UNA PINTURA MUNICIPAL — Juan Laxagueborde

Victorica
5 min readMay 23, 2023

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fotograma de la película

Todo parte de El ciudadano ilustre (2016), una película de Mariano Cohn y Gastón Duprat. La película no deja de ser una ironía conservadora, pero tiene una historia en su interior que me interesa contar.

Un escritor progresista, desencantado, huraño y exitoso mundialmente, vuelve a su pequeña ciudad natal, en medio de la pampa húmeda. Entre muchas actividades consagratorias, homenajes y reencuentros, es elegido jurado del premio municipal de pintura. En la escena, el jurado dirime qué obras van a ser aceptadas y cuáles rechazadas. De un lado quedan las que serán mostradas: unas figuras ovales parecidas a un arco iris colorido, un momento idílico de cielo, flores y siluetas; y una especie de situación posnuclear, con un humanoide medio terrorífico flotando en la abstracción de unas líneas. Del lado de los rechazados quedan un retrato de Maradona, dos perritos tipo Ana Sokol, el retrato de Rambo, un payaso (resuena acá Larrañaga, pintor peronista), un tigre estridente y lo que me llama la atención para este breve ensayo: un bodegón hermoso y opaco, mezcla de Miguel Diomede, Pablo Suarez, Julieta Oro y Luis Ouvrard. La pintura figura una silla con un repasador apoyado y una mesa en la que se lucen un cuchillo, una tabla, pan, salamín y vino. Todo en una atmósfera violácea y gris, como de nochecita. El gesto enfático del protagonista ya nos había anticipado que la obra iría a la lista de los rechazados. Es que toda la escena tiene un tono superado de si me eligen de jurado, que se banquen mi fineza perceptiva y mi visión modernizante de las cosas; mi talante renovador, asqueado del costumbrismo.

En un momento le muestran un paisaje típico, con una llanura, un sauce y un caballo, al que califican “de técnica muy pobre”. Lo van a rechazar, pero el escritor protagonista se da cuenta de que está pintado sobre un cartón de propaganda de glifosato. Intuye que es toda una obra conceptual y se entusiasma. La señora jurada, representante de las instituciones culturales del pueblo, estima que es casualidad: “lo que pasa es que acá la gente pinta con lo que tiene a mano”; en ese momento hay una gran verdad que brilla por un momento, pero la cosa pasa, ya voy a decir algo de esto. Montovani, el escritor, dice: “el autor de esta obra, lo quiera o no lo quiera, está poniendo el dedo en la llaga, involuntariamente está proponiendo un punto de vista crítico”. O sea, el artista conceptual pasa a ser el jurado venido del universo, que revierte una pintura de paisaje para darle su mirada al sesgo, ligeramente politizada… y remata: “qué importa lo que el artista haya querido hacer”.

Aquí se abre una discusión ¿Importa lo que se hace con las manos? ¿O impera la razón sofisticada del crítico con las manos en los bolsillos, risueño y a sus anchas, en el salón de la intendencia, donde se prepara la muestra? Toma decisiones de montaje (colgarla en medio de la sala para que se vean las dos caras de la pintura) y propone darle el primer premio, “indiscutiblemente”. Habíamos olvidado decir que cada opinión de Montovani se ve apoyada por el segundo jurado, una especie de lacayo admirador que le dice todo que sí. De repente hace su ingreso un chacarero enojado. Es el autor del bodegón y presidente de la Asociación de Artistas Plásticos de la localidad. Se abre una reyerta. Dice el chacarero: “sus gustos pictóricos evidentemente están subordinados a los usos y costumbres de afuera”. Le endilga además resentimiento y rencor contra “la tierra que lo vio nacer”.

De repente, el día de la inauguración de la muestra, los atriles con los tres cuadros premiados no son los que habían votado, sino tres de los rechazados, entre ellos el bodegón. Las personas del pueblo (intendente, secretaria de cultura, contador, chacarero) se pusieron de acuerdo para premiarse, sin la necesidad del forastero Montovani. Los carcamanes del pueblo cerraron filas entre ellos.

Todo esta escena, de unos cinco minutos, es una escena clásica, con dos posiciones antagónicas, las dos por demás caricaturescas y arquetípicas. La película hace todo el tiempo ese juego y a esa altura, la mitad del film, ya cansa un poco. La película no tiene un interés para mí más que por esta escena dual, a pesar del dilema obvio, subrayado y contrastado. Descartando esta película como una mas de ese tono moralizante, cínico y sarcástico de Cohn-Duprat, me gustaría decir algo que la escena me dejó pensando

La cuestión de la pintura-bodegon del salamin y el vino, enseña algo que está por fuera de la dicotomía entre la “identidad” que exige el chacarero y el “mensaje” conceptual que celebra el escritor global. Hay una tercera forma que a la película se le escapa: el cuadro viene a enseñarnos sobre las imágenes municipales, que no son imágenes ligadas al estado municipal, ni a su edificio ni a sus funcionarios o funciones. Lo municipal es lo que se tiene a mano, es la capacidad de hacer algo con eso. Para la filosofía política, ejercer la municipalidad es tener la capacidad de responsabilizarse, de hacer algo bueno con lo que nos rodea. De ahí que, en las escalas del estado, el municipio sea la institución más pequeña, “el primer mostrador del pueblo”. Pero también es la capacidad de encontrar mito en eso, en esa vida sin demasiadas contradicciones ni contratiempos. imágenes míticas para la vida cotidiana, que propongan escenas de tranquilidad y prudencia, como las de esa picadita que representa la pintura rechazada/elegida.

Los dos contendientes estaban equivocados porque tenían razón, no dejaban de ser obvios en sus posturas. Pero la pintura prima, sigue manifestando un estoicismo de hogar, simple y fraterno. Brilla pese al bochinche del sentido común. La pintura no es la manifestación de nada grandilocuente (ni el ser nacional, ni el denuncialismo obvio), sino más bien un lugar. Las pinturas como esa son un lugar donde parar, donde hacer la pausa de lx habitante preocupadx pero no nerviosx.

La avidez de la película por reírse de todo, menos de la película, se pasa por alto las obras. Se ríe de la gente del pueblo, del escritor, del espectador. La ironía permanente deshumaniza lo que toca. La película se queda sola, comiéndose la cabeza con el desdén de quienes no ven salida al mundo, porque ellos están encerrados. La salida estaba ahí, en esa pintura leve, que pasó de largo pero nos queda. Está ahí la escena para volver a ella, poner pausa en Netflix, donde se puede ver la película, y dejarla de fondo un rato en el televisor o la pantalla. Esa pintura anónima, locuaz, económica y cálida, dice lo que el griterío no le deja decir. Puede ser lindo escucharla.

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Texto publicado originalmente en la revista Pan, del Museo López Claro de la ciudad de Azul, en 2020.

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