede sacar sus ojos de las ruinas que ha producido el progreso a su paso. Como si no nos quedara otra más que continuar esa mirada, hasta el punto en el que la melancolía se volvía patética y, aunque odiáramos que fuera así, desplazaba a la inquietud política. La desorientación nos había ganado. Si algo interrumpieron estos años kirchneristas es eso. De manera singular, porque no lo hicieron reencantando el futuro o volviendo a instalar a la revolución en el horizonte a alcanzar; lo que se puso en primer plano fue el presente, una cancha particularmente trabada en la que está abierta la posibilidad de conquistar derechos, de ensanchar los límites de la inclusión. Para contrarrestar la melancolía, no se llenó de promesas el futuro, sino que el presente pasó a ser el punto de convergencia de todas las disputas, donde se agitan las chances de una vida mejor.

JL: Sería como inventar un presente…

JT: El peronismo carga con una temporalidad, con una práctica de lo que son las promesas de la política, muy distinta a la que teníamos como válida los que proveníamos de la izquierda tradicional. En su momento clásico, lo dice muy bien Sebreli en Contorno, el peronismo no es la seriedad o el dolor del tango, sino “por cuatro días locos que vamos a vivir, por cuatro días locos te tenés que divertir”. Como lo detectaron Borges y Bioy, y lo bestializaron porque lo detestaban, el peronismo tuvo mucho de fiesta. En la perspectiva sacrificial de la izquierda, algo del cuestionamiento también venía por el lado del modelo soviético, la austeridad al servicio de la industrialización pesada, de base. Por mi parte, pensé la política en relación a la conquista de un futuro, lejano pero al que alguna vez llegaríamos. Y el camino era escarpado, obligaba a sacrificios. El Ché. El peronismo tiene otra economía de goces y energías, mucho más ligada al gasto presente. Ojo, me parece que esto es fascinante pero también implica un problema político grande y no lo digo sólo por el menemismo.

JL: ¿Por qué un problema político? ¿Cómo traducirías eso?

JT: Por la impresión de que uno nunca sabe hacia dónde está yendo. A su vez, tenemos todavía el apetito moderno del plan, la planificación, diagramas en pos de lo que se pretende alcanzar. Supuestamente la ética del trabajo se conjugaba con la procrastinación -¡qué palabrita!-, y el ahorro. Y preferimos la ética del trabajo antes que la estética del consumo, ¿no? En el pensamiento de Perón estaba todo esto de la táctica y la estrategia, los secretos de la conducción política. Pero no sé, sospecho que, además de que era la cultura de la que provenía, eso era más para impresionar que otra cosa. Por más que se haya hecho mucha bulla con los planes quinquenales, que se los explicara del derecho y del revés, las multitudes que adoptaron al peronismo como propio no lo hicieron por eso. El peronismo, el clásico y el de hoy, impone la impresión de que todo se está jugando en el presente, incluso cuando promueva políticas de memoria o revisiones del pasado. Nos lanza a una situación en la que no se entiende muy bien cuál es la próxima puerta a abrir, menos que menos qué nos puede esperar cuando doblemos la esquina. Esto me parece que genera una tensión particular, muy grata pero que también se padece.

JL: Hablando de tu libro Mil novecientos cuatro (Colihue, 1999): ¿Qué cambió de las condiciones históricas de este país, por el escepticismo que se notaba en la revista La Escena Contemporánea o en el libro tuyo?

JT: Hoy diría que lo que escribí por eso años, Mil novecientos cuatro y las notas de La Escena Contemporánea, por ejemplo, ante todo dan cuenta de un enorme aislamiento. La ruptura de la trama social que no sólo dejaba abandonados a amplios sectores sociales, sino también a algunas escrituras débiles, quitándole filo a los intentos de intervención intelectual. Más que un repliegue, la derrota se hacía larga e impregnaba lo que se escribía, lo mío seguro. Un efecto de todo esto era la percepción de que lo que estaba sucediendo en la Argentina en ese entonces no tenía manera de resolverse, una situación inexorable, estructural o propia de una nueva época que había llegado para quedarse. También por haber encallado en una manera de entender la política como revolución o nada. El sujeto proletario clásico que no aparecía por ningún lado, conjugado con una resistencia marcada a pensar la multitud u otras formas de subjetividad política…

JL: ¿Y cómo ingresan los hechos de 2001?

JT: En 2001 estaba muy perdido, lo digo con la ilusión de que no sea siempre esa nuestra situación en la historia. Además, hoy leemos 2001 desde 2003; leemos 2001 desde 2008 o 2010. Pero no estaba escrito que 2001 fuera a desembocar en Néstor. Incrustado en ese momento, para mí 2001 era otra cosa. No me vanaglorio de esto, pero lo de las cacerolas no me gustó; quizás me haya equivocado, pero vi en aquel entonces una protesta de la clase media porteña que, como siempre, cuando se moviliza produ ce textos donde todo está bien mezcladito, apelando mucho a la libertad, la defensa de ciertos derechos o, incluso, en ese caso, en contra del estado de sitio, porque ponía a la clase media en profunda crisis con su progresismo, pero también porque, se había vuelto evidente, de la Rúa, a quien la mayoría de los que se movilizaron esa noche habían votado, no podía ser garante de nada.

JL: Pero vos el fondo lo parecías haber visto antes, se plasmaba en tus textos…

JT: Después de Mil novecientos cuatro vino el repliegue personal, para usar otra vez la palabrita eufemís ica. Básicamente soy profesor, en ese momento daba clases en Filosofía y Letras, en Pensamiento Argentino, en el Nacional Buenos Aires tenía unas horas, pero sobre todo en una escuela secundaria privada, en el colegio Paideia. Había llegado a ella por Oscar Terán que había tenido que ver en el armado de una materia, Formación Cultural Argentina, en el espejo de lo que era el programa de su cátedra. Lo que trabajaba con los pibes, desde 1992, era el Facundo, después variaba entre Alberdi, El payador de Lugones, a veces Ramos Mejía, o metía algún pasaje del Informe de Bialet Massé o literatura, desde En la sangre de Cambaceres a Borges. Hay un momento, y es pegado a Mil novecientos cuatro, en que digo “en estos textos ya no hay más nada”. Meto a Baudelaire por la ventana, a Poe, a Melville y, en el límite, a Jünger. Lo único que mantuve fue a Facundo, sacarlo me parecía demasiado, pero estaba ganado por la impresión de que en esos escritos argentinos ya no había nada para recoger, estaban dispuestos sólo para que nos volviéramos a chocar con lo mismo, la perdición. Menos mal que los pibes me seguían en esto y les interesaba, porque si no… La materia, incluso por cómo la denominaron ellos por un rato, pasó a ser Formación Cultural a secas, sin Argentina.

JL: ¿Eso por cuánto tiempo fue?

JT: Desde el 99 al 2001, seguro. Se empieza a modifcar de nuevo a partir del 2000. En el mismo momento en que me voy de la facultad, a finales del 2000, me llaman de la Secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad para trabajar en capacitación docente, entonces empiezo a trabajar en el Estado. En 2003, desde el fondo acompaño a la parte de la gestión de Filmus que va al Ministerio de Educación de Nación. Lo que colocamos como primer tema a pensar con los docentes de las provincias es, para decirlo mal y pronto, la evaluación de cómo cambió la sociedad y la cultura. Así de vago y no por táctica, sino porque así entendíamos el problema. Más pobre incluso si fuera posible: de la modernidad sólida a la líquida, en la conceptualización básica del pícaro Bauman. ¿Cómo hace el docente para adaptarse al mundo líquido? Reconocer las distintas configuraciones familiares que explotaron durante los años noventa… Enunciados muy amplios. Incorporábamos cuestiones del pasado reciente argentino, por ejemplo películas como Los Rubios, pero para poner en el centro la mutación contundente de la época. Digo: en ese primer momento nos parábamos, ése era el intento, por fuera de la ensayística argentina, de la tradición política argentina, con la impresión quizás ya medio borrosa de que estaba vencida. De alguna manera esto hace sistema con el arranque del gobierno de Kirchner que tenía algo de gobierno de emergencia y salvación nacional. En fin… precisamente uno de los tres ejes en los que se inscribían los talleres era el de Formación Cultural.

JL: Como la materia que dabas.

JT: Claro, y sin Argentina. Pasábamos películas como Good Bye Lenin, es decir, cómo alguien se puede adaptar a vivir en los tiempos líquidos sin hacer agua; al mismo tiempo, detectar el punto en el que aferrarse a los viejos principios se convierte en algo reactivo. Con equívocos muy grandes también, resultado de esa ruptura de la trama social de la que hablábamos. Recuerdo cuando en La Pampa ante cantidad de docentes proyectamos y queríamos hablar de Elephant. Un salto al vacío, porque habíamos dejado de compartir cantidad de lecturas… Lo que empezó a suceder, casi de inmediato y al ritmo de estos encuentros y de la política, fue que reaparecieron esas lecturas, que al menos yo pensé que habían quedado bien atrás. Y ahí, ¿Qué panteón literario harías? A ver… Es fenomenal cómo los tiempos oscuros habilitan lecturas desorientadas. José Hernández dice a propósito de Malvinas y 1833: “eran épocas indecisas”. Son esas épocas en donde no sabes para dónde salir disparando, donde se oscurece la decisión. Acompaño la crisis del 2001 leyendo como un energúmeno a Jünger, sus diarios de la Segunda Guerra, Radiaciones, una lectura que nada que ver. En una de sus entradas Jünger dice que cuando ocurre un acontecimiento vencen un montón de libros y aparecen otros que se creían perdidos. Él lo dice por la Biblia y por toda la biblioteca con la que había tratado durante los años veinte, la que vence. El acontecimiento largo que fue 2001 hizo que uno dudara de todos los textos que había antes leído con tanto interés, con tanta inquietud y a veces también minuciosidad. Pero pronto se activó esto de otra manera. Poniendo como referencia la materia que dictaba en la secundaria: de repente, incorporé Operación Masacre de Rodolfo Walsh, libro que la cátedra en la que trabajé había desconocido pero que, con en la conversación con los docentes, reaparece hasta tener un peso importantísimo. Algo parecido con Martínez Estrada, aunque ahora ya no como una sombra o una pesadilla, sino para abordarlo como un material de trabajo.

JL: Quería preguntarte acerca de cómo debatir la idea del Estado no como cooptador sino como garante de ciertas tensiones, ciertas discusiones, más que nada por tu rol como funcionario en el canal del Estado, por caso.

JT: Primero te diría, ¿qué era el Estado en 2003? La gestión kirchnerista se monta sobre un Estado que, luego de su momento terrorista y, gracias a él, luego de haber colaborado en su propio desmontaje, ya no es el estado con mayúsculas. O, cómo se puede leer en Halperin Donghi, que en los noventa, finalizando su larga agonía, no es más que una pieza débil en la nueva intemperie. Por supuesto, jamás diría que ese Estado prescribe; estamos en ATC, aunque hoy hagamos esfuerzo para que se lo llame de otra manera, Canal 7 o Televisión Pública. Encuentro funciona en la ESMA, que no prescribe por más que se pinten todas las paredes. Subís al 130 para ir a Encuentro y ¿qué decís? Al Haroldo Conti, no. ¿A la ex Esma? No te podés sacar de encima el momento terrorista, tampoco el neoliberal, estás todo el tiempo trabajando con eso, viendo qué haces, cargándolo a cuestas. En 2003 lo que produce el kirchnerismo es una lectura en acción de lo que era el 2001. Un Estado que ya no era el que había sido, ni en sus mejores ni en sus peores momentos, que al mismo tiempo nunca más va a volver a ser el que fue. A partir de esa situación, se comienzan a dar una serie de alianzas con esa multitud que en 2001 se había mostrado. Por supuesto, el desnivel es enorme aunque se trate de un Estado desvencijado, pero lo reafirmo para contrarrestar el estigma de la cooptación. Me pasa algo raro, vengo del comunismo, y los que venimos de ahí nunca le tuvimos fobia al Estado, todo lo contrario, siempre tuvimos una relación estatista de la política, muy clásica, ¡Cómo no va a haber Estado! O, incluso, ¡cómo algo bueno puede suceder si no hay Estado!

JL: Mil novecientos cuatro es profundamente pesimista pero la última palabra que dice el libro es “tensión”, una palabra totalmente vinculada a esta época…

JT: Lo tenía olvidado… Lo más interesante, incluso gozoso, que tiene este momento, se juega a propósito de la tensión que efectivamente se produjo. Es vital para este proceso y al mismo tiempo coloca el problema de cómo la sostenes y soportas también en relación con la violencia, el tema que se desprende de todo esto. Porque la violencia es la pesadilla de la política, de la tensión necesaria y cierta de la política. O, para decirlo con Rancière, hay política cuando algo que está por fuera de la cuenta que de repente se empieza a ver y se suma, y hay desacuerdo. Esa es la política. Ahora, ese desacuerdo tiene el riesgo de la sangre que llega al río.

JL: Pero es también una violencia ese desacuerdo…

JT: Totalmente, el tema por excelencia. Mantener y alimentar el desacuerdo, para que por sus fisuras se amplíe la política, el espacio para todo lo que por tanto tiempo estuvo postergado, y hacerlo evitando la deriva de la violencia. Quizás sea muy clásico cómo lo pienso, pero insisto con la sangre, las palabras son otra cosa…

JL: Por el lado positivo en vez de por el lado negativo.

JT: Entiendo que hay una violencia, la de las representaciones, la de las palabras, que puede ser necesaria. De todas formas, cuando escuchamos, en la tele o en la mesa grande familiar, los insultos; cuando en esas palabras no se puede palpar más que un odio feroz, me pregunto qué se hace con eso. ¿Podemos hacer algo? ¿Qué relación hay entre esas palabras y la muerte? Si consideramos que es estrecha la relación, que son expresiones que desesperan aún más porque no encuentran la fuerza que las vuelva acto, producción de muertes, ¿las podemos tolerar? ¿Hay resguardo contra ellas? Entiendo que aquí hay un problema. Los militantes de los 70, Paco Urondo o Walsh para mencionar a dos de los más sofisticados, se zambullían en el drama político y social, jugaban todo ahí, pero suponían también que un día el asunto se iba a distender. Porque una clase, la que encarnaba lo mejor del proceso histórico, se impondría a la otra, con la violencia física y con la otra. El tema nuestro es que sabemos que esto no tiene final y que la tensión no se resuelve. Entonces, ¿qué pasa con la violencia? De quienes nos odian con nuestros cuerpos, pero también de la nuestra respecto de quienes detestamos.

JL: Para vos no habría dejado nada de epistemología política el kirchnerismo. No encontrarías una lógica política del kirchnerismo como para trabajar sobre eso, posado sobre algo y mejorarlo, trascenderlo o modificarlo aunque sea un eterno presente.

JT: Te entiendo, está bueno. Ligo esto con una pregunta previa, la posibilidad de pensar y practicar la posición Estado entendiéndolo como “garante de ciertas tensiones”, así decías. Hace unos días hicimos en el canal, a propósito de la emisión de la serie documental Guerra Guasú. La Guerra del Paraguay, una mesa debate que, entiendo, trabajó de otra manera los límites, la representación misma del desacuerdo. Con mucho trabajo juntamos a historiadores que provienen de tradiciones políticas y culturales bien diferenciadas y que hoy escriben, sobre el pasado y sobre el presente, cosas muy distintas. Galasso, Hilda Sábato que cada tanto escribe en La Nación, Gabriel Di Meglio y Mariano Rodríguez Otero, el director de la carrera de Historia de la UBA. Vino mucha gente, desbordaba, lo que para el canal es inédito, y estuvo muy bien lo que se dijo. Te diría que, obligados a dirimir ante una pequeña multitud muy interesada en el tema de la guerra, los argumentos se contrastaron y lucieron mucho más que cuando los ves por separado. Nuestro trabajo en el Estado, la comprensión del mismo, tiene que evitar a toda costa cristalizarse en la reiterada conversación entre los que pensamos siempre lo mismo y estamos de acuerdo. Aprovechar la oportunidad de realizar intervenciones que, con el tono crítico que nos interesa, puedan al mismo tiempo permitir que gente tan distinta como ésta, se siente y discuta. No obstante, hay algo irreductible. Discuto con lo que escribió en su blog el amigo Martín Rodríguez sobre la concentración del 8N. Con muchísima inteligencia como todo lo suyo, dice que en esa concentración vio una masa en disponibilidad. Es decir, entiendo, aún no suficientemente tomada por discursos, políticas, intereses; por lo tanto que no hay quien no pueda seducirla. No habría por qué no interpelarla. Si ya era discutible lo de la disponibilidad con Germani, ahora, hoy, es insostenible. Pero, digo, entonces: si el kirchnerismo hace esfuerzos por capturar a esa multitud, adiós kirchnerismo, no queda nada de él. Aunque amplificada por Clarín, lo que esa multitud expresa viene de larguísima data en nuestra historia y, ya que nos seguiremos moviendo en las coordenadas del capitalismo, también sobrevivirán a este proceso político. Más allá de que el voto vaya para un lado o para otro, que se lo pueda ladear, lo fundamental es subrayar que constituyen lo que no queremos representar. Martín, y lo lamento, nos cuenta que fue en bicicleta a esa concentración, en una escena muy linda. A mi entender sólo vale hacerse cargo de eso que ahí pasó como una buena piña que nos pegaron.

JL: ¿Hay una tercera posición en historiografía? ¿Cómo ves el resurgir de toda esa mirada historiográfica más revisionista rápidamente y quizás más trágica también? Porque parece que el gran problema no es que reivindiquen a Rosas sino que reivindican la “tragicidad” de Rosas.

JT: Sucede que el discurso historiográfico universitario que se conforma a partir del año ’84 da por muerto al revisionismo, ni siquiera se preocupa por discutirlo. Es decir, abandona también la posibilidad de la narración de la historia, de trabajar alrededor de acontecimientos. La muerte del revisionismo no fue tal, porque sobrevivió en una suerte de sentido común sobre el pasado argentino, expandido pero sin gran visibilidad, a la espera de una nueva crisis como la del 2001 para mostrarse. Siempre ligado a una serie de sospechas. Probablemente también se empobreciera durante esos años largos en los que tampoco fue alimentado. Pigna dialoga muy bien, con mucha astucia, en ese primer momento con ese sentido común y le da el giro de época. De todas maneras, hoy ya se trata de otra cosa, el sentido común revisionista en gran medida se vinculó con la experiencia política del kirchnerismo, que adquiere contornos propios y definidos a partir de 2008. Pero sigue sin tener intervenciones que lo alimenten. Lo de Pacho O’Donnell es imposible. Difícil decir algo más que encomiar, en función de sus intereses, su sentido de la oportunidad. A propósito de la guerra del Paraguay, encontramos una nota suya en La Nación en la que justifica lo hecho por Mitre y, ante todo, ubica a la tozudez del Mariscal López como el factor desencadenante de la guerra. A lo Galtieri, habría buscado aliviar el frente interno, donde tenía mucha oposición. No sé entiende de qué está hablando. A los caudillos que desde las provincias se oponen a la guerra, los destrata de rebote y se refiere de manera sostenida, aunque sin nombrarla, como si no diera para eso, a esa corriente historiográfica que hizo la apología del Paraguay de los López. Se podría suponer que era una nota vieja, de sus años radicales o menemistas, pero no: es de febrero de 2008. Que hoy presida el instituto revisionista es lamentable. Entiendo que el kirchnerismo, luego del Bicentenario, necesitó trabajar con él, quizás para volver comunicable, para ponerle cara a esta lectura del pasado que se alienta desde este momento del Estado. Una macana, sin dudas, porque en la distancia con el liberalismo historiográfico, en la voluntad de divulgación y comunicación de masas, no hay sólo una lectura, más bien son cantidad. No la llamaría tercera posición pero para mí hay posibilidades ciertas de otra historiografía. Por un lado, hay cosas buenísimas que están haciendo compañeros que vienen de la producción académica universitaria. Lo que escriben Fradkin y Di Meglio, preguntándose por las clases populares en el siglo XIX; Fabio Wasserman y su libro sobre Castelli. A mí me gusta pensar que hay chances para una historiografía que se zambulla en el drama de la historia argentina; que, tomada por la tensión de nuestros días, que interrumpió la supuesta mansedumbre de nuestra vida histórica, busque en el pasado sus huellas; que se interrogue también por la violencia en la que esas tensiones desembocaron, por sus cabezas degolladas. Una historiografía que estará obligada a pensar la escritura, sin dudas a pedir socorro a la mejor tradición ensayística, probablemente a la voluntad de las grandes narraciones, mucho más de López que de Mitre, y a las mordeduras de Abelardo Ramos.

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