UNA HORA DE LOCURA Y PLACER, DOS PALABRAS — María Guerrieri y Pablo Solberg

Victorica
4 min read4 days ago

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I

Un hora de locura y placer, el poema de Whitman que da título al libro homónimo de Moguilevsky, es, entre muchas otras interpretaciones, una rebelión frente a cierta estructura anquilosada, un llamado a encontrar el resquicio liberador, la mueca que transforme la tragedia en comedia: lance irrealizable a menos que se tenga el coraje necesario para cometer la insensatez de reírse de los monumentos más serios y prestigiosos.

En efecto, hay algo picaresco en la sucesión de dibujos, pinturas, textos manuscritos, dígitos y collages que brotan en las páginas de Un hora de locura y placer. Libre de convencionalismos, Moguilevsky emprende el camino de este libro a partir de un efluvio convulso, quizás a la manera del loco o de un niño que, colmado de excitación, parece querer decir todo al mismo tiempo. El progreso es por tramos, disperso, y el lector comprende en el acto que esa dispersión es en sí misma el proyecto. Exaltación de la inmadurez, entre resúmenes de cuentas y liquidaciones de depósitos se respira un aire travieso, como si en medio de tanta enajenación Moguilevsky se empecinara en entonar un arrullo de ternura, lejos de lo insustancial y más cerca, en todo caso, de la sublevación. Acaso ahí resida la valía de este libro, que actúa como una inyección de libertad, o de búsqueda de una llama primigenia, similar al experimento que plantea Los idiotas, de Lars Von Trier.

Esa generación de oxígeno no es, como sucede con las burbujas que se forman en la espuma oceánica, un mero accidente de la materia, sino que se trata de dinamitar el espacio, de un ejercicio a conciencia, una toma de posición que pretende hacer lugar al juego y la risa — incluso a la burla, en tanto desafía la solemnidad — bajo el imperativo de escapar de un entorno asfixiante. Una hora de locura y placer es un bálsamo que, con justicia, renueva la sensibilidad y devuelve, a quien lo haya perdido, un componente lúdico fundamental.

Pablo Solberg

II

Tengo una hora fugaz para dedicarme al hermoso libro de Nico.
Voy a mirarlo y hojearlo agitando sus páginas para que giren como una calesita sin freno. Todo el libro visto en unos segundos me da un panorama, ganas y ansiedad.
No quiero por ahora leer la contratapa. Eso lo dejo para los días siguientes.
(Y para el final de este texto).
Estoy rodando el libro en loop pero ahora quiero ir hoja por hoja.
Ser detallista.
Así que freno y cambio el ritmo.
Lo logro por unos minutos.

Hay unos dibujos que van escalando en el espacio página tras página.
Esto empieza en una noche estrellada y alunada.
Voy en forma lineal con el dibujo por un rato.
Hasta que llego a un texto manuscrito. Quiero leerlo. No puedo. No veo la letra. Es muy chiquita. Me pongo anteojos. No veo. No leo. No puedo leer esto. Me enojo, no llego. ¿Por qué esta letra manuscrita, que ya es algo difícil de descifrar? Y encima a un tamaño imposible para mí. No llego con el aumento de mis lentes.
Listo, no puedo presentarlo yo al libro porque no puedo leerlo, jaja.
¿Lo hicieron a propósito? ¿El texto es dibujo?
¿Nico y Javier quieren que lo escrito sea un secreto a la vista?
Esta letra deforme y minúscula solo es legible por el autor de las ideas. Me enoja.
¿Por qué no imprimieron más grande?.

Miro la tapa. Esas caras me hacen reír.
El libro mismo me va aliviando. Me invita a hablar porque no leo lo que dice. Genial.
Vuelvo a abrirlo y lo hojeo otra vez. Lo toco, lo manoseo. Entre el libro y mi cuerpo se arma una relación física.
Me frena por secciones. Me da escenas. Me da capítulos. Me da cuentas. Me da tinta.
Lo suelto y vuelvo.
Hay una mini novela en el medio, de dibujos medio dibujados. Abiertos.

Siento que este libro trae adentro a la revista Fierro. Esa revista de historietas de los 80´s-90´s donde todo en sus páginas era un laberinto. Esa revista leída por nosotros, adolescentxs o pre, visualizaba la deformidad de la vida, en el preciso momento en que eso mismo se nos instalaba en el cuerpo. Cuerpo inexplicable con narrativas que no lo explican. Se acompañan. Se tienen. Qué suerte.

¡Las viñetas y las historias, las tipografías manuscritas y los dibujos de esa revista!

Yo tenía que mirar mucho tiempo, concentrarme y buscar pistas para ver por dónde empezar. No todo era legible por suerte. Un poco de blanco mental.

Lo mismo pasaba con los finales de esas historietas. Aunque creo que eso era lo más genial, lo más trascendental porque, ¿dónde estaban? ¿Cuáles eran esos finales?

Me da gracia. Antes, mirar me hacía sentir que yo era una buena detective. Ahora creo que mirando así crecía una autoestima secreta.

Esta hora de locura y placer me lleva a la historieta, pero también a algo que parece una novela cortada, una novela imposible, absurdamente publicada. Publicada ilegiblemente a propósito y sin malicia.

Vamos para atrás, para adelante, para adentro. Siento que me voy cortando.

Gracias Nicolás. Gracias Palabras Amarillas.

En la velocidad de mi mano tengo una cinta cortada e ilegible que empieza en una noche estrellada con 9 lunas y quién sabe para dónde va.

María Guerrieri

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