Como movedizos granos de arena transcurrimos los días del verano creyendo que comprendemos más o menos de qué se trata este aparato de la internet. Lo incorporamos a nuestro quehacer diario y nos apoyamos en él como antes se miraba el reloj en la muñeca izquierda. Desde ancianos hasta neonatos, hay una interfaz amigable para cada uno, adaptado a medida en la sastrería digital de la programación masiva. Pero, hete aquí una consecuencia inesperada de internet: la deformación de la experiencia humana. La facilidad con la que internet, como fenómeno tecnológico-cotidiano-militar responde, resuelve, soluciona la mayoría de las inquietudes y pormenores de la vida diaria, su modo de uso simultáneo y permanente, afectó temeraria y sigilosamente la forma misma de maniobrar de los seres humanos en todos los ámbitos espacios y aspectos.
Repito: todas las acciones posibles, las encaramos como si fuese una búsqueda en google. Desde el momento de lavarse los dientes hasta practicar un deporte hasta las relaciones con otra persona hasta desayunar hasta escribir una nota, todo está atravesado por el caudal de información: todo es un rabbit hole.
Este término es una referencia a Alicia en el país de las maravillas acuñado, más vale, en internet para señalar algo que tiene éxito en mantener la atención de los usuarios. Así, “down a rabbit hole” significa ir procesando datos de un enlace a otro sin nunca terminar de saciar la sed de información.
Lo que esto implica es que hemos transformado nuestra capacidad de negociar con la realidad para intentar sin saberlo transformarla en algo que otorga más dosis de recompensa por menos esfuerzo. Y así, somos regidos sin atención por puntos cardinales dónde balanceamos nuestro plano.
Esto aplica para cualquier acción o vínculo humano actual, con mayor o menor intensidad.
A saber, la estrella del norte, la guía en la oscuridad y pastor, es la curiosidad. El dynamo y masa madre de las pasiones humanas, la carne asada del espíritu, todo gesto busca complacer la curiosidad. Saber de qué se trata, ver qué hay ahí, extender las manos hacia la aparente nada para tocar del otro lado y dar cuenta del paso del tiempo. La curiosidad es el latir de la existencia. Nada más reprochable, más tabú, para la persona civilizada que carecer de curiosidad, esto es considerado acaso la arrogancia y desperdicio más descomunales. Venerada tanto por la ciencia como por el arte, estado de éxtasis sereno y constructivo que la sociedad nos impone y en el que cualquier fenómeno nos sumerge.
Su reverso es la paranoia permanente. Sensación incondicional de que hay algo detrás de la cortina, de que puede fallar. Peor aún, ya está fallando. El álgebra de la paranoia requiere siempre las peores cifras posibles, los peores destinos e intenciones, en agresiva danza armoniosa. Si algo nos puede perjudicar, nos va a perjudicar, tarde o temprano (que es exactamente lo mismo). El mundo bursátil, ese falso parabrisas del futuro, logró en la práctica determinar el valor exacto de la paranoia y lo quiso llamar costo de oportunidad, para luego intentar despedazar el tiempo hasta la muerte a micro unidades que en realidad no existen (nada se mide en nanosegundos salvo la luz y el dinero). No somos eternos, y las cosas podrían estar mejor. La paranoia es ese picoteo atómico que se nombra al decir ansiedad fomo cocaína chisme.
La combinación férrea, una especie de aleación elástica de estos dos extremos constantes, curiosidad y paranoia, se cierne sobre nosotros como una plancha de acero frio, implacable, y sobre la cual sólo nos podemos elevar en abstracto. Aplastados en la práctica entre la curiosidad y paranoia, recurrimos a la fantasía. La aplicación (inútil como un gérmen) de la imaginación. Tomamos relieve a través de la fantasía, saboreamos todo lo que nos gustaría que sea. Alimento necesario para tomar fuerzas para incorporarse, ponerse de pie mientras soñamos con el premio que nunca termina, para mirar cara a cara el mejor horizonte que podamos conjeturar.
Y al mirar la línea de fondo, el horizonte se convierte en abismo para que, de un susto, volvamos al confort de nuestro circuito cerrado. Pues, si mi madriguera (contexto, amigos, trabajo, estudio) es lo suficientemente profunda, fácilmente se puede convertir en todo lo que necesito tener.
Estas son las tremendas consecuencias de la comunicación por satélite. Cómo decía McLuhan (suele pasar eso con los pensadores que se dejan llevar y vaticinan: se espera que su predicción sea 100% acertada o, ¡descrédito! ejemplos: Mcluhan, Marx, Sacher-Masoch, Srtaud, Saslatón), la principal consecuencia de toda tecnología es la ceguera que produce sobre lo que afecta. Quienes usaban las primeras imprentas en el renacimiento, ignoraban el cisma y la reforma, no sabían que daban paso al capitalismo. McLuhan también tiró la de que los objetos tecnológicos no son más que prótesis, extensiones de nuestros órganos. De esta manera la rueda es una extensión del pie, y el sistema eléctrico de la civilización, un doppelganger exterior de nuestro sistema nervioso. Internet directamente es una prótesis de lo que fuera nuestro cerebro.