UNA VENTANA PARA SUICIDARSE Y QUE APAREZCA EL ASOMBRO — Ana Guebel

Victorica
7 min readSep 19, 2024

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Lo que me interesa es la violencia del acto. La violencia es una entre posibles reacciones al peligro. Oscar Masotta aprende de Michel Leyris que para defenderse de la gratuidad de escribir, hay que escribir sobre cosas que a uno lo pongan en peligro. Pero coma seguida acota la zona de este peligro: está pensando que un tema es peligroso en tanto implique que te descoloque ante los demás. Resultar desagradable, impertinente o cualquier adjetivo peyorativo, es una decisión que seguro deberíamos tomar más seguido al escribir, pero también se puede pensar en un peligro más contundente que el de develar cierta fragilidad ante otros (fragilidad porque si te juzgan, terminás mal parado). Digo: enfrentarse a solas con ideas raras que te esperan en el rincón es un riesgo en sí mismo. El problema es que Masotta escribe con miedo y para escribir no hay que tener miedo. Tenemos que elaborarlo desde el texto, en todo caso, pero ¿para qué temblar antes de empezar? Quien tiene miedo se autocompadece. Y la autocompasión debería convertirse más rápido en autoironía. Este es un paso que puede salvarnos: esa distancia que hace que el patetismo se desfigure, que el yo se monstrifique al punto de dar risa.

Piglia dice en una entrevista que en los diarios (como género literario) hay distancia, pero todavía no ironía porque se trabaja casi inmediatamente sobre el presente. Es la distancia a la manera de desdoblamiento de quien escribe su vida y sólo por narrarla, ya la estiliza o la deforma. Lo que falta es la ironía, que en la intimidad de un diario no podría darse porque requiere necesariamente de un otro, la ironía se performa. El efecto de lectura algo engorroso que generan los diarios tiene que ver con esto: falta la ironía porque la persona que escribe se tiene demasiada estima. Esto no quiere decir que sea una persona que se ame, que piense excelentemente de sí misma, ni nada por el estilo, pero sí que se toma demasiado en serio. El simple hecho de escribir compulsiva o recursivamente sobre la propia vida denota narcisismo y esto no hace falta ni decirlo.

Algunos diarios son directamente insoportables de leer. Un ejemplo muy claro para mí es el Diario del dinero de Rosario Bléfari: leer la lista de gastos de nadie me interesa y menos si no se la elabora con algún tipo de ingenio, si no se la somete a algún tipo de procedimiento que la dote de algún interés. Y lo que se hace acá es: nada. Por apostar tanto a una literatura desacralizada terminamos leyendo libros que lo único que los sostiene es la presunta excepcionalidad de quien los escribe. ¿Qué mierda me importa cuánta plata gastaba Rosario Bléfari en la verdulería? El énfasis evidentemente no recae en ella, de quien me gustan algunos poemas, sino en la tendencia generalizada. Nos tomamos demasiado en serio para luego caer siempre en la apuesta a lo íntimo y a lo chiquito. Lo íntimo, que es lo personal, funciona como excusa perfecta para no arrojarse a proyectos más arriesgados. En esta cobardía inútil, el tono siempre es el de la duda, que a veces pretende ser irónica y no es otra cosa que falsa modestia.

Ahora que nos movemos entre relativismos y subjetivismos tenemos que recuperar asertividad. La pregunta es un ejercicio valioso, pero la duda rápidamente se vuelve el confort del neurótico. La duda pretende ser un espacio seguro y los espacios seguros no existen. Hay una diferencia entre la sensibilidad indulgente y solipsista que tenemos ahora por subjetividad y ser capaces de emocionarnos en el sentido de tener reacciones viscerales. Estas emociones blandas se adecúan al consenso du jour que nos deja empantanados en un intermedio insípido entre razón y emoción. El mundo se nos escapa.

Pienso que el asombro como la capacidad de maravillarse es una buena alternativa a la duda. Quedarse perplejo es reconocer el no saber, o sea, es un acto de humildad. Y es el principio de cualquier cosa. Cuando en una fecha los Ramones empezaron a tocar todos una canción distinta, revolearon sus instrumentos de frustración: no se trata de fallar y merecer un abrazo, sino de sentir asco hacia uno mismo. Si hay una lección que tenemos que aprender del punk es ésta. Los micro templos que armamos de autoestima y superación personal, no alcanzan para cuidarnos de los fracasos del mundo. Y asumirnos como fracasos particulares podría generar un espacio vacío, casi a la vieja manera de la angustia existencial que ahora rellenamos con el cemento del contenido híper estimulante. Hace falta tenerse un poco de asco.

Si bien todo impulso de aniquilación tiene su belleza, este gesto no es total sin su contraparte positiva. El espíritu punk nace con el Search and Destroy de los Stooges, pero se multiplica en el famoso do it yourself: el acto creativo de sublimar implica la creación de un nuevo valor (bueno, malo, barato, genial), un objeto imposible.

El aburrimiento es espacio vacante, un pozo que te arrastra en loop a la monotonía, a la ausencia de gracia… pero el asco es trascendencia asegurada: un mecanismo de distanciamiento con lo que hay. Richard Hell dice que Dios es lo que hay y que piensa en él como la gente piensa en qué cenar. El asco funciona como una distancia crítica que hasta podría habilitar una levedad cómica hacia uno mismo necesaria para el acto creativo. Un auto asco que no caiga en patetismos complacientes: el asco que sentimos cuando una comida nos cierra el estómago, pero la idea de un plato tentador todavía nos emociona. Una voracidad irrenunciable.

La pretensión confesional de Masotta se inclina por mostrar sus vísceras tristes y podridas como un modo de explicitar el recorrido intelectual que hizo (o que éste hizo de él) para escribir este libro sobre Arlt del que habla. Le sale bien, no le reprocho tanto, pero sí desconfío de una idea que se sugiere al pasar: no hago metáforas, aclara refiriéndose al valor de verdad de lo que dice. Y creo que es un problema que la crudeza de lo real, de la materia, se oponga siempre categóricamente a la abstracción como una forma demasiado mediada, demasiado rebuscada. No que una metáfora o cualquier elaboración poética del lenguaje refiera necesariamente a lo abstracto, pero acá el decir no hago metáforas implica la elección de lo real por sobre lo imaginado. Un problema que se manifiesta en el fanatismo por los diarios íntimos, la obsesión con la vida de las celebridades, los influencers como gurús y el morbo con los realities. Lamentarse por la ficción desterrada y la vigencia de la literatura del yo, no logra expresar del todo lo que me inquieta: lo que pienso es qué pasó con la imaginación.

Lo más curioso de todo esto es que ahora dudamos, pero no queremos pensar cosas demasiado abstractas a lo “grandes temas”. Entonces la forma es la duda y el contenido no es realmente un interrogante.

Algunos ven en todas partes la naturaleza cíclica de las cosas de este mundo. Y es cierto: las cuatro estaciones se siguen y renuevan, los gobiernos populistas y neoliberales se alternan en Latinoamérica, nos enamoramos y nos hastiamos, morimos y (tal vez) renacemos. Atravesamos cíclicamente fases de paz y de violencia. No me refiero a estados absolutos de una o de la otra, pero sí a sectores específicos, zonas. Algunas zonas de la contemporaneidad están dominadas por la violencia, ni hace falta recordar el genocidio sostenido y en curso de Israel al pueblo palestino como un ejemplo burdo y extremo, pero hay otras zonas que muy por el contrario están teñidas por una paz que vinculo menos con la armonía que con la calma atontada. La duda es muy tranquila, proporciona la famosa calma previa a la tormenta, pero si la tormenta nunca llega… y claro, si nos dedicamos a no polemizar demasiado, a referirnos exclusivamente a lo propio, a lo íntimo-personal-chiquito, difícilmente terminemos en grandes discusiones que impliquen algo de fervor, algo de violencia. Refugiarse en lo inconmensurable de la experiencia personal nos está llevando a lugares difíciles en términos políticos y a lugares aburridos en lo creativo.

Ricardo Piglia dijo que “sólo la agresividad permite desarrollar un instrumento tan extraño como la violencia. Es que hay algo agresivo en el pensamiento”. La agresión es el coraje de dar una respuesta. En el endiosamiento de lo pequeño yo veo un gesto de abulia. Una traición a la vida. Lo total es imposible, pero la consagración a lo chico implica una estafa ideológica que va acompañada de un error estético: si este mundo corrupto es tan total que parece agotar cualquier alternativa, delegar la condición de total para sólo abocarnos a lo íntimo-personal-chiquito, es una derrota de mala gusto.

Venía hablando de asco y asombro, dos expresiones de una misma actitud que se desdobla en una simultaneidad: el asco que permite una distancia crítica y el asombro como la humildad de la sorpresa (suena medio grasa, pero se entiende) se complementan al formar una respuesta inicial que tiene que seguirse de algo más. Una pista de este segundo paso constitutivo la encuentro en la entrega a una visión, que es la ausencia de duda, porque “la decisión es un momento de excepcionalidad”. Pero todavía no llego a perfilarla de una manera lo suficientemente precisa o elocuente. Sí sé que el resultado de composición complementaria entre asco, asombro y este algo más que estoy buscando, es un gesto total que implica algo así como coraje vital. Un coraje vital que sólo puede ponernos en peligro: a la intemperie de sorpresas que están fuera del yo.

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